Cazarabet conversa con... Pablo Batalla Cueto, autor de “La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento,
ilustrado y anticapitalista” (Trea)
Ediciones
Trea edita este fenomenal y muy edificante, así como didáctico, ensayo desde la
pluma de Pablo Batalla Cueto.
Se
encuentra dentro de la colección Ensayos de Trea.
Trea, muy
querida y participativa en esta casa:
Recordemos,
como muestra, la entrevista que
mantuvimos con su editor, Álvaro Díaz.- http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/trea.htm
Lo que nos
encontraremos en este ensayo:
En el día
de hoy, cautivo y desarmado el ejército humanista, las tropas utilitarias
alcanzan sus últimos objetivos militares. Margaret Thatcher
gana batallas después de muerta y cada vez sucede menos, como quería Montaigne, que sea el gozar, y no el poseer, lo que nos
hace felices. Todo lo malbarata esa apoteosis, y también se está apoderando de
la práctica del alpinismo. En la actualidad, ocurre por ejemplo que al mismo
tiempo que los clubes de montaña menguan en afiliación, ven incrementarse
dramáticamente la media de edad de sus miembros y desesperan por atraer savia
joven que garantice su supervivencia, esos mismos jóvenes abarrotan maratones
de montaña que, con frecuencia, reciben varios miles de solicitudes para apenas
unas decenas o cientos de plazas. Los runners
se han ido adueñando de los caminos y de los grandes espacios naturales: de
competir se trata estos días; de no dejar de hacerlo en ningún momento; de incluso el ocio convertir en negocio.
Es contra
ese thatcherismo alpinista que se yergue este ensayo y en defensa de un
montañismo lento, porque en la estela del manifiesto Slow
mountain de Juanjo Garbizu,
hace suya la convicción de que nada bueno se ha conseguido jamás deprisa y corriendo,
de que sólo en el campo semántico de la paciencia se alcanza la excelsitud
humanística y de que la velocidad arruina e idiotiza. Ilustrado también,
porque no lo es este alpinismo apresurado que buscando el apagamiento de los
sentidos renuncia al aprendizaje que a través de ellos se obtiene; que no busca
conocer, sino que lo conozcan; que no se atreve a saber, porque no se atreve a
detenerse ni a renunciar a los laureles equívocos del éxito deportivo. Y anticapitalista
además, porque sólo tal puede ser el ejercicio total, sincero, de estos
principios que colisionan inconcesivamente con los
que animan y sostienen la tiranía del capital.
El autor,
Pablo Batalla: (Gijón, 1987) es licenciado en historia por la Universidad de
Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista en medios como Atlántica
XXII, La Voz de Asturias, La Soga o Neville.
Actualmente es director de A Quemarropa, periódico de la Semana Negra de
Gijón, y coordinador de la revista cultural digital El Cuaderno. En 2017
publicó en Trea su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social
de Jesús Montes Estrada, «Churruca»
Con él ya
conversamos sobre otro libro:
http://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/sicantara.htm
Cazarabet conversa
con Pablo Batalla Cueto:
-Pablo, ¿qué te ha
hecho escribir este ensayo que mira a la montaña con detenimiento, con calma,
con sencillez, sin prisas; sin el ánimo de visitarla sólo para tachar objetivos
cumplidos?
-La
chispa del libro fue una constatación amarga que yo había ido haciendo
en mi entorno, en Asturias, acerca de un doble proceso que se estaba dando. Por
un lado, la crisis de los clubes de montaña: asociaciones muy activas y
dinámicas en otro tiempo que, sin embargo, han ido decayendo a ojos vista en
los últimos años, con una afiliación cada vez menos numerosa y más envejecida y
que enfrentan típicamente enormes dificultades para garantizar el relevo
generacional cuando dirigentes veteranos abandonan el cargo. Por otro lado, el
auge tremebundo paralelo de todo un mundo de carreras, maratones, trails y pruebas competitivas en general, que llenan
la montaña de gente, y de gente joven, pero lo hacen llevando a ella una mirada
completamente distinta de la de aquellos clubes y que coincide con los valores
e intereses del capitalismo neoliberal: individualismo, competición,
consumismo, velocidad, desatención… De ese doble proceso que yo había ido
notando, en un momento dado caí en la cuenta de que decía muchas cosas sobre el
mundo contemporáneo y los lugares tenebrosos a los que se dirige nuestra época,
y pensé que podía escribir un ensayo que, hablando de montaña, expresando mi
amor por la montaña y sus razones y reivindicando una determinada manera de
acercarse a la montaña, no hablara sólo de montaña, sino que
ejemplificara en sus manifestaciones en la montaña los horrores del turbocapitalismo.
-Me
da que muchas de tus razones se derivan de la lectura de Henry David Thoreau y
otros muchos que, sumergidos en la naturaleza, encontraron en la sencillez la
mejor virtud.
-Thoreau
y otros, sí: Stevenson, Hazlitt, el Petrarca que
inaugura la práctica del alpinismo, y del alpinismo humanista, ascendiendo al Mont Ventoux con un volumen de
las Confesiones de san Agustín, David Le Breton
y su Elogio del caminar… Pero, fíjate, en realidad, lo que a mí me
interesa de la montaña no es la oportunidad de ejercitar la sencillez, sino
todo lo contrario: la búsqueda y el encuentro de la complejidad, que es otra de
las cosas que este capitalismo acelerado nos hurta. La velocidad —y el
capitalismo contemporáneo es fundamentalmente velocidad; una aceleración
desquiciada de todas las cosas— simplifica. Del mismo modo que cuando viajamos
en un coche o un tren a toda velocidad el paisaje tras la ventana se deslíe,
disuelve sus formas y colores, cuando corremos, el sobreesfuerzo obliga al
cerebro a concentrarse exclusivamente en el acto de correr y en sostenerlo con
una especie de autoletanía: «tú puedes, tú puedes, tú
puedes». No piensas en nada más. Al capitalismo le interesa, en general, que
pensemos en muy pocas cosas: produce, mercadea, consume, eso es todo. Frente a
eso, una excursión bien hecha a la montaña es una oportunidad para descubrir la
complejidad del mundo y la de uno mismo. Hay una relación muy vieja entre el
andar y la filosofía. Los filósofos, ya en la antigua Grecia, caminaban, porque
se daban cuenta de que hay una conexión estrecha entre las piernas y el
cerebro. Cuando uno se pone en marcha, pone en marcha su propio intelecto; lo
desentumece. Kierkegaard dirá que la mejor velocidad
para pensar son los cuatro kilómetros por hora, que es la velocidad a la que se
camina; y Nietzsche, que sus mejores pensamientos los tiene caminando.
-¿Qué
encuentras tú en la montaña que no hallas en otros lares?
-Lo
encuentro todo, ya digo. Una excursión a la montaña es la obra de arte total
que buscaban los románticos. En la segunda parte del libro hago una serie de
semblanzas de grandes montañeros de la historia que encarnaron de maneras
distintas la mirada que yo reivindico; y entre ellos, George Mallory, el famoso alpinista inglés que murió en 1924
intentando coronar el Everest. Mallory era un
deportista al que, sin embargo, preocupaba muchísimo ejercitar la parte
humanística y artística del alpinismo. Llevaba libros de poesía y de
Shakespeare a sus expediciones y dejó escritas páginas maravillosas sobre la
práctica del montañismo en las que reivindicaba al montañero como artista y la
excursión montañera como una sinfonía de experiencias de toda clase; como una
sinestesia de sensaciones distintas y complementarias. Ésa es mi idea del
montañismo y es también la de otro de los personajes sobre los que escribo:
John Ruskin, el gran crítico de arte de la Inglaterra
victoriana, un hombre de una sensibilidad exquisita que amaba la montaña desde
la primera vez que fue a los Alpes con sus padres, a los catorce años, y que
dejó escritas algunas de las reflexiones más hermosas sobre lo que significa la
montaña. A Ruskin todo le interesaba, y en aquellos
escritos disertaba lo mismo sobre geología, haciendo descripciones y dibujos
muy precisos de las formaciones rocosas que veían, que sobre botánica,
reflexionando sobre cuáles eran las flores más y menos bonitas en los Alpes,
que sobre el arte paisajístico y cómo éste debía reflejar por igual una verdad
de la forma y una verdad de la impresión; reflejar lo mismo el
paisaje objetivo que el paisaje subjetivo del montañero que lo mira. Tenía
también una mirada política; un socialismo cristiano que después influirá mucho
en Morris y en Gandhi: se topaba con la miseria de los campesinos suizos de
entonces y no dejaba de señalar el lamentable contraste entre la belleza de las
montañas y el horror de los labriegos afectados de bocio, de cretinismo… E incluso escribió algunas de las primeras
advertencias conocidas sobre el cambio climático: era un observador tan fino
que no dejó de fijarse en que el clima estaba cambiando como resultado de la
revolución industrial. Ésa es la mirada que yo reivindico: una mirada total,
compleja, en lugar de la mirada simple del runner
que busca simplemente la conquista de un objetivo atlético.
-Es difícil
desvincularse de la manera que se ha ido imponiendo de acudir a la montaña:
objetivos, tiempos, velocidades, no hablar ni pararse a contemplar, selfis competitivos tomados para decir «mira adónde he
llegado yo», modas caras con respecto al material…
-Es
difícil, sí, sobre todo porque todo ese conjunto de imposiciones no afectan
sólo a la montaña, sino que nos acometen en todos los ámbitos de la vida. Esa
tiranía del objetivo y el desafío que comentas nos la imponen también en el
trabajo: produce más, compite con tu compañero, supéralo, sobreesfuérzate
en beneficio de la empresa. Lo de los selfis
es también muy elocuente sobre nuestra época: en el libro, yo bromeo con que el
famoso caminante sobre el mar de nubes de Caspar
David Friedrich hoy no sería retratado de espaldas al
espectador, mirando melancólicamente el paisaje, sino que el cuadro consistiría
en un primer plano de su cara esbozando una sonrisa idiota, dando la espalda al
paisaje; conquistándolo en lugar de dejarse conquistar por él. Y sí: en el
libro también dedico un capítulo a cuánto ha cambiado el material de montaña y
nuestra vinculación con él. Hablo, por ejemplo, de la obsolescencia programada
de los productos y de cómo nos impide tejer una relación de afecto con nuestros
objetos. Cito un poema precioso de Frédéric Soutras, un vate pirenaico de
mediados del siglo XIX que escribe a su vieja vara de acebo, que lleva
acompañándolo muchos años y a la que personaliza como un amigo queridísimo con
el que ha compartido alegrías y penurias y con el que quiere enterrarse el día
que se muera; y reflexiono que hoy sería imposible escribirle un poema así a un
palo de aluminio que compras en Forum Sport, usas
unos meses hasta que se descuajaringa y lo tiras a la basura para comprar otro.
Hablo, también, del ejercicio de un clasismo repugnante a través del material
que uno viste y utiliza: presumir de material caro y llamar despectivamente quechuones a quienes compran en Decathlon
el material barato de marca Quechua, que es el que pueden permitirse. O del
absurdo de utilizar un material ultratecnificado,
pensado para expediciones amazónicas o antárticas, para un paseo humilde por
las sierras de tu provincia; esa añagaza capitalista de hacerte sentir que
necesitas imperiosamente tal o cual objeto del que en realidad puedes
prescindir perfectamente. En este caso, sí que reivindico la sencillez de quien
se calza unas viejas botas y una mochila humilde y con eso le basta para salir
a caminar, que debería ser el deporte más barato y democrático del mundo.
Es
un fenómeno, este del montañismo competitivo, que va engullendo a mucha gente.
Sí,
sí. Hay, en general, un apogeo tremendo de los maratones desde hace unos años;
un fenómeno disparatado de gente que no ha hecho deporte en su vida y de
repente le entra el afoguín —diríamos
en asturiano— de correr una maratón, un ultraman
o cualquiera de estas pruebas delirantes. Eso se traslada también a la montaña,
y yo creo que tiene que ver con muchas cosas, además de con esta lógica
competitiva general que nos asuela: la necesidad de una épica personal frente a
la grisura y la monotonía de la vida y el trabajo bajo el capitalismo, por
ejemplo. O una cosa muy prefascista que se da hoy,
que es el culto a la juventud y el desprecio de la vejez, que lleva a gente de
edad avanzada a desesperarse por seguir sintiéndose joven. Geoffrey Winthrop-Young, otro gran alpinista histórico a quien cito
en el libro, un tipo que perdió una pierna en la primera guerra mundial y
después conquistó el Cervino con una ortopédica, y que además era un tipo que
también tenía sensibilidad humanística y poética y escribía maravillosamente, tiene
un pasaje precioso sobre cómo la vejez no nos impide seguir yendo a la montaña,
pero nos obliga a ir de otra manera y al hacerlo nos hace fijarnos en cosas en
las que el alpinista joven no se fija. El montañismo que yo defiendo celebra y
disfruta todas las épocas de la vida; el montañismo que se impone hoy, sin
embargo, alimenta esa tiranía de lo joven que, llevada a su extremo, conduce a
verdaderos horrores.
Mucha
gente sólo goza de la llegada y no saborea la senda, el camino recorrido. ¿El
montañismo, y más con las redes sociales, se vuelve una manera de darse betún;
un ejercicio de egolatría?
Eso
pasa, sí. Ir a la montaña pensando en el track
y en las fotos que vas a subir a Facebook, presumiendo de cuántas calorías has
gastado, cuántos kilómetros has recorrido, el desnivel que has salvado y otra
serie de parámetros inanes. Un montañismo del número, del reino de la
cantidad que dijera René Guénon, frente al, vamos
a decir, montañismo de la letra, que lo que busca es experiencias,
descubrimientos, anécdotas, cosas de las que un ábaco no da cuenta y que sólo
pueden registrarse y transmitirse mediante un relato oral o escrito. Me parece
una manera verdaderamente idiota de acercarse a la montaña, y a gente como
George Mallory se lo hubiera parecido también, pero
empieza a ser la manera hegemónica de hacerlo.
-¿Es lo que
entiendes por thatcherismo alpinista? Explícanos un poco el término, por
favor.
-Margaret
Thatcher lideró en su época como primera ministra del
Reino Unido, que coincidió con la de Ronald Reagan como presidente de Estados
Unidos, una contrarrevolución que sentó las bases de la fase concreta del
capitalismo que atravesamos hoy; un turbocapitalismo
despiadado que carece de la dimensión caritativa y el espesor filosófico que al
menos poseía el conservadurismo clásico, el de los viejos tories, y que
lleva el individualismo consumista y competitivo que es su savia
a extremos nunca alcanzados por el antiguo liberalismo. La traslación de ello a
la montaña es lo que yo llamo thatcherismo alpinista, una etiqueta que
me pareció llamativa y provocadora.
-¿Es
en la montaña donde mejor y con más claridad se piensa; donde se construyen los
mejores pensamientos?
-No
sé si es donde mejor y con más claridad se piensa: creo que también puede
pensarse mucho y muy bueno paseando por una ciudad; siendo ese flâneur que camina sin rumbo y va fijándose en lo
que le sale al paso. Hubo grandes filósofos que caminaban pero lo hacían por
ciudad, no por campo: Kant, por ejemplo. Pero, desde luego, la montaña es un
espacio magnífico para la reflexión. Un camino, cuando se lo camina, es un
ágora líneal; un espacio de deliberación con uno
mismo y con los demás. Caminando pensamos quiénes somos, qué queremos. Y si
vamos con otros, los descubrimos y los conocemos de maneras nuevas. Yo me he
hecho más amigo de mis amigos en la montaña: enfrentado con ellos a los
obstáculos y las delicias del camino, hemos expandido, profundizado y
enriquecido nuestra amistad de una manera que la convivencia normal en la
ciudad no posibilita.
-No
es nuevo el buscar refugio en la montaña para encontrarse a uno mismo, para
reflexionar, ¿verdad?
-No:
como ya he ido apuntando, hay una larguísima tradición de alpinistas que
buscaron en la montaña un espacio para la reflexión y la transformación a
mejor, de Petrarca para acá. Transformación de sí mismos y del mundo: otra de
las semblanzas que hago en la segunda parte del libro versa sobre el Che
Guevara, que en un momento dado, en su época en México, se obsesionó con
escalar el Popocatepétl, y lo intentó en varias
ocasiones fracasadas (recordemos que padecía de asma) hasta que lo consiguió
por fin. Después, diría en alguna ocasión que no hay mejor escuela que el
alpinismo para los rigores de la revolución. El Popo transformó al Che y
el Che transformó el mundo.
-La
velocidad es mala acompañante para todo en la vida, ¿no es cierto?
-Yo
digo en el libro que la velocidad arruina e idiotiza. La modernidad acorta los
tiempos de espera; es característico de ella hacerlo. Pero, como dice Gregorio Luri, cuando acortamos la espera de algo renunciamos a la
dicha de su disfrute. No gozamos lo mismo, y no valoramos igual, lo que hemos
esperado durante mucho tiempo que lo que obtenemos con un clic. El ser humano
es un animal que espera; el único que lo hace, y, dejando de esperar, dejamos
de ser humanos. Un huevo frito ultracongelado para
calentar en el microondas —ejemplifico en el libro, aludiendo a una empresa de
alimentación alavesa real que los fabrica— puede ser algo muy práctico, pero
jamás podrá ser lo mismo que el huevo frito que su mujer cocinaba para el
pintor Nicanor Piñole, a quien le gustaban las yemas
líquidas pero las claras cuajadas, lo que sólo se conseguía separando la yema
de la clara, friendo la clara primero y echando sobre ella la yema después. Hay
una excelsitud humana que sólo se alcanza ejercitando el campo semántico de la
paciencia, la atención, la lentitud, el cuidado. No hay filosofía digna de tal
nombre que sea rápida, no hay arte verdadero que lo sea. El capitalismo, con su
velocidad desquiciada, también nos vuelve desatentos, que es algo que
martirizaba a la pobre Simone Weil.
Nos vuelve máquinas; el obrero que aprieta tuercas y acaba enajenado en la
famosa escena de los Tiempos modernos de Chaplin.
-Todo
este comportamiento en la montaña que usted reivindica debería estar vinculado
a una enseñanza holística, integral, integradora, responsabilidad de todas y
todos, ¿no crees?
-Sin
duda. En el libro también hablo de la Institución Libre de Enseñanza y de sus
excursiones al Guadarrama, concebidas como parte de una enseñanza que no se
limitara a lo académico, sino que buscara oportunidades para el aprendizaje en
la naturaleza y en el encuentro con las gentes que la habitaban: llegar a un
pueblo y que el herrero, el zapatero, el pastor, explicasen su oficio a niños
que provenían de una élite, aunque fuera una élite progresista, y que así
tomaban conciencia de la grandeza y los padecimientos de las gentes humildes de
aquella España. Hablo también de un profesor que yo tuve en el colegio público
en el que cursé la educación primaria, el Laviada de
Gijón, y que nos llevaba mucho de excursión. Este hombre recorría la ruta
proyectada unos días antes de hacerlo con nosotros e iba dejando por el camino
pequeños mensajes metidos en botecitos de carrete fotográfico, que escondía en
puntos determinados del camino en los que, cuando veíamos una determinada
señal, sabíamos que teníamos que ponernos a buscar. Era un juego muy divertido,
que nos procuraba una alegría inmensa cuando encontrábamos los mensajes; y en
ellos, este profesor, Joaquín, nos lanzaba un acertijo, una información
interesante sobre el paisaje o un nuevo juego. Nos preguntaba, por ejemplo: «Si
echáis una meada en este punto, ¿a qué río cae?», y era una manera divertida de
aprender y también una forma de obligarnos a pararnos y observar; a no recorrer
el camino como con orejeras sino explotar todas sus posibilidades.
Lamentablemente, ese tipo de profesores se está perdiendo por diversas razones:
nadie quiere asumir la responsabilidad de conducir a treinta niños por la
montaña y los padres también se han vuelto excesivamente protectores; ultrapapás que encierran a sus hijos en una burbuja
absurda que acabará volviéndolos pusilánimes.
-¿Consideras
disfrutar de la montaña esas macrocarreras
competitivas, con mogollón de participantes?
-Pueden
ser un disfrute: supongo que la gente que las corre las gozará de algún modo.
Pero no considero que sea disfrutar de la montaña, no. Se disfruta de
otras cosas: de uno mismo, del placer de una egolatría satisfecha, de la
vanidad de ser admirado, pero no de esa montaña para la que no se mira y que
simplemente es un telón de fondo de esas apoteosis solipsistas;
un gimnasio gigantesco al aire libre, algo que se busca someter en lugar de ser
sometido y transformado por ello.
-Quienes
habitan fuera de lo rural, ¿deben entrenar más el disfrute de la montaña?
-En
realidad, tal vez sea al revés. El montañismo es un fenómeno eminentemente
urbano. El campesino tradicional sólo subía a una cumbre si eso le venía bien
para otear su ganado: es el urbanita el que comienza a buscarle dimensiones
artísticas y filosóficas a la montaña en lugar de concebirla tan sólo como un
instrumento de trabajo, si es que no mirarla con indiferencia o con saludable
temor.
-Si
no conoces, ¿no puedes amar? ¿O es un poco relativo, esto? Yo sólo conozco por
documentales muchos lugares y montañas que he contemplado por televisión desde
el sillón, o en un mapa, o en lecturas; y he aprendido a amarlos a pesar de
que, seguramente, nunca los podré respirar, contemplar.
-Supongo
que se puede amar lo que no se conoce, pero cuando se lo conoce se lo ama de
manera nueva y distinta. Se puede amar mucho a un cibernovio
con el que sólo se ha interactuado por correo electrónico, pero nunca será lo
mismo que una pareja a la que se conoce físicamente, ¿no crees?
¿El
montañismo y la montaña han sido utilizados por algunas posiciones políticas
más que por otras? ¿Por qué? ¿De qué manera lo hicieron?
-Te
diría que no; que ha habido montañismos de todas las tendencias políticas. El
montañismo, inicialmente, es un fenómeno nacionalista: el nacionalismo
romántico del siglo XIX busca en las montañas, por un lado, la esencia
nacional, el Volksgeist, que creían
conservado en su versión más prístina por los habitantes de las zonas
montañosas, que se habían mantenido aislados del mestizaje y los torbellinos de
la modernidad propios de las ciudades; por otro, una especie de escuela de
virilidad, de adquisición de virtudes y robusteces masculinas frente al afeminamiento
que se atribuía a la vida urbana; y por otro, una idea más saludable que esas
otras según la cual sólo se ama la patria cuando se la conoce. Unamuno, que era
un gran andarín, decía que no había aprendido a amar su patria leyendo a sus
grandes autores, sino visitando con devoción sus rincones, y sugería al Estado
que impulsase la creación de clubes de montaña como vehículo de educación
patriótica, algo que, sin embargo, el primero en impulsar en España será el
PNV, con sus mendigoizales, de los que
hablo en el libro. Pero después habrá también montañismo anarquista, que
practique en las montañas desde el nudismo hasta el uso del esperanto, o busque
en ellas pasos de montaña para huir del servicio militar o santuarios en los
que refugiarse después de cometer un atentado. Y habrá montañismos socialistas,
como el impulsado por Salvador Allende en Chile para llevar a los Andes a los
niños menesterosos de los suburbios de Santiago. Y otra cosa, creo, muy
interesante sobre la que diserto en el libro es cómo el montañismo colectivo
llega a ser político sin proponérselo. En Chile, donde yo viví un tiempo, los
clubes de montaña, vinculados típicamente a las clases medias y altas y
formados, en consecuencia, por gente habitualmente conservadora, organizan
manifestaciones contra la existencia de montañas privadas; espacios naturales
propiedad de particulares o empresas que no permiten el paso a excursionistas:
llega a suceder que hay montañas que son parque natural por su lado argentino y
propiedad privada por el chileno. Y los clubes protestan contra ello y al
hacerlo protestan contra el capitalismo aunque no lo hagan explícitamente;
impugnan algo tan capitalista como la propiedad privada; exigen, como quería
Allende, la apertura de las grandes alamedas. Cuando un grupo humano se forma,
la política emerge, digo en el libro, como una secreción natural: se discute
sobre la polis.
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