La Librería de El Sueño Igualitario

Sin-título-1.jpgCazarabet conversa con...   David Alegre, Miguel Alonso y Javier Rodrigo, coordinadores del libro “Europa desgarrada. Guerra, ocupación y violencia 1900-1950” (Prensas de la Universidad de Zaragoza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Tres jóvenes y experimentados historiadores en el ámbito de reflexionar la historia miran muy de cerca al Continente europeo en la primera mitad del siglo pasado, el convulso siglo XX.

Tratan y reflexiona sobre la guerra, la ocupación y la violencia entre 1900-1950.

El libro forma parte de la colección de Ciencias Sociales en Historia Contemporánea.

Lo que nos explica el libro:

Hace algunos años, John Keegan se planteaba si acaso los historiadores no debíamos tomarnos «la molestia de reflexionar sobre qué es lo que hace que los hombres se maten entre sí». Este libro analiza las formas de la guerra y la violencia bélica en la Europa de la primera mitad del siglo xx, desde miradas comparadas y trasnacionales y a partir de la renovación metodológica que han supuesto los war studies y la nueva historia militar. Es, pues, un acercamiento a ese gigantesco teatro de lo bélico que fue Europa en la era de las guerras mundiales y civiles, de las ocupaciones, las resistencias, los desplazamientos forzosos y los genocidios. Un viaje al interior de la Europa desgarrada.

Este libro, aborda desde el trabajo   y la convergencia de diversos historiadores que muestran sus diferentes miradas investigadoras, todo  desde la coordinación de  tres historiadores, David Alegre, Javier Rodrigo y Miguel Alonso…cómo el “viejo continente”, Europa estuvo claramente en un proceso de desgarre desde la guerra, la violencia más encarnizada y la ocupación de unos sobre otros en la primera mitad del siglo XX, entre 1900 y 1950.

El conjunto del” trabajo de trabajos” que es Europa desgarrada. Guerra, ocupación y violencia 1900-1950 que edita Prensas Universitarias de Zaragoza muestra o pretende mostrar cómo y de qué manera sufrió Europa esos tiempos convulsos…así como intentar desentrañar no pocos por qué…

Con nosotros ya ha estado varias veces tanto David Alegre como Javier Rodrigo.

Por ejemplo La batalla de Teruel con David Alegre:

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/alegrelorenz.htm

(Teruel, 1988) es Doctor Europeo en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona con la tesis titulada Experiencia de guerra y colaboracionismo político-militar en Bélgica, Francia y España bajo el Nuevo Orden..

Es autor de numerosos  estudios sobre guerra y contrarrevolución en perspectiva comparada y transnacional; además es coeditor de la Revista Universitaria de Historia Militar.

Y Javier Rodrigo con:

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/rodrigo.htm

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/guerrafascista.htm

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/rodrigo.htm

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/historiadeviolencia.htm

Es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Doctor por el European University Institute. Es autor y editor de un total de trece libros sobre violencias colectivas, guerras civiles comparadas fascismos, historiografías  y relatos sobre el terror en Europa.

Miguel Alonso Ibarra es también investigador de la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado estudios, trabajos y artículos en diversas revistas de carácter científico sobre la guerra civil española y la construcción del régimen franquista; además, es coeditor de la Revista Universitaria de Historia Militar.

 

 

Cazarabet conversa con David Alegre, Miguel Alonso y Javier Rodrigo:

davidalegre-(4).jpg-Amigos, contadnos el por qué de este libro compuesto por diversos trabajos o preguntado de otra manera la génesis del mismo…

-Este libro nació de un congreso internacional que celebramos entre el 18 y 20 de noviembre de 2015 en la Universitat Autònoma de Barcelona, Teatros de lo bélico: experiencias de guerra y posguerra en las sociedades europeas (1895-1953). A él asistieron algunos de los principales expertos mundiales en los estudios de la guerra, como John Horne, Pierre Purseigle, Sönke Neitzel, Xosé Manoel Núñez Seixas o António Horta Fernandes, y otros que constituyen referentes en España desde hace ya unos años, como Carolina García Sanz, Ángel Alcalde, Maxi Fuentes, José María Faraldo, José Luis Ledesma, José Miguel Hernández Barral, Mercedes Peñalba Sotorrío. También tomaron parte en el encuentro una terna de jóvenes investigadores e investigadoras con prometedoras carreras, algunas de ellas ya una auténtica realidad y otras a punto de confirmarse con la defensa de sus tesis doctorales, y pienso en Dmitar Tasić, Assumpta Castillo, Jonathan Black, Jan-Philipp Pomplun, Francisco Leira, Yiannis Kofalosakis, Alfonso Bermúdez, Jacopo Lorenzini o John E. Fahey.

La larga terna de nombres pretende destacar de algún modo la gran cantidad de historiadores e historiadoras que consiguió congregar un congreso que, como su propio subtítulo indica, abarcó los más diversos casos europeos dentro de todo el espectro temporal. Y, por supuesto, encontramos muchos puntos en común entre las diferentes experiencias abordadas por cada uno de nosotros y nosotras. Así pues, lo que pretendíamos era conseguir una triada de objetivos que nos ha movido hasta ahora a los tres en nuestro trabajo: acercar métodos de trabajo y debates más avanzados a la historiografía española; dar a conocer entre colegas extranjeros un caso poco y mal conocido como es el de España, porque entre ellos siguen primando muchas veces las visiones desfasadas de algunos hispanistas que cumplieron un papel clave en su día pero cuyas tesis hace tiempo que han sido superadas; y, por último, demostrar hasta qué punto lo ocurrido en España en la primera mitad del siglo XX se encuentra ligado a la realidad general europea, incluyendo las guerras coloniales, los debates sobre la cuestión del orden público y la seguridad ante las movilizaciones obreras de tipo revolucionario, la guerra civil o el triunfo del fascismo en el marco de esta. Internacionalizar el caso español y darlo a conocer en los debates que se producen en los principales foros académicos a nivel mundial nos parece fundamental.

Por eso mismo, trabajos como este y otros que están por venir contribuyen a ello de forma muy evidente. En este caso concreto, Europa desgarrada: guerra, ocupación y violencia, 1900-1950 nació de esta iniciativa, aunque sumó entre sus autores y autoras a expertos y expertas cuya valía y casos de investigación nos parecían relevantes para conseguir un conjunto lo más armónico posible. Nuestro objetivo era ofrecer un marco interpretativo amplio y ambicioso para el conocimiento de la guerra en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, hay capítulos que amplían su foco espacial y temporal más allá de Europa. La idea, ya decimos, era conseguir dar con la complejidad, las particularidades y las similitudes de las experiencias de guerra en el Viejo Continente o, si se quiere, aportar nuevos instrumentos de análisis para entender desde otro prisma lo ocurrido en España, y creemos que este es el camino correcto para ello. Y aunque en este caso estamos ante un tipo de obra más orientada quizás a un público académico y docente –aunque no creemos que sea inaccesible para nadie con cierto conocimiento de la Europa del siglo XX– no es menos cierto que resulta extremadamente importante trabajar en esta línea por una simple razón: salir del ensimismamiento y la autocompasión que promueven algunos individuos como Arturo Pérez-Reverte, que hacen fortuna vendiendo la idea de que España es diferente. Pues no, oiga, tan diferente como parecida, o si se quiere tan diferente y parecida como lo puedan ser otros dos países europeos. En este sentido, comprender los nexos de unión de España con Europa es clave para dejar atrás discursos nacionalistas que poco tienen de constructivo y útil. Por tanto, sin ir más lejos tenemos la convicción de que un libro como este puede ser muy importante para profesores de instituto que buscan cómo enfocar y explicar mejor el mundo donde se enmarca la España de la primera mitad del siglo XX, algo tan vital como delicado.

-¿Habéis saciado esa “lanceta” en forma de pregunta que os lanzaba John Keegan en la que os “animaba” a investigar el porqué o” qué es lo que hace que los hombres se maten entre sí”?

-Creemos que de algún modo sí. Es decir, se trata de una cuestión tan problemática que no cabe una explicación unívoca o una ley natural que explique por qué se matan los hombres –y las mujeres, pensamos en una obra reciente de Cecilia Nubola sobre el papel activo de las mujeres fascistas en la violencia durante la República de Saló–. Los motivos por los que los seres humanos se matan entre sí son múltiples y variados, incluso a veces pueden combinarse varias explicaciones en las razones de un determinado individuo para matar a otro o para matar a diferentes sujetos.

Claro que aquí en el libro hablamos sobre todo de una forma de muerte muy específica, como es la que tiene lugar en primera línea de combate o en las retaguardias fruto de la acción de ejércitos de masas con armas cada vez más poderosas. Por resumir un poco lo que ocurre en este ámbito podríamos decir que en primer lugar el individuo acaba rigiéndose por el principio de “o él o yo”; en otros casos –o en los mismos– puede jugar un papel el sentido del deber, muy interiorizado en la cultura humana fruto de la aparición del estado; en el caso de los hombres existe la presión de los llamados grupos primarios, pequeñas unidades de entre 10 y 20 individuos que conocen sus intimidades fruto de la convivencia en la guerra, que se protegen y encubren entre sí, que se observan en el cumplimiento de su labor de soldado como forma de evaluar su nivel de virilidad, pero también en su manera de relacionarse con las civiles de los territorios por los que pasan (eso explica no solo el asesinato en combate, sino también las violaciones contra mujeres, y esta misma dinámica muy propia de grupos de hombres jóvenes, puede explicarse a través de la lógica de lo ocurrido en el famoso caso de la Manada); y, por último, que se vengan por sus compañeros caídos. En el caso de las mujeres que combaten o han combatido junto a hombres –pensamos por ejemplo en las combatientes soviéticas de la Segunda Guerra Mundial– aparte de otras razones una fundamental para matar es ganarse el respeto de sus compañeros de armas, que siempre pondrán en cuestión su capacidad para asumir tareas a sus ojos propias de hombres, como el acto de matar, el ser soldado. Al fin y al cabo un ejército es una institución heteropatriarcal por excelencia, con lo cual es natural hasta cierto punto que las féminas que se integran en ellas acaben adoptando poses y roles similares a los de los varones.

El armamento moderno, cada vez más evolucionado a nivel técnico, también contribuye a explicar la desempatía o la capacidad de un individuo para matar. Eso es lo que ocurría por ejemplo con las dotaciones de los bombarderos, que al matar a tanta distancia no sentían el peso de la culpa tal y como podría llegar a pasarle a un soldado de infantería, o los propios pilotos de caza, que en muchas ocasiones han fusilado columnas de refugiados, como si tal cosa formara parte de la lógica propia de un videojuego. Lo mismo se puede decir con respecto a la artillería pesada, y no hablemos ya de los misiles de crucero de largo alcance, como los famosos Tomahawk, o el armamento nuclear. Quien activa este tipo de armamentos y los gestiona es evidente que conoce las consecuencias de su quehacer, pero no las observa de primera mano, y eso genera una desinhibición mucho mayor. Un piloto de caza de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo, va aislado dentro de su cabina, habla por radio y va acompañado por el ruido de sus motores: no puede escuchar los gritos y súplicas de aquellos a los que mata. No obstante, no todo individuo armado y conscripto mata, también se dan actos de resistencia de formas diversas.

Por supuesto, en una guerra también encuentran su lugar los asesinos patológicos, y un caso muy evidente en el marco de la época que nos movemos es la Brigada Dirlewanger de las SS. Esta unidad de exconvictos encarcelados por graves crímenes fue utilizada como “fuerza de seguridad” en el Frente Oriental, cometiendo crímenes tan horrendos que incluso consiguieron intensificar y engrandecer las filas de la resistencia allá donde actuaban. Sobre todo se destacaron en la represión del levantamiento de Varsovia del verano del 44, llegando a asesinar a entre 40 y 50.000 polacos y polacas, muchos de ellos simples civiles.

Y aquí llegamos a otro punto importante como es el de las muertes y asesinatos en retaguardia. Como tratamos de explicar en varios pasajes y capítulos de la obra, y como ya han explicado de manera muy clara autores de la talla de Timothy Snyder (muy recomendable su “Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin”), una guerra entre estados suele ser un marco propiciatorio para el surgimiento de conflictos intercomunitarios y guerras civiles dentro de regiones concretas más o menos amplias. Ya el propio Tucídides, primer historiador de la guerra, dio cuenta de ello en su fantástica “Historia de la Guerra del Peloponeso”. En enfrentamientos de este tipo, que suelen caracterizarse por ser guerras irregulares de bandas armadas que operan según la táctica de la guerrilla la violencia tiene un papel muy importante. De hecho, la guerra civil española responde a este patrón en sus primeros meses, prácticamente hasta los primeros combates por Madrid en el otoño del 36, pero después pasa a ser la excepción como conflicto fratricida al devenir una guerra convencional con dos enemigos de potencia de fuego similar y frentes de guerra bien definidos. En estos casos, y a nivel político-militar, utilizada de forma selectiva o masiva, ya sea asesinando a determinados individuos por su ascendiente sobre la comunidad o arrasando pueblos enteros por su apoyo al enemigo, la violencia se convierte en un instrumento clave para el control del territorio. Por lo general hay una colaboración y participación muy importante del elemento autóctono, tanto en el señalamiento de víctimas mediante la denuncia como en la ejecución de estas.

El problema aquí viene cuando se recurre como explicación a los supuestos impulsos atávicos que anidan en el hombre –explicación común en casos como el de los Balcanes– o las ansias de venganza de los ejecutores y denunciantes, cuando lo cierto es que en el asesinato de retaguardia operan múltiples factores. Evidentemente hay una dimensión personal, cómo no podría haberla cuando una comunidad local es rota por la violencia, pero aquí se cumple el principio de que lo personal es político. Cavando en las muertes intracomunitarias encontramos problemas estructurales producidos por el sistema de dominación, ya sea por el deseo que unos tienen de prevalecer ante la amenaza de los que reclaman el poder y la emancipación o ya sea por el deseo de los otros por poner solución a lo que consideran injusticias: reparto de tierras, distribución de las aguas, relaciones entre individuos de clases sociales diferentes, la negación sistemática del trabajo, las vejaciones, las concepciones del honor dentro de un determinado marco cultural y así un largo etcétera. Pero la violencia no solo es vertical, de arriba abajo o de abajo arriba, sino también muchas veces horizontal, por el deseo de miembros de las clases populares de congraciarse con los de las dominantes o de miembros de las clases dominantes-medias por obtener poder y reconocimiento.

davidalegre-(1).jpg-Cómo os las habéis arreglado para coordinar, entre los tres, este libro con diferentes firmas, reflexiones, trabajos…

-La verdad es que la sólida amistad que hemos forjado a lo largo de estos y el respeto que profesamos cada uno por el trabajo de los otros ha sido fundamental para llevar una empresa como esta a buen puerto. De hecho, se trata de una relación en la que David Alegre y Miguel Alonso son deudores de Javier Rodrigo como padre intelectual, tanto por la influencia que ha ejercido en ellos con sus obras como a través de su labor de director de sus tesis doctorales. Y si David Alegre y Miguel Alonso han ido alumbrando iniciativas personales o conjuntas de diferente naturaleza siempre ha sido en buena medida por la inspiración de Javier Rodrigo, aparte de por su propia inquietud natural.

Desde hace ya tiempo, sea por unas razones u otras mantenemos un contacto propio vía WhatsApp en un grupo que no solo es de trabajo, sino que también nos sirve para reforzar nuestros vínculos y pasar buenos ratos, porque las circunstancias de la vida hacen que no siempre podamos vernos cara a cara. Este instrumento y el correo electrónico, claro está, han sido esenciales en nuestra labor. De hecho, el proceso hasta aquí ha sido arduo y costoso, hasta el punto de que se ha alargado durante dos año. Y es que cuesta mucho coordinar a tan gran número de autores y autoras, hacer lecturas atentas, mantener el contacto con ellos y hacerles llegar las críticas y comentarios que puedan mejorar en algo unas labores de por sí excelentes, preparar las traducciones del alemán, el inglés y el italiano al castellano, corregir pruebas, recibir las evaluaciones externas de la editorial sobre los textos. A partir de ahí se trata de dividir el trabajo entre todos en diversas fases, pasando en una segunda fase los textos de los que se ha hecho cargo otro y lo mismo en una tercera. En nuestro caso hay que reconocer que todos los compañeros y compañeras hicieron todo muy fácil, no pusieron ningún problema y cumplieron en tiempo y forma con lo que se les pedía, todos estaban entusiasmado por la posibilidad de dar a conocer su trabajo en castellano, por mucho que algunos ya habían publicado en dicha lengua.

Sin embargo, como decíamos, no quita para que el proceso fuera duro, tanto que algún autor se quedó por el camino debido a los problemas que presentaba su texto. Después es responsabilidad de los coordinadores, en este caso David Alegre y Miguel Alonso, hacer una introducción con un buen aparato interpretativo, capaz de hilar y conjugar las diferentes aportaciones, de darles forma de conjunto. Y en este sentido estamos muy satisfechos con el resultado, porque a pesar de las dificultades todo queda compensado con dos cosas: tener el ejemplar en las manos y las amistades que se forjan en el camino hasta la culminación del trabajo. Al final, un trabajo como el del historiador es imposible sin complicidades, sin respeto mutuo, sin debate e inquietud, y una obra colectiva como esta abre la puerta a que se den dichos factores.

-En concreto para cada uno de vosotros tres no constituye para nada un “campo de trabajo nuevo a investigar y/o trabajar” porque de alguna manera vuestros trabajos anteriores en forma de artículos o libros han ido en esta línea… ¿qué nos podéis comentar?

-En la historia como en todo es muy difícil construir exnovo, es decir, no es fácil ni conveniente saltar de un tema a otro, al menos cuando estos no se tocan entre sí de forma muy clara, primero porque cuesta mucho ponerse al día a nivel de lecturas sobre el objeto de estudio en cuestión; segundo porque muchas veces tus instrumentos de análisis y conocimientos idiomáticos no te permiten adentrarte bien en un tema nuevo. Sin embargo, también nos gustaría apuntar que en contra del pensar popular un historiador no es –o no debería ser– un contenedor de datos enciclopédicos sobre el pasado, sino un individuo que desarrolle las herramientas de trabajo necesarias para analizar o entender con una mínima solvencia cualquier fenómeno del pasado o del presente. Quizás esta sea la gran cuestión pendiente de nuestro sistema formativo: enseñar para analizar y poder seguir aprendiendo en solitario.

Con todo lo dicho más arriba queremos decir que evidentemente el conjunto de nuestras carreras investigadoras tiene una coherencia muy clara, pero también la tienen las tres entre sí, es decir, hay una clara sinergia entre los trabajos que desarrollamos cada uno de los tres. Esto tiene mucho que ver con lo que te comentábamos más arriba sobre la gran amistad que hemos ido forjando a lo largo del tiempo, con el compartir lecturas y, por supuesto, proyectos. En los tres casos hay una evidente preocupación por los estudios sobre el fascismo, que han movido muchas de nuestras reflexiones hasta hoy y que tienen una presencia clave en el libro, pero también los estudios sobre la guerra, que consideramos un campo de trabajo esencial y hasta ahora muy denostado en España. Y antes de seguir explorando esta última cuestión no querríamos dejar de apuntar que hemos intentado conjugar durante años ambos ámbitos, porque la aparición, forja, consolidación y culminación del fascismo es incomprensible sin el marco de la guerra total, por la crisis moral, el trauma y el dislocamiento que trae consigo en primera instancia, pero también por ser el marco de excepción donde puede poner en marcha su proyecto político-social y económico-cultural. El caso más evidente es el de la España sublevada en el 36-48, pero no menos lo es la Alemania nacionalsocialista con su guerra de exterminio y explotación en Polonia y el Frente Oriental o la propia Italia con sus políticas de ocupación asimilacionistas y anexionistas en los Balcanes. Así pues, fascismo y guerra van de la mano de forma íntima.

Así pues, a la luz de los hechos está claro que en el futuro vamos a seguir explorando diferentes aspectos relacionados con estas cuestiones. Y en este punto es muy importante la existencia de un proyecto como la Revista Universitaria de Historia Militar, de la cual Miguel Alonso y David Alegre son coeditores, que lucha precisamente por visibilizar, dar contenido e importancia a una forma diferente de entender este campo de estudio. No tiene sentido que dada la presencia de la guerra en la historia, incluida la actualidad, y las múltiples consecuencias que se derivan de ella no tenga más presencia de calidad en la docencia de institutos y universidades, por eso creemos que los estudios de la guerra serán nuestro principal caballo de batalla en los próximos años, tanto en lo referente a los conflictos y sus múltiples dimensiones como en lo que respecta a las posguerras.

-Hay que marcar como una “raya” o una línea entre los actos de guerra y la violencia en la conquista de los objetivos o en la retaguardia, ¿no?; ¿cómo debe leerse esto desde el oficio de historiador?, ¿Por qué?

-No creemos que haya que marcar dicha raya, aunque eso debe ser respondido de forma más precisa en función del conflicto que abordemos. Por lo general, la violencia de retaguardia suele estar mucho más controlada y suele ser mucho más útil para los poderes en guerra y la lucha en el frente de lo que a menudo se ha querido pensar, y pensamos particularmente en un caso que nos es cercano como el de la violencia revolucionaria del 36 en el bando republicano. En muchos casos, y desde la perspectiva de los estados, paraestados y ejércitos, la violencia es o puede ser un instrumento para garantizar la “seguridad” de sus propias tropas en territorio hostil, para consolidar el control del territorio, para conseguir una explotación más eficiente de los recursos con que realizar el esfuerzo de guerra o para consolidar los frentes, entre otras cosas. Así pues, mientras unos luchan por ganar la guerra en el frente otros cumplen las misiones que les son asignadas en la retaguardia para contribuir a ello. De hecho, no hay más que ver la insistencia constante de los estados europeos de la primera mitad del siglo XX en lo referido a la necesaria comunión entre combatientes y civiles, entre la primera línea y el llamado frente doméstico. Tal obsesión, muy asociada a la guerra total, hace que cualquier forma de disidencia o resistencia al esfuerzo bélico sea considerada como una amenaza y potencialmente eliminable. Eso es la guerra total: la movilización de todos los medios y la utilización de cualquier método para conseguir la victoria.

-¿Por qué los conflictos en esa Europa se “solapaban”?, ¿los conflictos llevan a los conflictos?, ¿cómo y de qué manera?

-Esta es una idea interesante en la que estamos trabajando mucho en la actualidad, la de los ciclos bélicos largos. Con este concepto pretendemos hacer referencia a regiones más o menos amplias donde los conflictos por unas u otras razones acaban enquistándose, donde la guerra deviene una realidad casi endémica o “contagiosa”. Pero nosotros nos referimos a esta idea no tanto desde una perspectiva cultural, tal y como pudo hacer Enzo Traverso en su famosa obra “A sangre y fuego. La guerra civil europea, 1914-1945”, sino mucho más compleja y exigente. Cuando hablamos de esa dimensión contagiosa de los conflictos evidentemente los factores político-culturales juegan una importancia clave, como lo pudo ser en el caso de la Europa de entreguerras el miedo al fascismo o al comunismo, pero más allá de eso juegan muchos otros aspectos. Uno de ellos, muy evidente, es el alto grado de movilidad de individuos que acaban haciendo de la guerra su oficio: se pueden seguir trayectorias desde las guerras balcánicas previas a la Gran Guerra hasta la Segunda Guerra Mundial, igual que se pueden seguir otras que van de la Segunda Guerra Mundial a los conflictos de descolonización. Si nos vamos más adelante en el tiempo, hay regiones como la zona en torno al Lago Victoria o el Cuerno de África donde la crudeza y enquistamiento de los enfrentamientos armados provoca tal grado de destrucciones y dislocamiento de las economías locales que la guerra pasa a ser para muchos individuos la mejor forma de ganarse la vida. Se trata de algo bien documentado, triste pero cierto, pero la guerra suele engendrar más guerra por razones diversas. Un factor clave, por ejemplo es el papel que juegan los intereses de las industrias armamentísticas, las guerras proxy (así se denomina a la participación de una potencia en un escenario bélico a través de tercero), los asesores extranjeros, la necesidad de probar nuevas armas o de colocar stocks anticuados. Nada de esto es nuevo, pero sin lugar a dudas se trata de un fenómeno que ha experimentado un incremento terrorífico al calor de la globalización y la consolidación del capitalismo como forma de organización político-social y económica. Al final se acaban generando círculos viciosos donde también entra en juego la competencia de los locales por unos recursos decrecientes, la lucha por materias primas estratégicas (incluidas las reservas de agua, no ya solo los hidrocarburos), la introducción de los monocultivos con la destrucción de modos de vida que comporta, el control del tráfico de drogas… todos ellos son factores que han contribuido a extender la guerra y a hacerla endémica en determinadas regiones como el Sudeste asiático, Asia Central, Oriente Próximo o vastas regiones del continente africano.

En el caso de la Europa de entreguerras es posible que la conjunción de estos factores no se evidencie de forma tan clara, pero a día de hoy resultan evidentes varias cosas: la Gran Guerra provocó la quiebra del sistema liberal, o al menos una pérdida de confianza muy acusada de una parte sustancial de la ciudadanía, y esto tuvo que ver entre otras cosas con el dislocamiento de las economías nacionales a causa del grave endeudamiento y la carestía que generaron tanto el conflicto como la compra de armas. La puntilla llegó con la crisis económica del 29, que se alargó durante los años 30 y que dio lugar a respuestas políticas de todo tipo. Los fenómenos de voluntariado de guerra que observamos a lo largo de ambas décadas, la de los 20 y la de los 30, está directamente relacionada con la búsqueda de salidas económicas ante situaciones desesperadas, aparte de con el afán de aventura o los ideales. Ahí tenemos el ejemplo de los múltiples Freikorps que proliferaron por Alemania y Europa centro-oriental, pero también en el caso de las Brigadas Internacionales, los voluntarios que combatieron en las filas de Franco y, por último, en el caso de los muchos europeos que se unieron a las filas del Eje. En muchos casos, sobre todo a lo largo de los años que van del 18 al 39 la lucha por la definición de fronteras, caso de Silesia, los Países Bálticos o la costa occidental del Asia Menor, o el conflicto entre revolución y contrarrevolución generó un juego de espejos, casi podríamos decir un efecto dominó. Cuando se apagaba el fuego en un escenario la disputa se avivaba en otro, y ahí tenían mucho que ver los intereses geoestratégicos de las grandes potencias, como ocurrió en el caso de la guerra civil española. ¿Qué explica su particular virulencia respecto a otros conflictos de la época (dejando a un lado la crudeza de las guerras civiles rusas en los 20)? Básicamente la resistencia de unas clases populares organizadas en partidos y sindicatos que al contrario de lo ocurrido en Italia, Austria o Alemania ya sabían a qué se iban a enfrentar y se lanzaron a la calle el 18 y el 19 de julio del 36 para parar el golpe con una huelga general armada. Aún con todo, cabe recordar que hay autores como Luigi Fabbri que hablan de una auténtica guerra civil en la Italia de primeros de los 20 antes de la llegada al poder del fascismo, lo mismo que en el caso de Austria, donde hubo una resistencia obrera de pocos días seguida de una durísima represión. Pero es que antes, en Alemania había habido todo un sexenio revolucionario con enfrentamientos muy sangrientos entre fuerzas obreras y contrarrevolucionarias en diferentes núcleos industriales y urbanos del país, y en Hungría había habido una intervención militar de Rumanía para atajar la revolución de Bela Kun. Todos estos conflictos o enfrentamientos más o menos virulentos, aunque siempre acompañados de represiones salvajes, vinieron posibilitados por la pérdida de control sobre el armamento de los combatientes y los arsenales de cuatro imperios derrotados como fueron el alemán, el ruso, el austrohúngaro o el turco.

La cuestión en el caso de los conflictos internos y guerras civiles que tuvieron lugar bajo el paraguas de la Segunda Guerra Mundial es muy similar a la que mencionábamos más arriba en referencia a los conflictos de la segunda mitad del siglo XX: una potencia extranjera ocupa un país, con las destrucciones y muertes que comporta o la subordinación de la economía nacional a los intereses del ocupante. En muchos casos una salida (puede que a veces la única) para ganar un buen salario y mantener a tu familia era ir a la guerra como voluntario. Eso no quiere decir que no haya gente que se alistara por convicciones, ni tan siquiera que las motivaciones económicas excluyeran a las ideológicas en ningún caso. Las razones de los hombres para ir a la guerra son muy variadas, al menos cuando no lo hacen como conscriptos, y la movilidad de individuos integrados en unidades militares, paramilitares y parapoliciales es fundamental para entender la guerra como fenómeno “contagioso”. Por poner un ejemplo sumamente que no ha tenido presencia en nuestro libro, el caso de la guerra civil entre polacos y ucranianos de las regiones fronterizas de Galitzia y Volinia habría sido imposible sin el estallido de un conflicto generalizado como fue la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por la gran dispersión de arsenales militares que comporta en el marco de retiradas y derrotas. Sin ir más lejos, los alemanes fueron quienes armaron a sus “aliados” ucranianos o bálticos para realizar misiones de control y vigilancia en la retaguardia, sobre todo porque no tenían recursos suficientes para hacerlo por sí mismos. Y lo mismo puede decirse respecto a las políticas del Eje en los Balcanes entre 1941 y 1944, donde Italia no dudó en armar a los ultranacionalistas serbios (Chetniks) y Alemania a sus aliados croatas. En este sentido, el ejército yugoslavo se rindió en pocos días, pero sus arsenales y armas cayeron en manos de los más diversos grupos e individuos, algo que contribuye a explicar el fenómeno de la resistencia partisana liderada por Tito.

Desde luego, cabe señalar que como ocurre con casi todo este no es un fenómeno exclusivo de la contemporaneidad, y lo decimos desde la humildad, porque posiblemente los y las contemporaneístas sean los historiadores que menos miran hacia otras épocas, algo que sin duda nos ayudaría a matizar y afinar muchos juicios e interpretaciones. Para cualquier amante de los clásicos bastará con remitirse a la “Anábasis” de Jenofonte si quiere dar cuenta de la gran movilidad interterritorial de hombres especializados en la guerra, algo favorecido por la demanda. Los compañeros y compañeras de otros ámbitos han trabajado estos temas a fondo para otras épocas, y en este sentido para nosotros la Revista Universitaria de Historia Militar ha sido fundamental a la hora de aunar reflexiones y ver que las formas de hacer la guerra cambian, pero en muchos de sus aspectos las continuidades son evidentes.

davidalegre-(7).jpg-No “se cerraban” bien los conflictos si es que pueden cerrarse bien las guerras o conflictos, ¿es así?; ¿por qué?

-Es que la propia idea de cerrar un conflicto armado de gran intensidad es tan compleja –y casi diríamos ingenua– como la de intentar regular la guerra con leyes internacionales, tal y como se intentó con las Convenciones de Ginebra y otras legislaciones emanadas de la ONU durante las últimas décadas. Se trata de un tema difícil porque los promotores de la paz son en muchas ocasiones corresponsables en el estallido y duración de las guerras a las que tratan de poner fin, tal es el caso de ciertos países de la Unión Europea en los Balcanes durante los años 90, que apostaron firmemente por la independencia de Croacia y Eslovenia, al tiempo que enviaban asesores militares y armamento. Por señalar algo que no habíamos apuntado en la pregunta anterior, una guerra moderna en países del llamado Tercer Mundo, como pueda ser ahora el caso de Siria, resulta insostenible sin la cooperación activa de potencias militares extranjeras, sean cuales sean sus intereses. Eso mismo vale para la guerra civil española, donde no habría podido haber enfrentamientos más allá de unas pocas semanas de no haber mediado la ayuda extranjera.

Tampoco hay que olvidar que los diplomáticos, negociadores y representantes políticos trabajan sobre planos en una mesa donde no falta de nada, por muchas que puedan ser las diferencias entre ellos, pero la puesta en marcha de un armisticio o unas negociaciones de paz no comportan por sí solas el final de una guerra. El mejor ejemplo de ello son las negociaciones de París de 1919, donde mientras se decidía el futuro de Europa alemanes y polacos se enfrentaban por Silesia, los Países Bálticos luchaban por su independencia y los griegos trataban de hacerse con una gran porción de Anatolia. Con esto queremos decir varias cosas: cuando un conflicto de alta intensidad se activa y no se produce una derrota total del vencido con ocupación incluida –cosa difícil por lo general– este suele cobrar vida propia, sus ascuas pueden provocar un incendio en cualquier región donde se den las condiciones adecuadas. Y aún con todo, decíamos que es difícil llevar a cabo una “pacificación” o “cierre” a los conflictos incluso cuando media una ocupación militar del territorio, tal y como le ocurrió a los soviéticos en muchos lugares de Europa oriental, incluida la Ucrania occidental o los Países Bálticos, o a las autoridades yugoslavas, que hubieron de enfrentar resistencias armadas de carácter anticomunista durante no pocos años. Eso es algo de lo que nos habló en su día José María Faraldo en su obra “La Europa clandestina”.

Al fin y al cabo, las armas pueden callar –y raramente lo hacen del todo–, pero los efectos de los enfrentamientos armados persisten durante muchos años, a veces durante décadas. Poner en marcha la reconstrucción física de amplias regiones devastadas, reactivar la vida económica empezando de cero, poner en marcha haciendas y negocios arruinados por la muerte de los encargados de explotarlas, rehacer las relaciones comunitarias rotas por la violencia… Todas ellas son cuestiones extremadamente complejas de gestionar que suelen explicar el estallido de nuevos conflictos cuando no se ha producido una derrota incondicional del enemigo, caso de lo ocurrido en España con la República o en la Segunda Guerra Mundial con Alemania o Italia. Y aún con todo el franquismo hubo de enfrentar una guerrilla que sin llegar a ser una amenaza real para su existencia le provocó quebraderos de cabeza durante años afectando a su prestigio. En el caso de las relaciones intracomunitarias rotas por la violencia el mejor ejemplo del fracaso o la imposibilidad de “cerrar las heridas” es la propia Bosnia-Herzegovina, donde la única solución viable acabó siendo dividir a las diferentes comunidades en dos repúblicas diferenciadas, una croata-musulmana y otra serbia, y aún con todo en ciudades como Mostar la separación comunitaria en barrios diferenciados es una realidad lacerante y diaria. En la mayor parte de los casos, y a pesar de los compromisos internacionales adquiridos en los Tratados de Dayton, la vuelta de los que fueron expulsados de sus hogares en las operaciones de limpieza étnica ha sido básicamente imposible, ya sean serbios de la Krajina croata o Herzegovina o musulmanes y croatas de la actual República Srpska. Por eso insistimos una vez más: la realidad sobre el terreno escapa a los mejores propósitos de los negociadores.

-Se habla mucho de cómo se gestionó la posguerra de la I Guerra Mundial o Gran Guerra. ¿Qué nos podéis comentar?, ¿Qué parte causal guarda la Segunda Guerra Mundial con la Primera y “ese mal cierre”?

-Este es un tema complejo y muy mitificado, en parte porque el discurso alemán de entreguerras, promovido por una potentísima maquinaria propagandística durante años, consiguió calar en una parte sustancial de la opinión pública internacional hasta el punto de que hoy forma parte del imaginario popular y hoy resulta muy difícil contrarrestarlo. De hecho, es curioso que a pesar del buen trabajo que se ha hecho a nivel historiográfico sigan persistiendo tantos mitos en torno a la Alemania nazi, lo cual nos da una idea del poder de atracción que sigue ejerciendo y del altavoz que consiguió durante los doce años que duró. Ya no solo se da por hecho que el Tratado de Versalles fue extremadamente lesivo para Alemania, haciéndose pasar a este como causa directa de la Segunda Guerra Mundial, sino que todavía se habla del milagro económico nazi, de su genio militar o de las Waffen-SS como unidades superiores a las de la Wehrmacht en capacidad combativa. La historiografía ha echado abajo todos estos mitos, y lo sigue haciendo, pero por alguna razón no consigue que sus trabajos e interpretaciones calen en la sociedad, y yo creo que esto tiene mucho que ver con el tipo de cultura que se consume: documentales, películas y novela histórica muy comerciales, así como los videojuegos.

Yendo al grano tras esta pequeña disquisición una comparación puede ser útil para comprender la dimensión real de lo que supuso el Tratado de Versalles para Alemania: las reparaciones de guerra y las condiciones impuestas por dicho país a Francia tras la llamada guerra franco-prusiana (1870-71) fueron económicamente más duras en términos proporcionales, y la economía francesa de 1871 era mucho más pequeña y débil que la alemana de 1919. Quien ha trabajado bien sobre esta cuestión, como por ejemplo Sally Marks, ha demostrado sobradamente que Alemania contaba con los medios necesarios para poder pagar, pero que nunca tuvo intención de hacerlo. Al final se acaba imponiendo una realidad muy sencilla: un tratado de paz nunca suele contentar a nadie, y menos cuando los vencedores, como fue el caso en 1919, son incapaces de hacer la derrota evidente para el vencido, a la par que reacios a forzar las cláusulas del tratado. Lejos de poner a Alemania al borde del abismo el Tratado de Versalles no impidió que siguiera siendo el estado política y económicamente más poderoso del continente, así como tampoco que dejara de serlo potencialmente a nivel militar. Es más, muchas de las cargas e imposiciones impuestas por el tratado fueron levantadas a los pocos años. Desde luego, un factor clave a la hora de crear una sensación de agravio generalizada entre los alemanes o el mito de la puñalada por la espalda (según la cual fueron los socialdemócratas que fueron a las negociaciones de Versalles los que vendieron al país cuando todavía estaba en condiciones de combatir) fue que los Aliados no hicieron efectiva su victoria total mediante un desarme del ejército alemán y la ocupación parcial o total del país, que habría evidenciado ante la sociedad germana la realidad.

Desde luego, hay otros puntos importantes, siendo el más importante dentro de la falta de unidad de acción de los vencedores la derrota de Wilson en las presidenciales de 1919, mientras se celebraban las conferencias de paz. Al fin y al cabo había sido él quien había inspirado los principales puntos del tratado, y al entrar Estados Unidos en una política aislacionista las negociaciones y la gestión de la paz recibieron un golpe muy duro. Hay que pensar que ya por aquel entonces se perfilaba como la principal potencia y era de hecho el acreedor mundial más importante (había financiado en buena medida los esfuerzos de guerra de Francia y el Reino Unido). Además de todo esto hay que pensar que en muy poco tiempo, y con pocas garantías para hacerlo efectivo, hubo de reordenarse un mapa de Europa especialmente intrincado en su parte centro-oriental y suroriental, especialmente tras la desaparición de los entes imperiales sobre los que se había sostenido. El principio de autodeterminación enarbolado por Wilson como principio básico para ese reordenamiento podía ser relativamente funcional en una Europa occidental bastante homogénea, pero no en la otra mitad del continente, donde dentro de una misma región como Galitzia, Bucovina, Dalmacia, el Bánato o Transilvania convivían multitud de comunidades lingüísticas diferentes. Así pues, podría decirse que cada actor político tomó los principios básicos del Tratado a la carta, de ahí que el principio de autodeterminación fuera el más invocado por los nacionalistas de toda Europa en favor de sus reivindicaciones territoriales, desde la propia Alemania a Polonia pasando por Hungría, Italia o Grecia. De hecho, al tiempo que se negociaba la paz se seguía combatiendo en diferentes lugares del continente, cada uno con su propia agenda política y territorial.

En último término, comparar la primera con la segunda posguerra mundial también es muy útil a la hora de buscar respuestas, aunque nos puede llevar a engaños si no conocemos bien ambos casos. En el segundo caso hubo una ocupación militar, partición y gestión efectiva del territorio alemán por parte de los Aliados y la Unión Soviética, al tiempo que la sociedad pudo cobrar plena conciencia de su derrota total al haberla vivido en carne propia. Esta fue seguramente la mayor garantía para la implementación del Tratado de Potsdam, que es el que definió las líneas del futuro europeo. En cualquier caso, como cualquier compromiso este no contentó a todos, y bien podría haber fracasado a la luz de los hechos, si bien esta vez no a causa de Alemania, sino de las disputas entre la Unión Soviética y los Aliados por las esferas de influencia en el continente. En cualquier caso, lo que queremos decir es que la contingencia siempre es fundamental, que no tiene sentido establecer teleologías y tender una línea de continuidad entre el Tratado de Versalles y la Segunda Guerra Mundial. De hecho, Alemania experimentó un periodo de estabilidad desde mediados de los años 20 hasta el año 1930-31, cuando los efectos de la crisis del capitalismo azotaron con más fuerza al continente. Fue entonces, nunca antes, cuando el Partido Nacionalsocialista consiguió sus máximos resultados electorales y ya en 1933 cuando el Presidente de la República ofreció a Hitler la formación de un gobierno con él como canciller. A partir de ahí la historia es bien conocida: sin la crisis económica y la llegada al poder del proyecto ultranacionalista y expansionista capitaneado por Hitler y respaldado por agencias gubernamentales y parte de la sociedad alemana es posible que nunca hubiera habido guerra. Antes de esto, las causas de la hiperinflación no tuvieron tanto que ver con el Tratado de Versalles como con la herencia de una economía completamente desarticulada por el esfuerzo de guerra ingente realizado por el país entre 1914 y 1918, que en buena medida vino financiado y sostenido por la emisión de papel moneda sin apenas valor. Así pues, más que los tratados en sí lo que vemos es las dificultades para gestionar no ya una guerra total, sino sus devastadoras consecuencias a todos los niveles.

En definitiva, no se puede culpar de ningún modo al Tratado de Versalles de la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso puede decirse que pudo poner las condiciones para que al estallar el conflicto fuera mucho más virulento y complejo que el anterior, siquiera porque fue entonces cuando el concepto de autodeterminación alcanzó su paroxismo y fue llevado a la práctica con mayor celo en un escenario sumamente complejo a nivel étnico-cultural.

davidalegre-(2).jpg-Por todo lo que se desprende de desestabilización social, desde o alrededor de los conflictos, estos derivaron también en conflictos internos, ¿verdad?, ¿Cómo y de qué manera?

-Ya lo comentábamos más arriba, el desencadenamiento de una guerra total entre dos o más estados, como por ejemplo la Gran Guerra o la Segunda Guerra Mundial, comporta la ocupación de territorios o países enteros a manos de una o más potencias extranjeras. Es crucial hacerse a la idea de lo que implica algo así, y lo decimos siempre conscientes de que las políticas de ocupación pueden ser muy diversas, incluso por parte de la misma potencia en un mismo conflicto, dependiendo de cuáles sean sus intereses político-económicos y su visión de la población que reside en la zona ocupada. El mejor ejemplo es la propia Alemania nacionalsocialista: sus políticas de ocupación varían mucho, desde el establecimiento de estructuras burocráticas propias para el control y explotación del territorio, como los Reichskommisariate Ostland y Ukraine; las zonas de la inmediata retaguardia del Frente Oriental, controladas por la Wehrmacht; los regímenes títeres más o menos tutelados, como Noruega o Croacia, aún siendo los dos casos muy distintos, y los regímenes preexistentes tolerados aunque ocupados, como Dinamarca; la zona de ocupación francesa o belga, que conservaron buena parte del aparato burocrático preexistente, aunque siempre bajo la lógica del divide et impera; etc. Los criterios por los que se rige una ocupación son múltiples y muy variados, algo que quedó bien demostrado por Götz Aly en su obra La utopía nazi, donde demuestra las diferentes vías o formas bajo las cuales se llevó a cabo el expolio de la Europa ocupada a manos de Alemania. Lo mismo valdría para Italia en las regiones que ocupó entre 1940 y 1943, desde los valles surorientales del estado francés hasta Eslovenia, Albania, parte de Kosovo o Grecia. En este punto es muy interesante el capítulo de Franziska Zaugg, que nos pone ante uno de esos focos calientes o punto de fricción entre dos imperios, el alemán y el italiano, y sus diferentes maneras de enfocar la ocupación de los territorios de lengua albanesa. Es algo parecido a lo que nos intentaba explicar David Alegre en su capítulo sobre el Estado Independiente de Croacia dentro de “Políticas de la violencia”, que es la obra coordinada por Javier Rodrigo que precede de algún modo a esta. En esos espacios de confluencia y conflicto es donde se generan los principales fenómenos de resistencia, por ejemplo, por la competencia y rivalidad imperial y, también, por las dificultades del terreno.

En cualquier caso, lo que queremos decir con esto es que la entrada de un poder ocupante en una sociedad ajena a este suele dar lugar a un escenario que se repite de forma recurrente: la ruptura de los equilibrios comunitarios preexistentes, con la consiguiente aparición de las tensiones estructurales de cualquier sociedad; el dislocamiento económico por las imposiciones e intereses del poder ocupante, con graves consecuencias a nivel de régimen alimentario y de condiciones laborales; las actitudes colonizadoras por parte del ocupante, con el uso de la fuerza y el abuso como actitudes frecuentes frente a la población autóctona; y, por último, acompañado de todo ello la aparición de arribistas o idealistas que buscan prosperar económica o políticamente al amparo del poder ocupante frente a la de otros sectores de la sociedad más o menos amplios que optan por la resistencia armada frente a los colaboracionistas (el enemigo interno) y los ocupantes. Curiosamente, la resistencia suele ser más cruenta contra los primeros, consciente la resistencia por lo general de que la presencia del poder extranjero no será eterna y que lo más importante es resolver por medio de la violencia armada los conflictos internos y las contradicciones sociales que anidaban en la sociedad, todo ello de cara a imponer sus propias condiciones en una futura refundación de posguerra. Por supuesto, los colaboracionistas buscan lo propio pero bajo el amparo del poder ocupante, ligando para siempre su destino al de este. Esto es en parte lo que explica el estallido de conflictos internos de mayor o menor intensidad y guerras civiles en toda la Europa del 39-50. El vacío de poder, por ejemplo, dada la imposibilidad de la propia Alemania para controlar de forma efectiva los vastos espacios de Europa oriental, unida a la dispersión de fuerzas que escapan de los embolsamientos de la Wehrmacht o quedan rezagadas y la búsqueda de apoyos entre la población local por parte de los alemanes, armando a grupos de los más diversos orígenes como fuerzas paramilitares o parapoliciales, derivaría en cruentas guerras civiles en lugares como la frontera polaco-ucraniana, que se alargarían más allá del año 45 y que precisarían de la intervención del Ejército Rojo. Lo mismo puede decirse con respecto a la ocupación de Bosnia, donde se hizo fuerte la resistencia de los partisanos de Tito y de los nacionalistas serbios ante la incapacidad del régimen croata para sostenerse por sí mismo, en parte por sus propias políticas de la violencia y en parte por la falta de medios de los alemanes.

En cualquier caso, cuando hablamos de conflictividad no siempre hay que pensar en términos de resistencia armada, conflicto interno o guerra civil, sino también de huelgas, como la que tuvo lugar en los Países Bajos en febrero de 1941 frente a la ocupación alemana, que acabó en una brutal represión; o las rebeliones en campos de concentración, como la de . Pero aún hay más: una guerra total pone a prueba las costuras de cualquier sociedad al requerir un esfuerzo enorme de civiles y combatientes, sometidos a condiciones a menudo extremas. Por eso mismo los motines y las huelgas dentro de un país a manos de connacionales tampoco son algo extraño. Ahí está el caso de las obreras de Rolls Royce en el Glasgow de 1943, que reivindicaban el mismo salario que los hombres a una empresa clave para el esfuerzo de guerra británico (allí se producían por ejemplo muchos de los motores de aviación de la RAF); lo mismo podemos decir de los mineros de diferentes regiones del Reino Unido, cuando en 1944 y con la invasión de Francia ya en marcha 200.000 de ellos marcharon a la huelga ante los bajos salarios que percibían; y así muchos otros casos. El caso paradigmático de motines protagonizados por combatientes es el de Francia en abril de 1917, cuando varias decenas de miles de soldados se insubordinaron contra las órdenes de sus superiores. Curiosamente, los amotinados no renegaban de la lucha ni de Francia, sino de las condiciones en que eran obligados a combatir, tanto a nivel de higiene como de vestuario y alimentación, así como del maltrato constante y la desempatía de los oficiales. Su rebelión se hizo en la mayor parte de los casos en nombre de Francia y la dignidad que se presuponía a los valores republicanos que defendían en el campo de batalla frente a los alemanes, así lo observó Leonard Smith en su famoso trabajo “Between Mutiny and Obedience”. Y este caso es más significativo por su magnitud, pero casos aislados de este tipo encontramos a lo largo de todo el periodo y en general a lo largo de toda la historia de la guerra.

-¿Cómo se “reconstruyen” las sociedades después de los conflictos?. Porque las posguerras no dejan de ser conflictos muy sociales y demoledores en los que los vencidos, a menudo, son en parte víctimas y en parte “seres a los que se les otorga el calificativo de villanos” porque la historia la escriben los vencedores…

-Este es un tema sumamente complejo e interesante que cada vez atrae más la atención de los historiadores y las historiadoras. Si reseguimos un poco el hilo de la pregunta anterior la respuesta llega un poco por sí sola. Una guerra total, sea civil o entre estados –aunque a menudo ambas se solapan o van de la mano– como las que tuvieron lugar en la Europa del primer siglo XX, implica un trauma a nivel de violencias, un desgaste comunitario y un sacrificio individual tan grandes que difícilmente los vencedores –o los autoproclamados como tal– no renunciarán nunca al derecho a imponer sus condiciones. Pensemos por ejemplo en la creación del llamado Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (más tarde conocido como Yugoslavia) fruto del Tratado de Versalles: fruto de las vicisitudes del conflicto Serbia había perdido durante la Gran Guerra a más de la mitad de su población masculina, en total hablamos de 1.1 millones de personas sobre una población de 4,5 millones. Evidentemente hablamos de una experiencia de guerra terrible con consecuencias demográficas, sociales, económicas y culturales irreparables a corto-medio plazo. Aparte de otras razones de peso, como la indefensión de los croatas y eslovenos frente a los países vecinos y su propia condición de derrotados como parte de Austro-Hungría, no es extraño que dentro de este nuevo estado multiétnico los serbios reclamaran y ejercieran la primacía política durante la turbulenta existencia de este estado a lo largo del periodo de entreguerras.

Evidentemente el caso del fascismo español vencedor en la guerra civil casi podríamos decir que es una excepción en lo que respecta a la violencia que desplegó contra su propia población, tanto durante como después de la guerra, y lo es tanto en términos cuantitativos como cualitativos. En este caso hablamos de entre 20.000 y 50.000 personas ejecutadas y una población encarcelada de unas 90.000 personas y 170.000 en trabajos forzosos que iría disminuyendo con los años, a lo cual hay que sumar la marginación social en comunidades pequeñas, la mendicidad y muerte de muchos de los que se vieron obligados a emigrar a la ciudad para escapar de la persecución, los suicidios, la desnutrición, las enfermedades mentales, etc. El rastro de una guerra total, y máxime aún si hablamos de una guerra civil, es indeleble y omnipresente. No hablemos ya en lo referido a la destrucción de infraestructuras básicas y viviendas, y siempre pensando en estados cuya economía ha sido virtualmente destruida por la guerra. Esto obligó a las comunidades de vecinos a colaborar y autogestionar las reconstrucciones, arreglándoselas cada uno con lo suyo como mejor podía.

Casi todo lo apuntado aquí vale para el conjunto de la Europa de las dos posguerras: economías domésticas rotas por la muerte en combate o el asesinato de uno, varios o todos los varones; economías locales enteras desarticuladas por la falta de mano de obra, dando en muchos casos lugar al comienzo del declive del mundo rural que ya se había hecho evidente por los efectos del capitalismo desde finales del siglo XIX; conflictos intracomunitarios muy graves por la obligación de compartir una misma vivienda varias familias (pensemos por ejemplo que en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial 24 millones de personas perdieron sus hogares); gestión de los alimentos para favorecer a unos en detrimento de otros; corrupción y mercado negro. Todo esto es la norma en cualquier posguerra. Una forma muy simple de comprender los efectos de la guerra total es darse una vuelta por cualquier región de Francia, recorrer en coche pueblo tras pueblo y mirar los listados de caídos de la Gran Guerra y cotejarlos con la población de cada población previa a agosto de 1914: el resultado es escalofriante, parecido en muchos casos al de la plaga de pestes del siglo XIV, con su hito fundamental en 1348. En definitiva, sí, la posguerra es una lucha por la supervivencia que muchas veces no es más que una prolongación de la vivida en los años de conflicto, eso sí, sin la amenaza de los bombardeos aéreos y los combates (a veces ni eso).

Por lo demás, sí, el triunfo en una guerra total donde se ha producido una evidente fractura social –a veces como decimos en forma de guerra civil– hace que los vencedores elaboren mitos refundacionales de la comunidad nacional a los que puedan adscribirse una mayoría de individuos y que al mismo tiempo contribuyan a lavar los trapos sucios: la derrota militar y el colaboracionismo, haciendo de este un fenómeno minoritario. Tal fue el caso del llamado resistencialismo en tres casos paradigmáticos como los de Francia, Yugoslavia e Italia, países estos dos últimos que vivieron cruentísimas guerras civiles en buena parte de su territorio. Tal mito defendería que la nación se habría alzado en armas de forma mayoritaria contra el ocupante y por sus libertades, estableciendo por sistema una negación pública del colaboracionismo y la aceptación de este, lo que en Francia se ha llamado el Síndrome de Vichy. Sin ir más lejos, la legitimidad del poder omnímodo de Tito y de su régimen socialista se fundamentaría hasta su muerte en 1980 y la disolución de Yugoslavia en 1991 sobre la victoria de sus partisanos contra los ocupantes y colaboracionistas, siendo los únicos en conseguirlo sin intervención armada directa de una fuerza militar externa. Curiosamente hoy en día la mayor parte de los impresionantes monumentos en honor a los partisanos yugoslavos, en su momento centros de culto y celebración, se han convertido en espacios que ya no significan nada para los más jóvenes, que acuden allí de botellón al estar abandonados y tragados por la vegetación (pensamos por ejemplo en el de Mostar, una población particularmente perjudicada por la guerra).

Sin embargo, a pesar de la negación del colaboracionismo necesaria para la reconstrucción de un orden social en la posguerra, millones de personas en toda Europa sufrieron la apertura de causas por colaboración con el Eje. Algunos historiadores calculan que entre el 2 y el 3% de la población continental. Sin ir más lejos, en Yugoslavia fueron ejecutadas hasta 60.000 personas acusadas de fascismo, por lo general croatas católicos –aunque también bosnios musulmanes– que se refugiaron en Austria ante el avance partisano al final de la guerra y que fueron entregados a las nuevas autoridades yugoslavas. Estos sucesos se conocen como la Masacre de Bleiburg, y en buena parte se concentran en los meses finales de la primavera de 1945. Si vamos al caso francés o italiano el número de muertes extrajudiciales por supuesto colaboracionismo alcanza los 8.000-10.000 y los 10.000-15.000 muertos, todo ello en el marco de los meses finales de la guerra. A partir de ahí se inició el proceso de depuración legal, con números variables dependiendo de los países, pero que en Francia dejó 44.000 condenas (unas 1.500 conllevaron pena de muerte ejecutada); con países como Bélgica, Países Bajos o Noruega que ni tan siquiera tenían una maquinaria judicial suficiente como para abordar el número de casos y denuncias; otros países como Italia sorprenden por la virulencia de la violencia extrajudicial y la práctica ausencia de depuraciones legales. A partir de ahí vendrían las amnistías, que se extenderían de 1946 a 1953, dependiendo de países.

Y aunque hemos hablado de Yugoslavia en particular, mención especial merece lo ocurrido en Europa centro-oriental durante la posguerra, donde se llevaron a cabo políticas de ingeniería social y étnica masivos. Por decirlo de manera rápida y clara, los líderes políticos de los países surgidos de la guerra reclamaron a los Aliados y obtuvieron de ellos la “simplificación” u “homogeneización” del territorio bajo el control de sus estados, lo cual pasaba por acabar con el “problema” de las minorías, es decir, la expulsión de millones de personas cuyos ancestros a menudo habían vivido allí durante siglos. Los dirigentes polacos y checoslovacos fueron los principales interesados en estas medidas, bajo la creencia de que las poblaciones de habla alemana que habitaban dentro de sus fronteras (las de Polonia incluían territorios del estado alemán previo al año 1939, como Pomerania, Prusia y Silesia) serían un problema de seguridad interna constante que cabía atajar de raíz. Muchos de los residentes en dichos territorios o bien ya habían huido hacia el Oeste ante el avance del Ejército Rojo o fueron expulsados en el marco de acciones más o menos espontáneas de grupos ciudadanos y de las resistencias de cada país. Finalmente, la Conferencia de Potsdam, donde se delimitó a grandes trazos la faz de la Europa de posguerra, sancionó la expulsión de 3 millones de personas de habla y cultura alemana en Bohemia y Moravia, fundamentalmente de los Sudetes, regiones todas ellas que componen la actual Chequia y 8 millones de alemanes que habrían quedado dentro de las nuevas fronteras polacas, desplazadas al oeste por la anexión soviética de toda la Polonia oriental. Lo mismo se hizo con 250.000 personas de cultura alemana residentes en Hungría, que a cambio recibió a 600.000 húngaros deportados desde Eslovaquia. Sin embargo, bajo la acusación de colaboracionismo y de manera extrajudicial o no sancionada por los tratados internacionales muchas comunidades pertenecientes a minorías de habla alemana, húngara o italiana fueron encarceladas, asesinadas o expulsadas, como ocurrió con 300.000 de los primeros en Yugoslavia y 150.000 en Rumanía, o con unos 300.000 italianos de Dalmacia.

Es más, todas estas iniciativas para la reordenación del mapa étnico de Europa no solo deben entenderse en el marco más amplio de las propias políticas de la Unión Soviética para la consolidación de sus fronteras occidentales, lo cual implicó el desplazamiento forzoso de un millón y medio de polacos del este del país, ocupado ahora por los soviéticos, con destino a las nuevas fronteras occidentales en Silesia y septentrionales en Prusia; el desplazamiento de medio millón de finlandeses de Carelia y otras regiones septentrionales de la Unión Soviética a Finlandia; la deportación hacia el interior del país de más de 200.000 bálticos. El vacío dejado por estas deportaciones fue cubierto con el desplazamiento de dos millones y medio de rusos a las nuevas regiones occidentales de la Unión Soviética, desde Carelia y Estonia hasta Moldavia, caso este último que contribuye a entender los orígenes del actual conflicto larvado de la Transnistria. Esta operación de seguridad interna había sido iniciada ya en la parte final del conflicto con la deportación de los tártaros de Crimea, los chechenos e ingusetios a Asia Central, en estos dos últimos casos cerca del medio millón de personas. Finalmente, sería culminada con la deportación de los dos millones y medio de prisioneros de guerra soviéticos que habían sobrevivido a los campos de concentración y a los trabajos forzosos en Alemania y los territorios ocupados por esta, siempre bajo la acusación de traición amparada en la orden “ni un paso atrás” de Stalin.

En definitiva, hemos considerado necesario realizar este análisis para responder con todas las garantías a la pregunta de cómo se reconstruyeron las sociedades europeas de posguerra y qué tipo de conflictos siguieron coleando en el momento posterior al conflicto. Se trata de un ejercicio útil compararlo con el mapa que dibujábamos al hablar del reordenamiento propuesto por Versalles y los problemas planteados por dicho Tratado. Esto nos hace pensar que en buena medida Potsdam supuso hacer viable políticamente parte de lo pactado en Versalles. De hecho, los países que conocemos hoy, especialmente en Europa centro-oriental, son el resultado de un proceso extremadamente traumático de matanzas, expulsiones salvajes y deportaciones que en muchos casos se extendió hasta principios de los años 50, y que comportó un número de pérdidas humanas difícil de cuantificar por los problemas de desabastecimiento y la falta de infraestructuras. Tanto fue así que en muchos casos muchos de los estados implicados fueron incapaces de culminar sus objetivos, de tal modo que muchos miembros de las minorías hubieron de mimetizarse dentro de la cultura y lengua dominantes dentro de cada país, desapareciendo de un plumazo gran parte del legado histórico-patrimonial del continente. Sin embargo, parte de esa cultura y la memoria del desastre quedó a salvo gracias a la obra de escritoras como Herta Müller, Premio Nobel de Literatura en el año 2009 y miembro de la comunidad germanohablante de los llamados Suabos del Danubio, en el Banato rumano. Por lo demás, vale la pena recordar una de las escenas finales de la película “Zavet”, del prestigioso director sarajevita Emir Kusturica, donde un anciano le preguntaba a otro en medio de un delirante tiroteo si acaso había llegado la Tercera Guerra Mundial, a lo cual el otro le contestaba que allí aún no había acabado la Segunda.

-Desde ese lado de la trinchera que gana una contienda –si es que se puede ganar una contienda–, es decir, desde el lado de los vencedores pocas veces se sabe gestionar “esa especie de hegemonía” que da u otorga la victoria, ¿es así?, ¿cuesta más “saber ganar o saber perder” en las guerras?

-En este caso hablamos de la época de la irrupción de la guerra total, que entre otros atributos se caracteriza por buscar la rendición incondicional del enemigo por todos los medios, a cualquier precio. En este sentido, vencer al enemigo supone hacerlo de manera total e irreversible para imponerle tus condiciones de acuerdo con los que consideras son tus intereses en tanto que vencedor. Ante una guerra de estas características, el derrotado no tiene más remedio que aceptar hechos consumados. Quizás, de forma un tanto sorprendente, una excepción en todo el periodo fue el Tratado de Versalles, que no desmanteló el potencial de Alemania como agente perturbador de la estabilidad política en Europa, algo que sí se hizo con los imperios otomano o austro-húngaro, desmantelados como sujetos político-militares. De hecho, es algo que seguramente también hubiera ocurrido con el ruso de haber tenido alguna potestad o capacidad de maniobra sobre sus territorios, por entonces sumidos en cruentas guerras civiles que se alargarían hasta mediados los años 20. Y esto mismo, que vale perfectamente para los conflictos de la primera mitad del siglo XX, ocurrió también con mucha de las guerras de la segunda mitad de la centuria o acabadas entonces, desde China (1927-49-50); a Corea (1950-53), que acabó con la división del país en un estado socialista y otro capitalista; pasandopor Vietnam (1955-75), donde el norte socialista acabaría anexionando el sur, aliado del bloque capitalista; o, también, por las guerras yugoslavas (1991-2001) o los conflictos como el del Nagorno Karabaj (1988-94), donde la limpieza étnica se convirtió en un instrumento esencial para el control del territorio conquistado mediante su homogeneización.

En todos los demás conflictos interestatales del periodo la realidad fue diferente de lo que ya hemos visto para el Tratado de Versalles, y los ejemplos de la época son innumerables. Si vamos por ejemplo al caso de las guerras balcánicas de 1912 y 1913 estas se saldaron con ganancias territoriales significativas para Grecia, Serbia y Bulgaria a costa del Imperio otomano, lo cual comportó la puesta en marcha de políticas de colonización y nacionalización de las poblaciones autóctonas tras la anexión de las conquistas. A nivel interno lo mismo ocurriría en los territorios de los nuevos estados surgidos de la Gran Guerra y los años posteriores a esta, como Polonia, Checoslovaquia, Rumanía o Yugoslavia, con políticas a veces muy agresivas que comportaron tensiones sociales y políticas de mayor o menor intensidad, muchas de las cuales acabarían alimentando el colaboracionismo en la Segunda Guerra Mundial. El caso más evidente en este último aspecto fue Croacia, a pesar del grado de apoyo relativamente minoritario que tuvo el estado títere creado por el Eje. Por lo demás, los conflictos locales o regionales y las guerras civiles entre los sectores sociales y contrarrevolucionarios, desde la Alemania y la Italia de posguerra hasta la guerra civil española, pasando por la finlandesa y muy especialmente también la rusa, comportaron una gran virulencia en los combates y altos grados de violencia y represión contra el vencido. Allá donde fue posible por su hegemonía política, revolucionarios y contrarrevolucionarios impusieron sus condiciones a los vencidos, caso de la Unión Soviética, Italia, Finlandia o España, llegando a expulsarlos del cuerpo social mediante los más diversos medios: el hambre, la depuración, el terror, los trabajos forzosos, el encarcelamiento o la ejecución.

A nivel interno, en la reconstrucción político-social asociada a los procesos de transición política, las depuraciones que tuvieron lugar en la Europa occidental durante la segunda posguerra mundial, las amnistías y los mitos refundacionales del resistencialismo permitieron reintegrar en la sociedad a casi todo aquel que lo quiso, siempre y cuando aceptara las nuevas reglas del juego democrático, creyera en él o no. Quizás el mejor ejemplo de esto último fuera la República italiana, y el neofascista Movimiento Social Italiano fundado en 1946 la más clara encarnación de la capacidad de la contrarrevolución para reinventarse y aprovechar las facilidades. Aquellos que no aceptaran el nuevo escenario político sencillamente quedaron reducidos a la marginalidad. La posguerra como ya hemos visto fue muy diferente en Europa centro-oriental. En estos casos, el colaboracionismo primero y más tarde la acusación de “contrarrevolucionario” fueron utilizados como instrumentos del poder para la construcción de comunidades nacionales homogéneas y sistemas socialistas de organización socio-política y económica, siempre mediante la nacionalización, represión, expulsión o eliminación de los elementos indeseables. Es decir, no hubo una sola posguerra en lo que se refiere al modo de ganar la guerra y gestionar la victoria: esto dependió mucho del área de influencia dentro del nuevo orden sobre el que se construirían los lineamientos de la Guerra Fría y del país en cuestión, sus equilibrios internos y sus problemas específicos. Sin embargo, la principal diferencia respecto a la posguerra anterior en Europa fue el desmantelamiento del poder político-militar de Alemania sobre el continente, al quedar esta desmilitarizada, privada de sus regiones orientales, de Austria y cuarteada en cuatro zonas de ocupación diferentes. Lo mismo ocurrió con Japón, un agente de desestabilización en Asia oriental para los intereses occidentales, que fue ocupado hasta el año 1952 por las tropas aliadas y privado de sus colonias en Taiwan, Corea o Manchuria.

-¿Qué factores se dieron para que el continente europeo conociese y viviese en sus tierras, valles, bosques, playas, cielos y ciudades en esa primera mitad de siglo dos guerras mundiales tan desgarradoras y, además de conflictos internos como la Guerra Civil Española, la Revolución Rusa?

-A nuestro parecer, y simplificando de forma inevitable, los factores que hicieron posibles estas guerras en Europa fueron en muchos casos los mismos que explican los conflictos que tendrían lugar durante la segunda mitad del siglo XX por todo el mundo, aunque existe un claro parteaguas entre un periodo y otro. En buena medida, lo que diferencia ambos periodos en el modo de hacer la guerra y en los escenarios en que esta tiene lugar es la aparición de la bomba nuclear, que no por nada es la imagen de fondo de la portada de nuestro libro. En este caso se trata de “Little Boy”, el nombre que recibió la primera bomba atómica, en este caso la que fue lanzada por Hiroshima, que más tarde sería copiada en su diseño por los soviéticos con su RDS-2, probada en 1951, dos años después de explotar su primera arma de estas características.

Como suele ocurrir en cualquier conflicto que se precie existen causas o explicaciones a diferentes niveles. El hecho de que las dos grandes guerras mundiales se dirimieran en Europa –sin que ello implique olvidar las implicaciones que tuvo en otros continentes como Asia oriental y sudoriental o África– tuvo mucho que ver con dos cuestiones fundamentales. En primer lugar hay que destacar las luchas por la hegemonía político-económica, más aún en un mundo donde lo reducido de los estados del Viejo Continente hacía que estos fueran perdiendo peso económico-financiero a marchas forzadas en favor de los Estados Unidos. Al fin y al cabo, el gigante americano era un país con un potencial tremendo en todos los aspectos, por su propia vastedad y riqueza en materias primas, y mucho más integrado a nivel territorial, económico y humano que las metrópolis europeas y sus vastos pero lejanos imperios coloniales, muy difíciles de gestionar. A la par de todo esto y en segundo lugar, un factor fundamental en el desencadenamiento de ambos conflictos tuvo mucho que ver con el impacto imparable del capitalismo y la modernidad a nivel global, especialmente a partir del último tercio del siglo XIX, cuando se produjo la crisis económica finisecular. En este momento se puso de manifiesto la incapacidad de las economías europeas para competir a nivel agro-ganadero con nuevas potencias del sector, como Australia, Argentina o los propios Estados Unidos, cuyos productos supusieron la ruina y el hundimiento de muchos medianos-pequeños propietarios del continente. El caso de campesinos y clases populares depauperadas de Alemania que decidieron probar suerte al otro lado del Atlántico es paradigmático, pero algo muy similar ocurrió en Italia y también en España, que vio marchar a decenas de miles de personas al Oranesado y a Latinoamérica. En cualquier caso, como decíamos, es posible que Alemania fuera el país que más acusara esta situación, algo que además hizo desde una posición económico-militar de relativa fortaleza que le pudo permitir poner en cuestión los equilibrios políticos en el continente europeo para poder competir en un futuro con el Reino Unido y los Estados Unidos. Otros sujetos políticos como los imperios austro-húngaro u otomano se aliaron con Alemania con la esperanza de que una eventual victoria en una guerra europea crearía el escenario adecuado para su supervivencia, algo que parecía estar en cuestión por el auge del nacionalismo y los proyectos democráticos o revolucionarios en su seno. En este sentido, a esos dos niveles tenemos unas causas estructurales, podríamos decir, que condicionaron sobremanera lo ocurrido en Europa en la primera mitad del siglo.

En este sentido, el diagnóstico y respuesta de la derecha conservadora alemana respecto a la posibilidad de obtener un “espacio vital” a costa de los territorios de Europa Oriental tenía mucho sentido dentro de esta sensación de decadencia social y económica no ya inminente, sino hasta cierto punto real. El nacionalsocialismo y Hitler no hicieron otra cosa que heredar y llevar a cabo una idea que ya había sido ensayada de algún modo durante la Gran Guerra en los territorios del llamado Ober Ost. Este agregado territorial bajo mando militar integró desde 1915 las regiones nororientales de Polonia y otras porciones de Lituania, Letonia y Bielorrusia para una explotación intensiva de sus recursos, siempre con la vista puesta en una futura anexión al imperio alemán. Dicho proyecto frustrado fue llevado al paroxismo por el Tercer Reich entre 1939 y 1945, con la dominación de Bohemia y Moravia, Polonia y las vastas extensiones de territorios ocupados en la Unión Soviética, destinados a conformar un imperio continental que debía convertirse en la nueva Meca de la emigración europeo de origen germánico. Se trataba de hacer del Este europeo el nuevo Oeste estadounidense, para así explotar sus inmensas riquezas naturales y crear un inmenso espacio de seguridad que hiciera a Alemania no ya solo invulnerable ante cualquier otro poder, sino capaz de competir con el potencial militar e industrial estadounidense. En este sentido, el proyecto político nacionalsocialista era resultado de la crisis del capitalismo y la modernidad hasta sus últimas consecuencias, de ahí su radical modernidad, su ambición y su alcance. En cualquier caso, y ello no deja de ser ilustrativo, Tim Mason ya demostró en los años 70 que el Tercer Reich fue a la guerra por la amenaza de dislocamiento y quiebra de la economía alemana a causa de las exigencias del programa de rearme, el fracaso de algunas de sus facetas por falta de recursos y personal especializado o el descontento de la clase trabajadora por el progresivo descenso de los niveles de vida. Así fue como a ojos de Mason, en teorías que desarrollaría por su parte Götz Aly en “La utopía nazi” y otros trabajos, la guerra cobró vida propia a causa del agotamiento de la economía alemana y su peligro de colapso, que empujó a su cúpula político-militar a una constante huida hacia delante de conquista, explotación y saqueo económico que mantuviera viva la industria y altos los niveles de vida. Visto fríamente, además de responder al clásico análisis de lucha por la hegemonía política la guerra alemana encuentra explicación en problemas estructurales del propio sistema económico.

Evidentemente, por ir a los otros dos casos que mencionáis, la Revolución rusa y la guerra civil española, seguramente útiles para contestar a otros conflictos internos de la época, se explican dentro de estas mismas lógicas: la lucha por la hegemonía y el impacto de la modernidad y el capitalismo. Por un lado, está claro que la Revolución rusa tuvo lugar a causa de las contradicciones internas propias de un sistema de dominación político-social y económico que hacía aguas, tal y como se puso de manifiesto en la Revolución de 1905. Dicho de otro modo, está claro que las estructuras sociales y políticas no se habían adaptado a la progresiva introducción del capitalismo y la industrialización en Rusia. Sin embargo, no es menos cierto que tanto la primera como la triunfante revolución de 1917, seguida por una larga guerra civil de más de un lustro, tuvieron lugar en el marco de sendos conflictos internacionales. Y en buena medida, el éxito de la segunda se explica por el tremendo desgaste al que fue sometida la sociedad rusa durante la Gran Guerra, que no fue un conflicto localizado como lo había sido la guerra ruso-japonesa (1904-1905), sino una guerra larga que comportó la pérdida de gran cantidad de vidas humanas y territorios vitales para la economía del imperio. Así pues, una vez más vemos hasta qué punto los conflictos armados y el descontento provocado por estos pueden tensar las costuras de una sociedad hasta desencadenar motines masivos dentro del ejército y una revolución en el frente doméstico que se alimentó de los desertores que volvían a casa con sus armas en la mano. Tal cosa pudo haber ocurrido perfectamente en la Alemania de 1918 de no haberse firmado un armisticio que más tarde fue convertido por la contrarrevolución y sectores del ejército en la famosa “leyenda de la puñalada por la espalda”. Buena prueba de ello fue el sexenio revolucionario que se extendió por muchas regiones del país a lo largo de los años que van de 1918 a 1923. Los líderes nazis eran conscientes de hasta qué punto la derrota en la Gran Guerra había venido provocada por el desgaste que esta había supuesto para las economías familiares, de ahí que se preocuparan por mantener altos los niveles de vida entre 1939 y 1945 con el expolio de los territorios ocupados.

Como bien apuntabais en la pregunta, una revolución es un conflicto interno de una parte de la sociedad frente al sistema de dominación vigente. En cierto modo, la guerra civil española fue lo mismo pero a la inversa: una contrarrevolución cívico-militar que tomó forma en un golpe de estado contestado desde las clases populares organizadas en partidos y sindicatos de izquierda revolucionaria por lo general. Fue esto, que propició el fracaso parcial del golpe, lo que hizo que este acabara deviniendo en una guerra civil irregular que fruto de la implicación internacional (lucha por la hegemonía política) de diversas potencias derivó en una guerra total de larga duración. El objetivo que perseguía esta contrarrevolución no era otro que preservar una hegemonía de las clases dominantes que se creía amenazada por el avance de la democratización y sobre todo de la izquierda revolucionaria, encarnadas ambas por el Frente Popular. Al mismo tiempo, y lejos del carácter regresivo o atávico que a veces se le supone, fue una forma particular de intentar lidiar con los retos de la modernidad (impacto económico-social del capitalismo, movilización popular, reivindicaciones político-sociales) mediante la violencia, la coerción, el corporativismo, la autarquía y, en definitiva, la gestión militar de la vida del país. Por lo demás, la virulencia que cobró la violencia tanto en las guerras civiles española y rusa como en otras estuvo directamente relacionada con la existencia de problemas estructurales vigentes dentro de esas sociedades a nivel local, regional y estatal. Esto va mucho más allá de la gastada y poco útil explicación de las venganzas personales, porque como siempre nos gusta decir “lo personal es político” siempre, de forma que no está para nada reñido con explicaciones más profundas y generales que nos permitan entender esas violencias. En definitiva, y como fue común a otros países del entorno, la española fue la misma respuesta que la que se aplicó en los años 20 en Italia, Alemania en los 30 y muchos países satélites del Eje en la Segunda Guerra Mundial como Croacia.

Así pues, y para acabar, las guerras de la segunda mitad del siglo XX se parecen a las de la primera en lo que se refiere a los desencadenantes. Sin embargo, las armas nucleares se convirtieron en un factor disuasorio hasta el punto que las grandes potencias buscaron evitar ver afectada la integridad de su sociedad y territorio mediante la exportación de la guerra por la hegemonía política a sus periferias en el llamado Tercer Mundo. Por supuesto, los nuevos conflictos, que siempre tuvieron lugar en sociedades postcoloniales, se alimentaron en base a las contradicciones internas de estas tanto a nivel económico como social y político, explotadas de forma consciente desde fuera. Así pues, por lo general las grandes potencias abandonaron la implicación militar directa con contingentes propios en los escenarios bélicos, que por lo general fue sustituida por la participación de asesores militares y políticos, la venta de armas y el suministro de inteligencia. Son pocas las excepciones en este sentido, y todas se cuentan como fracasos militares con graves pérdidas humanas y materiales, pudiendo destacar por el lado estadounidense Corea y Vietnam y por el lado soviético Afganistán (1978-1992).

-Desde el campo de batalla se sufre la guerra en primera persona de una manera demoledora (o como vosotros suscribís, calificando de “desgarradora”). Sin embargo, el conflicto o la guerra se sufre mucho desde la retaguardia porque se padece de manera directa desde “ese combate del frente doméstico”, desde “el convivir con los desastres de la guerra y de la batalla en la sociedad y con el devenir del día a día de una sociedad que vive dentro de una guerra” ( como sociedad tendrá sus propios problemas sociales a los que, además, habrá que sumar los propios problemas que se derivan de la guerra) . De manera indirecta, lo que pasa en la guerra, reitero, repercute en la sociedad y de qué manera…

-Efectivamente, ya hemos podido explicar un poco a lo largo de la entrevista hasta qué punto sufren las guerras las poblaciones civiles, no hace falta irse al pasado para verlo, basta con ver las consecuencias de los conflictos armados en Siria o en Libia, con millones de desplazados. En el caso de la segunda posguerra mundial hemos visto cómo estas se convierten en moneda de cambio para la reorganización interna y fronteriza del continente europeo, algo que ya había tenido precedentes en la primera posguerra mundial con el conflicto greco-turco (1919-1922), que tras dirimirse en medio de brutales políticas de ocupación y episodios de violencia culminó con el Tratado de Lausana que sancionaba de iure la expulsión (que ya se había producido de facto) y desplazamiento de casi un millón y medio de griegos de Asia Menor a Grecia y unos 350.000 turcos de la región griega de Macedonia. Tal y como es común a estos episodios de limpieza étnica el proceso culminó en un auténtico desastre humanitario con gran sufrimiento para la población civil afectada, tanto por la falta de medios para su integración en un país pobre como Grecia como por las diferencias culturales respecto a sus nuevos compatriotas (muchas veces no hablaban en dialectos que fueran comprensibles entre sí).

Pero sí, uno de los atributos de la guerra total es la conversión del civil en objetivo militar en tanto que parte del esfuerzo bélico enemigo, ya sea por trabajar para su economía o por colaboracionismo supuesto o real con el enemigo en territorio ocupado. Desde luego, la conversión del civil en víctima no era nada nuevo en la historia de la guerra, basta con ver las políticas de sometimiento y control del territorio empleadas por Alejandro Magno o los propios generales romanos, que incluían la quema y destrucción de ciudades y la esclavización de poblaciones enteras. En este punto está claro que hay un hilo de continuidad a lo largo de la historia en el modo de hacer la guerra. Sin embargo, la aparición del armamento moderno, con la aviación pesada de largo alcance, la artillería de gran calibre y el armamento químico y nuclear supuso un salto cualitativo y cuantitativo sin precedentes, unido también al surgimiento de las sociedades nacionales y de masas bajo potentes aparatos informativos y propagandísticos en manos de grupos de opinión y del estado. No es que antes no hubieran existido los estereotipos o eso que la historiografía militar francesa ha denominado cultura de guerra, pero nunca jamás los poderes fácticos habían tenido tal alcance, y eso es lo que hace de la guerra moderna algo sin precedentes que puede devenir total. Es esa misma modernidad la que permite crear ejércitos nacionales de masas, por la capacidad de gestión del estado, por la aparición de nuevas infraestructuras y medios de transporte y por la existencia de industrias armamentísticas a gran escala. En este sentido, en la primera mitad del siglo XX la población civil ya no solo fue violada, saqueada y asesinada a manos de soldados de infantería (o en el último caso por armas de artillería y sitios), sino que a partir de la Gran Guerra se encontró con el peligro de ser bombardeada desde el aire o atacada con agentes químicos. Esta amenaza no haría sino perfeccionarse e intensificarse en apenas dos décadas, hasta llegar a los bombardeos aéreos masivos de ciudades durante la Segunda Guerra Mundial, con ciudades como Colonia, que sufrió el impacto de hasta 34.700 toneladas de bombas en cinco años, o Hamburgo, que dejaron un saldo de 42.000 muertos a finales de julio de 1943. Otras como Dresde fueron atacadas con bombas incendiarias de fósforo, dejando tras de sí en solo tres días un balance de varias decenas de miles de muertos en una ciudad sin ningún valor militar o económico. Por último, otro caso paradigmático fue Tokio, que al ser una ciudad construida por entonces en buena parte con madera se vio destruida en un cuarto de su extensión el 9 y 10 de marzo, dejando un saldo escalofriante de 100.000 muertos a causa de las temperaturas que se alcanzaron en el epicentro del bombardeo a causa de las bombas incendiarias de napalm.

Evidentemente, la exposición a la que estaban sometidas las poblaciones civiles en la retaguardia y los frentes domésticos afectaba sobremanera la moral de los combatientes en la primera línea de combate. A la angustia propia de muchos hombres generada por la desconfianza hacia sus mujeres, consecuencia de la cultura heteropatriarcal dominante, se sumaba la preocupación por la integridad de sus seres queridos cada vez que llegaban noticias de un nuevo bombardeo aéreo. Y es que, a pesar del control de la información durante la guerra esta acaba llegando, siquiera en forma de rumor, que es un vehículo fundamental de comunicación en cualquier conflicto. Por supuesto, no se trataba solo del miedo a los bombardeos, sino del sufrimiento por las estrecheces materiales a las que se veían sometidos mujeres, niños y ancianos en los lugares de origen, lo cual obligaba a buscar todo tipo de estrategias de supervivencia, desde la participación a mayor o menor escala en el mercado negro, al robo, la prostitución o la búsqueda de protección a cambio de favores, fueron muchas las vías empleadas para sacar adelante familias enteras. También en casa esposas, hijos y padres sufrían por los que habían marchado a combatir, por la ausencia coyuntural de noticias, por la incertidumbre sobre su situación real en el frente, por la desaparición o, en definitiva, por la muerte. Por lo general, los estados modernos han encontrado aquí uno de los mayores retos en lo que se refiere a enviar a los hombres a la guerra en su nombre y bajo su responsabilidad, siendo la consecuencia más evidente y grave. En este sentido, las políticas de protección social para viudas y huérfanos –dependiendo de la capacidad económica y las prioridades del país en cuestión– y los rituales de duelo organizados por las autoridades han ocupado una parte importante tanto en las guerras europeas del siglo XX como en sus posguerras, pero no menos que el asociacionismo de los veteranos supervivientes que lucharían por la protección de sus intereses y derechos.

Por eso mismo, como decíamos, la guerra moderna tensa hasta tal punto las costuras de las comunidades humanas que puede llegar a desembocar en procesos revolucionarios, fruto de las contradicciones mismas de dichas sociedades o de sus problemas estructurales. Porque, efectivamente, los conflictos armados ponen mucho más en evidencia los problemas sociales preexistentes, por la propia exigencia que comportan, y de ahí que en situaciones de guerra se intensifique el control sobre la población civil e, incluso, se proceda a la militarización del trabajo, recurriendo en ocasiones al estado de excepción como medida extrema. Y aquí a menudo puede unirse una política de incentivos (en forma de alimentos y distinciones según la producción o el comportamiento) con otras de tipo coercitivo y con la propaganda, que tiene un lugar clave en los conflictos contemporáneos.

Sea como fuere, y aunque esto sea extensible a cualquier conflicto de la historia, las destrucciones y las bajas producidas por una guerra moderna suelen tener un alcance numérico tal y una naturaleza cualitativa (por ejemplo con los desaparecidos fulminados por una bomba o calcinados) que resultan irreparables a todos los niveles, desarticulando economías nacionales durante años, rompiendo comunidades locales, destrozando regiones enteras y marcando a las familias de por vida.

-El trabajo por lo que os atañe directamente a vosotros como plumas activas firmando diversas “reflexiones” desde el estudio, investigación y documentación. ¿Cómo lo llevasteis a cabo? ¿Cómo fue?

-En el caso de Miguel Alonso y David Alegre sus trabajos nacen de sus tesis doctorales. Por lo tanto, son aspectos parciales de estas que funcionan bien de forma independiente y que al mismo tiempo ponen un poco el marco interpretativo o las coordenadas en que se han movido sus respectivas investigaciones durante los últimos años. Por lo que respecta a Miguel, cuya tesis sigue en curso, la mayor parte de su capítulo se ha desarrollado a partir del análisis de la documentación del Archivo General Militar de Ávila, muy poco y muy mal estudiada, y un corpus muy amplio de memorias de excombatientes, hasta ahora poco tenida en cuenta por ser considerada literatura fundamentalmente apologética y poco útil para la investigación. En este caso Miguel demuestra hasta qué punto queda material por exprimir, de qué modo el pasado siempre puede y debe ser revisitado, y más en lo que se refiere a las cuestiones estrictamente bélicas y militares –que nunca lo son estrictamente en el más puro sentido de la palabra– de la guerra civil española. En cuanto a David Alegre los contenidos de su capítulo analizan algunas dimensiones clave de su tesis doctoral, como las redes de solidaridad y las experiencias que dan cuerpo a la contrarrevolución en la primera mitad del siglo XX; el perfil socio-cultural y político de los voluntarios que fueron al Frente Oriental (en este caso fundamentalmente habla de franceses, holandeses, belgas y un noruego muy particular como fue Per Imerslund); y, sobre todo, el papel crucial que estos últimos tuvieron en sus países de origen a la hora de precipitar a sus sociedades en conflictos internos de intensidad regional y temporal variable.

Por su parte, el capítulo de Javier Rodrigo es una reflexión teórico-ensayística sobre el concepto de guerra civil, tratando de esclarecer sus atributos, sus dimensiones y su operatividad para el análisis de algunos de los conflictos socio-políticos internos que asolaron el continente europeo en la primera mitad del siglo XX. Seguramente, más allá de la importancia que tiene por sí mismo, lo más importante del texto de cara a los lectores y lectoras españolas es que nos permite enmarcar la guerra civil española dentro de un fresco mucho más amplio y en el momento histórico en que tiene lugar. De hecho, este trabajo se encuentra en el origen de un proyecto que tenemos ahora en marcha, que ha ido creciendo en los últimos años y del cual os hablaremos al final de esta entrevista. Como podréis apreciar, su realización ha sido posible a través de un amplio vaciado de fuentes bibliográficas de primera importancia, así como otras no tan conocidas, para lo cual Javier ha trabajado en diversas bibliotecas europeas como la del European University Institute en Florencia.

-¿Cómo fue el volcar todos los trabajos y el cómo montar el puzle, aunque se supone que, desde el punto de partida, ya se tenía, poco más o menos lo que se quería explicar en vuestras cabezas y en el organigrama, ¿es así?

-Seguramente nos hubiera gustado contar con un par de piezas más, pero por unas u otras razones no fue posible. Por ejemplo quisimos añadir algo sobre las reconstrucciones materiales y sociales en Francia y Bélgica durante la primera posguerra mundial, y también un capítulo sobre las guerras civiles en Rusia, pero a pesar de tenerlo muy avanzado no pudimos concretar el tema. Al final es complicado organizar un volumen colectivo de estas características, con tantos autores y autoras, cada cual con tempos diferentes y exigencias muy altas en el campo de la investigación y la docencia. Así pues, hubiera sido interesante ampliar el foco, qué duda cabe, y habría dado más profundidad y amplitud al conjunto, pero aún sin eso el libro tiene toda la coherencia interna que requiere una publicación colectiva y funciona a la perfección, ya sea individualmente o como fresco de época, porque todos los trabajos responden a problemáticas y aspectos muy similares en casos diferentes. Por eso no fue difícil conformar el equipo y el plan de la obra, porque en la mayor parte de los casos ya habíamos trabajado juntos en el marco del congreso “Teatros de lo bélico”, porque compartimos inquietudes y conocemos bien los trabajos de unos y otros. Al final, la mayor satisfacción que nos queda con un libro como este es ver cómo poco a poco va surgiendo algo parecido a una escuela de la nueva historia militar o los estudios de la guerra en España, una mucho más preocupada por los conflictos y el mundo militar desde una perspectiva socio-cultural. También es fantástico ver que cada vez estamos mejor y más conectados a los debates internacionales, que conseguimos contribuir con producciones propias desde aquí y que hacemos llegar lo más interesante a nuestras latitudes. Este era uno de los objetivos de este libro y ese será el de cualquier futuro proyecto en el que nos embarquemos.

-Amigos sois muy prolíficos. Es un “no parar” como investigadores e investigadores. ¿Nos podéis dar alguna pista sobre lo que estáis trabajando en la actualidad?

-Efectivamente en la actualidad tenemos varios proyectos en marcha. Lo más inmediato será la aparición de la tesis doctoral de Miguel Alonso sobre la experiencia de guerra, la socialización ideológica y la violencia en el ejército sublevado, un trabajo del que esperamos mucho y que esperamos no tardará mucho en ser publicado como libro tras su defensa.

Por lo que se refiere a publicaciones lo más cercano en el tiempo es la aparición de un libro bastante ambicioso de David Alegre y Javier Rodrigo sobre las guerras civiles a lo largo del siglo XX, donde haremos un recorrido de estas a nivel mundial que dará continuidad a algunas de las reflexiones contenidas en este “Europa desgarrada”. En este caso ya estamos trabajando en ello y esperamos que aparezca en las librerías en el primer cuatrimestre de 2019. Por su parte, el propio Javier Rodrigo y Miguel Alonso están editando junto a un historiador de reconocido prestigio internacional como Alan Kramer un volumen colectivo sobre el concepto de “Guerra fascista” tal y como lo trabajamos en el congreso internacional homónimo de abril de 2017. De algún modo, el proyecto trata de definir si existe una forma de hacer la guerra propia del fascismo. En él participará también David Alegre como autor y otros dos autores de “Europa desgarrada”, como Franziska Zaugg y Jeff Rutherford, así como otros autores y autoras muy renombrados que analizarán la guerra fascista desde diferentes casos de estudio a los que ya estamos acostumbrados como el italiano, el chino, el croata o el japonés. Finalmente, después de haber sido galardonado con el accésit al Premio Miguel Artola, el más importante otorgado a tesis de historia contemporánea en España, David Alegre está trabajando en la preparación de su tesis doctoral en forma de libro. Esta se centra en el colaboracionismo político-militar en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, muy centrada en los voluntarios franceses, valones y españoles que combatieron contra la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial.

Aparte de esto seguimos en marcha con la “Revista Universitaria de Historia Militar”, que no deja de crecer año tras año y de la cual estamos muy orgullosos. Por supuesto, tampoco cejamos en nuestras tareas divulgativas y tratamos de estar en cualquier foro público donde pueda existir un interés por nuestro trabajo.

 

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