9788417987398.jpgCazarabet conversa con...   Pablo Batalla Cueto, autor de “La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista” (Trea)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ediciones Trea edita este fenomenal y muy edificante, así como didáctico, ensayo desde la pluma de Pablo Batalla Cueto.

Se encuentra dentro de la colección Ensayos de Trea.

Trea, muy querida y participativa en esta casa:

Recordemos, como muestra,  la entrevista que mantuvimos con su editor, Álvaro Díaz.- http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/trea.htm

Lo que nos encontraremos en este ensayo:

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército humanista, las tropas utilitarias alcanzan sus últimos objetivos militares. Margaret Thatcher gana batallas después de muerta y cada vez sucede menos, como quería Montaigne, que sea el gozar, y no el poseer, lo que nos hace felices. Todo lo malbarata esa apoteosis, y también se está apoderando de la práctica del alpinismo. En la actualidad, ocurre por ejemplo que al mismo tiempo que los clubes de montaña menguan en afiliación, ven incrementarse dramáticamente la media de edad de sus miembros y desesperan por atraer savia joven que garantice su supervivencia, esos mismos jóvenes abarrotan maratones de montaña que, con frecuencia, reciben varios miles de solicitudes para apenas unas decenas o cientos de plazas. Los runners se han ido adueñando de los caminos y de los grandes espacios naturales: de competir se trata estos días; de no dejar de hacerlo en ningún momento; de incluso el ocio convertir en negocio.

Es contra ese thatcherismo alpinista que se yergue este ensayo y en defensa de un montañismo lento, porque en la estela del manifiesto Slow mountain de Juanjo Garbizu, hace suya la convicción de que nada bueno se ha conseguido jamás deprisa y corriendo, de que sólo en el campo semántico de la paciencia se alcanza la excelsitud humanística y de que la velocidad arruina e idiotiza. Ilustrado también, porque no lo es este alpinismo apresurado que buscando el apagamiento de los sentidos renuncia al aprendizaje que a través de ellos se obtiene; que no busca conocer, sino que lo conozcan; que no se atreve a saber, porque no se atreve a detenerse ni a renunciar a los laureles equívocos del éxito deportivo. Y anticapitalista además, porque sólo tal puede ser el ejercicio total, sincero, de estos principios que colisionan inconcesivamente con los que animan y sostienen la tiranía del capital.

El autor, Pablo Batalla: (Gijón, 1987) es licenciado en historia por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista en medios como Atlántica XXII, La Voz de Asturias, La Soga o Neville. Actualmente es director de A Quemarropa, periódico de la Semana Negra de Gijón, y coordinador de la revista cultural digital El Cuaderno. En 2017 publicó en Trea su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, «Churruca»

Con él ya conversamos sobre otro libro:

http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/sicantara.htm

 

 

 

Cazarabet conversa con Pablo Batalla Cueto:

Sin-título-1.jpg-Pablo, ¿qué te ha hecho escribir este ensayo que mira a la montaña con detenimiento, con calma, con sencillez, sin prisas; sin el ánimo de visitarla sólo para tachar objetivos cumplidos?

-La chispa del libro fue una constatación amarga que yo había ido haciendo en mi entorno, en Asturias, acerca de un doble proceso que se estaba dando. Por un lado, la crisis de los clubes de montaña: asociaciones muy activas y dinámicas en otro tiempo que, sin embargo, han ido decayendo a ojos vista en los últimos años, con una afiliación cada vez menos numerosa y más envejecida y que enfrentan típicamente enormes dificultades para garantizar el relevo generacional cuando dirigentes veteranos abandonan el cargo. Por otro lado, el auge tremebundo paralelo de todo un mundo de carreras, maratones, trails y pruebas competitivas en general, que llenan la montaña de gente, y de gente joven, pero lo hacen llevando a ella una mirada completamente distinta de la de aquellos clubes y que coincide con los valores e intereses del capitalismo neoliberal: individualismo, competición, consumismo, velocidad, desatención… De ese doble proceso que yo había ido notando, en un momento dado caí en la cuenta de que decía muchas cosas sobre el mundo contemporáneo y los lugares tenebrosos a los que se dirige nuestra época, y pensé que podía escribir un ensayo que, hablando de montaña, expresando mi amor por la montaña y sus razones y reivindicando una determinada manera de acercarse a la montaña, no hablara sólo de montaña, sino que ejemplificara en sus manifestaciones en la montaña los horrores del turbocapitalismo.

-Me da que muchas de tus razones se derivan de la lectura de Henry David Thoreau y otros muchos que, sumergidos en la naturaleza, encontraron en la sencillez la mejor virtud.

-Thoreau y otros, sí: Stevenson, Hazlitt, el Petrarca que inaugura la práctica del alpinismo, y del alpinismo humanista, ascendiendo al Mont Ventoux con un volumen de las Confesiones de san Agustín, David Le Breton y su Elogio del caminar… Pero, fíjate, en realidad, lo que a mí me interesa de la montaña no es la oportunidad de ejercitar la sencillez, sino todo lo contrario: la búsqueda y el encuentro de la complejidad, que es otra de las cosas que este capitalismo acelerado nos hurta. La velocidad —y el capitalismo contemporáneo es fundamentalmente velocidad; una aceleración desquiciada de todas las cosas— simplifica. Del mismo modo que cuando viajamos en un coche o un tren a toda velocidad el paisaje tras la ventana se deslíe, disuelve sus formas y colores, cuando corremos, el sobreesfuerzo obliga al cerebro a concentrarse exclusivamente en el acto de correr y en sostenerlo con una especie de autoletanía: «tú puedes, tú puedes, tú puedes». No piensas en nada más. Al capitalismo le interesa, en general, que pensemos en muy pocas cosas: produce, mercadea, consume, eso es todo. Frente a eso, una excursión bien hecha a la montaña es una oportunidad para descubrir la complejidad del mundo y la de uno mismo. Hay una relación muy vieja entre el andar y la filosofía. Los filósofos, ya en la antigua Grecia, caminaban, porque se daban cuenta de que hay una conexión estrecha entre las piernas y el cerebro. Cuando uno se pone en marcha, pone en marcha su propio intelecto; lo desentumece. Kierkegaard dirá que la mejor velocidad para pensar son los cuatro kilómetros por hora, que es la velocidad a la que se camina; y Nietzsche, que sus mejores pensamientos los tiene caminando.

-¿Qué encuentras tú en la montaña que no hallas en otros lares?

-Lo encuentro todo, ya digo. Una excursión a la montaña es la obra de arte total que buscaban los románticos. En la segunda parte del libro hago una serie de semblanzas de grandes montañeros de la historia que encarnaron de maneras distintas la mirada que yo reivindico; y entre ellos, George Mallory, el famoso alpinista inglés que murió en 1924 intentando coronar el Everest. Mallory era un deportista al que, sin embargo, preocupaba muchísimo ejercitar la parte humanística y artística del alpinismo. Llevaba libros de poesía y de Shakespeare a sus expediciones y dejó escritas páginas maravillosas sobre la práctica del montañismo en las que reivindicaba al montañero como artista y la excursión montañera como una sinfonía de experiencias de toda clase; como una sinestesia de sensaciones distintas y complementarias. Ésa es mi idea del montañismo y es también la de otro de los personajes sobre los que escribo: John Ruskin, el gran crítico de arte de la Inglaterra victoriana, un hombre de una sensibilidad exquisita que amaba la montaña desde la primera vez que fue a los Alpes con sus padres, a los catorce años, y que dejó escritas algunas de las reflexiones más hermosas sobre lo que significa la montaña. A Ruskin todo le interesaba, y en aquellos escritos disertaba lo mismo sobre geología, haciendo descripciones y dibujos muy precisos de las formaciones rocosas que veían, que sobre botánica, reflexionando sobre cuáles eran las flores más y menos bonitas en los Alpes, que sobre el arte paisajístico y cómo éste debía reflejar por igual una verdad de la forma y una verdad de la impresión; reflejar lo mismo el paisaje objetivo que el paisaje subjetivo del montañero que lo mira. Tenía también una mirada política; un socialismo cristiano que después influirá mucho en Morris y en Gandhi: se topaba con la miseria de los campesinos suizos de entonces y no dejaba de señalar el lamentable contraste entre la belleza de las montañas y el horror de los labriegos afectados de bocio, de cretinismo…  E incluso escribió algunas de las primeras advertencias conocidas sobre el cambio climático: era un observador tan fino que no dejó de fijarse en que el clima estaba cambiando como resultado de la revolución industrial. Ésa es la mirada que yo reivindico: una mirada total, compleja, en lugar de la mirada simple del runner que busca simplemente la conquista de un objetivo atlético.

roban-montanismo.jpg-Es difícil desvincularse de la manera que se ha ido imponiendo de acudir a la montaña: objetivos, tiempos, velocidades, no hablar ni pararse a contemplar, selfis competitivos tomados para decir «mira adónde he llegado yo», modas caras con respecto al material…

-Es difícil, sí, sobre todo porque todo ese conjunto de imposiciones no afectan sólo a la montaña, sino que nos acometen en todos los ámbitos de la vida. Esa tiranía del objetivo y el desafío que comentas nos la imponen también en el trabajo: produce más, compite con tu compañero, supéralo, sobreesfuérzate en beneficio de la empresa. Lo de los selfis es también muy elocuente sobre nuestra época: en el libro, yo bromeo con que el famoso caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich hoy no sería retratado de espaldas al espectador, mirando melancólicamente el paisaje, sino que el cuadro consistiría en un primer plano de su cara esbozando una sonrisa idiota, dando la espalda al paisaje; conquistándolo en lugar de dejarse conquistar por él. Y sí: en el libro también dedico un capítulo a cuánto ha cambiado el material de montaña y nuestra vinculación con él. Hablo, por ejemplo, de la obsolescencia programada de los productos y de cómo nos impide tejer una relación de afecto con nuestros objetos. Cito un poema precioso de Frédéric Soutras, un vate pirenaico de mediados del siglo XIX que escribe a su vieja vara de acebo, que lleva acompañándolo muchos años y a la que personaliza como un amigo queridísimo con el que ha compartido alegrías y penurias y con el que quiere enterrarse el día que se muera; y reflexiono que hoy sería imposible escribirle un poema así a un palo de aluminio que compras en Forum Sport, usas unos meses hasta que se descuajaringa y lo tiras a la basura para comprar otro. Hablo, también, del ejercicio de un clasismo repugnante a través del material que uno viste y utiliza: presumir de material caro y llamar despectivamente quechuones a quienes compran en Decathlon el material barato de marca Quechua, que es el que pueden permitirse. O del absurdo de utilizar un material ultratecnificado, pensado para expediciones amazónicas o antárticas, para un paseo humilde por las sierras de tu provincia; esa añagaza capitalista de hacerte sentir que necesitas imperiosamente tal o cual objeto del que en realidad puedes prescindir perfectamente. En este caso, sí que reivindico la sencillez de quien se calza unas viejas botas y una mochila humilde y con eso le basta para salir a caminar, que debería ser el deporte más barato y democrático del mundo.

Es un fenómeno, este del montañismo competitivo, que va engullendo a mucha gente.

Sí, sí. Hay, en general, un apogeo tremendo de los maratones desde hace unos años; un fenómeno disparatado de gente que no ha hecho deporte en su vida y de repente le entra el afoguín —diríamos en asturiano— de correr una maratón, un ultraman o cualquiera de estas pruebas delirantes. Eso se traslada también a la montaña, y yo creo que tiene que ver con muchas cosas, además de con esta lógica competitiva general que nos asuela: la necesidad de una épica personal frente a la grisura y la monotonía de la vida y el trabajo bajo el capitalismo, por ejemplo. O una cosa muy prefascista que se da hoy, que es el culto a la juventud y el desprecio de la vejez, que lleva a gente de edad avanzada a desesperarse por seguir sintiéndose joven. Geoffrey Winthrop-Young, otro gran alpinista histórico a quien cito en el libro, un tipo que perdió una pierna en la primera guerra mundial y después conquistó el Cervino con una ortopédica, y que además era un tipo que también tenía sensibilidad humanística y poética y escribía maravillosamente, tiene un pasaje precioso sobre cómo la vejez no nos impide seguir yendo a la montaña, pero nos obliga a ir de otra manera y al hacerlo nos hace fijarnos en cosas en las que el alpinista joven no se fija. El montañismo que yo defiendo celebra y disfruta todas las épocas de la vida; el montañismo que se impone hoy, sin embargo, alimenta esa tiranía de lo joven que, llevada a su extremo, conduce a verdaderos horrores.

Mucha gente sólo goza de la llegada y no saborea la senda, el camino recorrido. ¿El montañismo, y más con las redes sociales, se vuelve una manera de darse betún; un ejercicio de egolatría?

Eso pasa, sí. Ir a la montaña pensando en el track y en las fotos que vas a subir a Facebook, presumiendo de cuántas calorías has gastado, cuántos kilómetros has recorrido, el desnivel que has salvado y otra serie de parámetros inanes. Un montañismo del número, del reino de la cantidad que dijera René Guénon, frente al, vamos a decir, montañismo de la letra, que lo que busca es experiencias, descubrimientos, anécdotas, cosas de las que un ábaco no da cuenta y que sólo pueden registrarse y transmitirse mediante un relato oral o escrito. Me parece una manera verdaderamente idiota de acercarse a la montaña, y a gente como George Mallory se lo hubiera parecido también, pero empieza a ser la manera hegemónica de hacerlo.

pablo-batalla.jpg-¿Es lo que entiendes por thatcherismo alpinista? Explícanos un poco el término, por favor.

-Margaret Thatcher lideró en su época como primera ministra del Reino Unido, que coincidió con la de Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos, una contrarrevolución que sentó las bases de la fase concreta del capitalismo que atravesamos hoy; un turbocapitalismo despiadado que carece de la dimensión caritativa y el espesor filosófico que al menos poseía el conservadurismo clásico, el de los viejos tories, y que lleva el individualismo consumista y competitivo que es su savia a extremos nunca alcanzados por el antiguo liberalismo. La traslación de ello a la montaña es lo que yo llamo thatcherismo alpinista, una etiqueta que me pareció llamativa y provocadora.

-¿Es en la montaña donde mejor y con más claridad se piensa; donde se construyen los mejores pensamientos?

-No sé si es donde mejor y con más claridad se piensa: creo que también puede pensarse mucho y muy bueno paseando por una ciudad; siendo ese flâneur que camina sin rumbo y va fijándose en lo que le sale al paso. Hubo grandes filósofos que caminaban pero lo hacían por ciudad, no por campo: Kant, por ejemplo. Pero, desde luego, la montaña es un espacio magnífico para la reflexión. Un camino, cuando se lo camina, es un ágora líneal; un espacio de deliberación con uno mismo y con los demás. Caminando pensamos quiénes somos, qué queremos. Y si vamos con otros, los descubrimos y los conocemos de maneras nuevas. Yo me he hecho más amigo de mis amigos en la montaña: enfrentado con ellos a los obstáculos y las delicias del camino, hemos expandido, profundizado y enriquecido nuestra amistad de una manera que la convivencia normal en la ciudad no posibilita.

-No es nuevo el buscar refugio en la montaña para encontrarse a uno mismo, para reflexionar, ¿verdad?

-No: como ya he ido apuntando, hay una larguísima tradición de alpinistas que buscaron en la montaña un espacio para la reflexión y la transformación a mejor, de Petrarca para acá. Transformación de sí mismos y del mundo: otra de las semblanzas que hago en la segunda parte del libro versa sobre el Che Guevara, que en un momento dado, en su época en México, se obsesionó con escalar el Popocatepétl, y lo intentó en varias ocasiones fracasadas (recordemos que padecía de asma) hasta que lo consiguió por fin. Después, diría en alguna ocasión que no hay mejor escuela que el alpinismo para los rigores de la revolución. El Popo transformó al Che y el Che transformó el mundo.

-La velocidad es mala acompañante para todo en la vida, ¿no es cierto?

-Yo digo en el libro que la velocidad arruina e idiotiza. La modernidad acorta los tiempos de espera; es característico de ella hacerlo. Pero, como dice Gregorio Luri, cuando acortamos la espera de algo renunciamos a la dicha de su disfrute. No gozamos lo mismo, y no valoramos igual, lo que hemos esperado durante mucho tiempo que lo que obtenemos con un clic. El ser humano es un animal que espera; el único que lo hace, y, dejando de esperar, dejamos de ser humanos. Un huevo frito ultracongelado para calentar en el microondas —ejemplifico en el libro, aludiendo a una empresa de alimentación alavesa real que los fabrica— puede ser algo muy práctico, pero jamás podrá ser lo mismo que el huevo frito que su mujer cocinaba para el pintor Nicanor Piñole, a quien le gustaban las yemas líquidas pero las claras cuajadas, lo que sólo se conseguía separando la yema de la clara, friendo la clara primero y echando sobre ella la yema después. Hay una excelsitud humana que sólo se alcanza ejercitando el campo semántico de la paciencia, la atención, la lentitud, el cuidado. No hay filosofía digna de tal nombre que sea rápida, no hay arte verdadero que lo sea. El capitalismo, con su velocidad desquiciada, también nos vuelve desatentos, que es algo que martirizaba a la pobre Simone Weil. Nos vuelve máquinas; el obrero que aprieta tuercas y acaba enajenado en la famosa escena de los Tiempos modernos de Chaplin.

-Todo este comportamiento en la montaña que usted reivindica debería estar vinculado a una enseñanza holística, integral, integradora, responsabilidad de todas y todos, ¿no crees?

-Sin duda. En el libro también hablo de la Institución Libre de Enseñanza y de sus excursiones al Guadarrama, concebidas como parte de una enseñanza que no se limitara a lo académico, sino que buscara oportunidades para el aprendizaje en la naturaleza y en el encuentro con las gentes que la habitaban: llegar a un pueblo y que el herrero, el zapatero, el pastor, explicasen su oficio a niños que provenían de una élite, aunque fuera una élite progresista, y que así tomaban conciencia de la grandeza y los padecimientos de las gentes humildes de aquella España. Hablo también de un profesor que yo tuve en el colegio público en el que cursé la educación primaria, el Laviada de Gijón, y que nos llevaba mucho de excursión. Este hombre recorría la ruta proyectada unos días antes de hacerlo con nosotros e iba dejando por el camino pequeños mensajes metidos en botecitos de carrete fotográfico, que escondía en puntos determinados del camino en los que, cuando veíamos una determinada señal, sabíamos que teníamos que ponernos a buscar. Era un juego muy divertido, que nos procuraba una alegría inmensa cuando encontrábamos los mensajes; y en ellos, este profesor, Joaquín, nos lanzaba un acertijo, una información interesante sobre el paisaje o un nuevo juego. Nos preguntaba, por ejemplo: «Si echáis una meada en este punto, ¿a qué río cae?», y era una manera divertida de aprender y también una forma de obligarnos a pararnos y observar; a no recorrer el camino como con orejeras sino explotar todas sus posibilidades. Lamentablemente, ese tipo de profesores se está perdiendo por diversas razones: nadie quiere asumir la responsabilidad de conducir a treinta niños por la montaña y los padres también se han vuelto excesivamente protectores; ultrapapás que encierran a sus hijos en una burbuja absurda que acabará volviéndolos pusilánimes.

pablo_batalla.jpg-¿Consideras disfrutar de la montaña esas macrocarreras competitivas, con mogollón de participantes?

-Pueden ser un disfrute: supongo que la gente que las corre las gozará de algún modo. Pero no considero que sea disfrutar de la montaña, no. Se disfruta de otras cosas: de uno mismo, del placer de una egolatría satisfecha, de la vanidad de ser admirado, pero no de esa montaña para la que no se mira y que simplemente es un telón de fondo de esas apoteosis solipsistas; un gimnasio gigantesco al aire libre, algo que se busca someter en lugar de ser sometido y transformado por ello.

-Quienes habitan fuera de lo rural, ¿deben entrenar más el disfrute de la montaña?

-En realidad, tal vez sea al revés. El montañismo es un fenómeno eminentemente urbano. El campesino tradicional sólo subía a una cumbre si eso le venía bien para otear su ganado: es el urbanita el que comienza a buscarle dimensiones artísticas y filosóficas a la montaña en lugar de concebirla tan sólo como un instrumento de trabajo, si es que no mirarla con indiferencia o con saludable temor.

-Si no conoces, ¿no puedes amar? ¿O es un poco relativo, esto? Yo sólo conozco por documentales muchos lugares y montañas que he contemplado por televisión desde el sillón, o en un mapa, o en lecturas; y he aprendido a amarlos a pesar de que, seguramente, nunca los podré respirar, contemplar.

-Supongo que se puede amar lo que no se conoce, pero cuando se lo conoce se lo ama de manera nueva y distinta. Se puede amar mucho a un cibernovio con el que sólo se ha interactuado por correo electrónico, pero nunca será lo mismo que una pareja a la que se conoce físicamente, ¿no crees?

¿El montañismo y la montaña han sido utilizados por algunas posiciones políticas más que por otras? ¿Por qué? ¿De qué manera lo hicieron?

-Te diría que no; que ha habido montañismos de todas las tendencias políticas. El montañismo, inicialmente, es un fenómeno nacionalista: el nacionalismo romántico del siglo XIX busca en las montañas, por un lado, la esencia nacional, el Volksgeist, que creían conservado en su versión más prístina por los habitantes de las zonas montañosas, que se habían mantenido aislados del mestizaje y los torbellinos de la modernidad propios de las ciudades; por otro, una especie de escuela de virilidad, de adquisición de virtudes y robusteces masculinas frente al afeminamiento que se atribuía a la vida urbana; y por otro, una idea más saludable que esas otras según la cual sólo se ama la patria cuando se la conoce. Unamuno, que era un gran andarín, decía que no había aprendido a amar su patria leyendo a sus grandes autores, sino visitando con devoción sus rincones, y sugería al Estado que impulsase la creación de clubes de montaña como vehículo de educación patriótica, algo que, sin embargo, el primero en impulsar en España será el PNV, con sus mendigoizales, de los que hablo en el libro. Pero después habrá también montañismo anarquista, que practique en las montañas desde el nudismo hasta el uso del esperanto, o busque en ellas pasos de montaña para huir del servicio militar o santuarios en los que refugiarse después de cometer un atentado. Y habrá montañismos socialistas, como el impulsado por Salvador Allende en Chile para llevar a los Andes a los niños menesterosos de los suburbios de Santiago. Y otra cosa, creo, muy interesante sobre la que diserto en el libro es cómo el montañismo colectivo llega a ser político sin proponérselo. En Chile, donde yo viví un tiempo, los clubes de montaña, vinculados típicamente a las clases medias y altas y formados, en consecuencia, por gente habitualmente conservadora, organizan manifestaciones contra la existencia de montañas privadas; espacios naturales propiedad de particulares o empresas que no permiten el paso a excursionistas: llega a suceder que hay montañas que son parque natural por su lado argentino y propiedad privada por el chileno. Y los clubes protestan contra ello y al hacerlo protestan contra el capitalismo aunque no lo hagan explícitamente; impugnan algo tan capitalista como la propiedad privada; exigen, como quería Allende, la apertura de las grandes alamedas. Cuando un grupo humano se forma, la política emerge, digo en el libro, como una secreción natural: se discute sobre la polis.

 

 

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