Las
campanas de Sobrepuerto.
Cuando los pueblos de
Sobrepuerto estaban vivos, los volteos y toques de las campanas de sus iglesias
resonaban por laderas y barranqueras, anunciando a los cuatro puntos cardinales
los acontecimiento sociales y religiosos que allí se
celebraban: fiestas, romerías, bodas, bautizos, misas,
rosarios, defunciones, algún incendio…,
¡hasta para desviar o disminuir los efectos de las
malas tormentas!
Las campanas se fundían en el propio lugar por
parte de los campaneros ambulantes, que iban de lugar en lugar para realizar su
trabajo, portando las herramientas y utensilios necesarios (moldes de madera,
martillos, limas, tenazas, punzones, etc.). Los vecinos se convertían en ayudantes y colaboradores del artesano aportando
diversos materiales, como arcilla, leña, metales de cobre y estaño, cera…, y realizando tareas auxiliares, como preparar el horno
para fundir los metales, amasar la arcilla, preparar y acomodar los moldes,
mantener el fuego… En la mayor parte de ocasiones se
reaprovechaban los restos de campanas viejas, piezas metálicas
caseras, objetos y utensilios diversos, para conseguir la cantidad de cobre y estaño
necesarios.
El campanero empleaba más de un mes para fabricar un par de campanas, que era el
encargo más corriente, y ejercía
de maestro y coordinador de un grupo de vecinos, que colaboraban con él de forma ordenada. Según los métodos tradicionales, preparaban un horno de dos pisos: en el
superior ponían los metales de cobre y estaño, para
fundirlo en bronce, y en el inferior se hacía el fuego
de forma continua y sostenida. Al lado preparaban tres moldes de barro, bien
amasado, para que no se abriese (se hiciesen grietas), colocándolos
uno sobre otro sin que se pegasen. En cuanto estaban bien secos, rompían con cuidado el central, dejando un hueco, un vacío entre el molde externo y el interno. Al mismo tiempo el
campanero dibujaba en una plancha de cera las inscripciones, figuras (Virgen,
Cristo, santos, adornos), que pegaba en la parte interior del molde externo,
para que saliesen grabados en la superficie de la campana. Seguidamente llenaba
de bronce fundido el hueco o vacío dejado entre los
moldes externo e interno. Se dejaba a enfriar y, ¡milagro!,
se obtenía la nueva campana.
El momento cumbre del
proceso era cuando el campanero vertía el bronce recién fundido en el hueco entre moldes y lo anunciaba a los
presentes: “Vamos a escudillar el bronce, aclamemos con
una salve a la Virgen de los Dolores”. Reconocía que su oficio era muy exigente, pues cualquier fallo en
los moldes o en la aleación de bronce, repercutía en el resultado final, en la calidad de la campana. Ya no
sólo era que sonase mal, sino que se agrietase por las
deficiencias del metal. Los vecinos distinguían bien
los sonidos y se criticaban entre unos pueblos y otros por el estado de sus campanas.
Si realizar una campana
era difícil, también era
complicado izarla hasta el vano correspondiente de la torre con los medios de
antes: mediante un sistema rudimentario de poleas colocadas en la parte
exterior, basado más en la experiencia que en la
ciencia. La subían lentamente, con muchas precauciones
y esfuerzo humano. De esta acción se contaba una
historia en Sobrepuerto: “En un lugar se juntaron una
veintena de sastres y el alcalde los llamó para subir a
la torre las campanas que acababan de fabricar. Ataron una de ellas a la polea
y los veinte sastres se pusieron a tirar de la cuerda para izarla, pero ni
siquiera conseguían moverla del suelo. Así que el alcalde dijo:
-Vamos a probar con seis
hombres del pueblo…
Y la campana se fue
elevando poco a poco, hasta alcanzar el vano de la torre.
Cada campana constaba de
las siguientes partes: cabezal, eje, copa grande, badajo y ramal. La parte
superior o soporte (cabezal) era de madera de roble, reforzada con aros de
hierro, que realizaba el herrero. El badajo, como una cerilla gigante, tenía en la cabeza un orificio donde se colocaba un gancho y en
su extremo un ramal para tocar. Este ramal, en una de las campanas, era muy
largo, llegaba desde la torre hasta el coro de la iglesia, con el fin de que se
pudiese tocar en el momento de la Consagración (misa) o
del Ángelus, sin necesidad de subir a la torre.
Normalmente el sacristán o un voluntario del lugar
se encargaba de tocar las campanas cuando era necesario. De edad adulta, que
estuviese siempre por el pueblo o sus cercanías, muchas
veces era un anciano que ya no podía realizar faenas en
el campo. Cuando se ausentaba, dejaba las llaves a otra persona, para que le
sustituyera en caso necesario. El campanero era un verdadero artista en su
oficio y los toques eran distintos según su finalidad:
fiesta, misa, rosario, entierro, un incendio o cualquier peligro. Para las
fiestas y romerías, los mozos volteaban las campanas en
distintos momentos de las mismas, engrasando bien sus ejes para hacer menos
esfuerzo. Hasta mitad del siglo XX, se tocaban todos los días
a las 12 horas para anunciar el rezo del Ángelus: cada persona lo rezaba donde
se encontraba (en casa o en el campo). También
convocaban al rezo del Rosario durante todo el mes de mayo. Se distinguían perfectamente los toques tristes (entierros) de los
alegres (fiestas). Los tañidos se oían desde todo el término municipal y los pueblos limítrofes.
Una fiesta sin toque de campanas no sería tal. Los
labradores que estaban en los campos lejanos o los pastores se alegraban al oír las campanas y por su ritmo se enteraban de los sucesos
del pueblo.
También
se tocaban por otros motivos que podemos llamar profanos: para avisar de algún incendio, o para desviar las tormentas durante el verano y
evitar la formación de tormentas de pedrisco. En caso
de incendio se daba aviso de inmediato al campanero, que tocaba una sola
campana grande con un ritmo especial (toques continuos), ya conocido por los
vecinos, que acudían rápidamente
con sus pozales para sofocar el fuego, si se declaraba en un edificio (casa,
pajar), o con hachas y azadas si era en el monte.
Es muy curiosa la arraigada creencia del
dominio de las campanas sobre las tormentas, que podían
formarse cerca o venir desde lejos. En cuanto se acercaban al término municipal, se volteaba continuamente una o las dos
campanas grandes, pues se creía que, con sus constantes
tañidos, con sus sonidos se desviaría su trayectoria.
De todos es conocido el riesgo que se corre al estar en una torre sin
pararrayos y en lo más alto del pueblo, en el momento
de una tormenta con gran aparato eléctrico. Muchas
veces caían rayos, que se podían
observar por la presencia de piedras resquebrajadas o los destrozos en la
veleta. Recordamos una ocasión en la que, en medio de
una gran tormenta de granizo, un abuelo de Escartín
subió a tocar las campanas, que enmudecieron de
repente, pues el campanero quedó inconsciente,
alcanzado de lleno por un rayo. No se tocaba por cualquier tormenta, sólo en aquellas más amenazantes: se
notaba por el ruido que ocasionaba a lo lejos la caída
del pedrisco. En ocasiones llegaba tarde el campanero, por estar ocupado, y la
tormenta ya estaba de lleno en el término, no obstante,
confiaba en sus efectos dominadores.
Un
vecino de Bergua nos contaba que el toque de campanas
fue efectivo al menos en una ocasión: “En
el verano de 1955, creo recordar, venía una tormenta
con mucho ruido por debajo de Sasa, una ‘pedregada’, que iba a pasar por la
añada de los trigos. Los hombres se pusieron a tocar las campanas y la tormenta
se paró en el barranco de la Pera, pero en cuanto
dejaban de tocarlas, avanzaba de nuevo. Así que se
pusieron a tocar con fuerza, hasta que consiguieron desviarla, hacia el solano,
donde no había campos”.
Sin embargo, en Escartín recordaban una granizada
muy fuerte en los años cuarenta (s. XX): “La tronada se
formó en santa Marina, vino por los Coronazos,
pasando la Glera y llegando a los campos del pueblo. En pocos minutos arrasó todos los cereales (trigo, cebada, avena) y se llevó la tierra de los campos, mató a muchos animales que pilló a la intemperie, rompió las losas de los tejados… Detrás de
las paredes se hizo unos ‘rimallos’ de granizo, que duraron dos o tres días.
Ese año teníamos que habernos ido del pueblo, porque
perdimos casi todo, pero ¿a dónde
íbamos a ir?, ¡con la crisis de
la posguerra!”
Otra práctica repetida todos los años en los meses de julio y
agosto, era la colocación de una de las campanas
grandes de forma invertida, con la copa hacia arriba, asegurada con unas cuñas
de madera en su eje. Creían que con esto se impedía la formación de tormentas de
granizo en el término municipal. Era la época de la mies madura, tiempo de la siega, a veces el
granizo arrasaba las cosechas.
Desconocemos si estas prácticas pudieran tener
algún fundamente científico
-las ondas sonoras que emite el toque de las campanas-, ¿no
se usan ahora los cohetes antigranizo?
Lo cierto es que por las circunstancias que fuesen, en algunos casos se
lograban sus objetivos y las gentes tenían fe en sus
beneficiosos efectos.
Cuando
Sobrepuerto quedó deshabitado
(a excepción de Bergua), las
campanas de sus iglesias dejaron de sonar, quedaron mudas para siempre. En
muchos pueblos no se sabe ni a dónde fueron a parar
(una de las de Escartín fue trasladada a Oto) y en
otros han quedado en lo alto de las desvencijadas torres, como en Bergua, Escartín
y Otal, a merced de vientos, lluvias y nevadas. La
iglesia de Otal fue felizmente restaurada en 2014,
con su campanario incluido. ¿Qué
bien quedarían las torres de Bergua
y Escartín con sus cubiertas
repuestas?
©
José Mª Satué
Sanromán.