Cazarabet conversa con...   Llibert Tarragó, coautor de “Stendhal en Mauthausen” (El Mono Libre)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Stendhal en Mauthausen es un libro a dos voces: un diálogo entre un padre y un hijo en la distancia del tiempo. Llibert es hijo del deportado Joan Tarragó, quien pudo volver de Mauthausen, a pesar de haberse exiliado en Francia. De ahí el nombre de Llibert, símbolo de la libertad recuperada. El padre pidió a su hijo que escribiera sus memorias. Pero el hijo tenía por entonces veinte años y dudaba si podría enfrentarse de nuevo a los horrores que había oído en casa cuando era un niño y se escondía de los adultos ex-deportados que visitaban a su padre y compartían sus experiencias.

Pocos años antes de morir, Joan Tarragó escribió sus memorias del campo de Mauthausen, su reclusión de cuatro años y cuatro meses en convivencia con la muerte. Al cabo de más de cuarenta años, Llibert se suma al padre con su escritura de la memoria.

El título Stendhal en Mauthausen rinde homenaje a todos cuantos comprometieron su vida por poder leer, como lo hizo Joan, creador de una biblioteca clandestina en el barracón número 13. Alguno de ellos dijo que mientras leían escapaban, por unos instantes, del infierno.

Padre e hijo Tarragó han construido con estas páginas un edificio de la memoria con detalles de gestos callados que representan la unión en una lucha colectiva que no terminó al salir del campo. Gestos tal vez pequeños, como el de Joan Tarragó al recoger migas de un mantel que representa el recuerdo del hambre, la solidaridad y la resistencia colectiva de quienes daban su comida al que más necesidad tenía.

Llibert Tarragó pasa en estas páginas el relevo de la memoria a quienes vienen detrás. Por eso dedica el libro a sus nietos y cierra la última página con la mención de los niños de Gaza. Porque son ellos, los que sobrevivan, quienes podrán contar y combatir los nuevos fascismos.

Como editores, solo podemos dar las gracias a la generosidad de Llibert por arrancar de su silencio cada palabra y ofrecer este viaje-espejo del siglo XX al siglo XXI.

Los autores:

Llibert Tarragó Esteve (1947). Periodista, editor y escritor francés. Hijo de Joan Tarragó y Rosa Esteve, nacido en Francia (Brive-la-Gaillarde), ha trabajado como periodista en varios medios de prensa escrita como Le Monde y L’Equipe. Es autor en francés de Barcelona íntima y cultural, El puzle catalán y El documento de Prats, traducidos al catalán en RBA-La Magrana. Fundó en París la editorial Tinta Blava, dedicada a la traducción de literatura catalana (Rodoreda, Sales, Pla, Fuster, Ibarz, Barbal o Villaró, entre otros). Allí también creó el grupo de investigación sobre la deportación republicana llamado Triangle bleuDocuments et Archives des républicains espagnols déportés de France. Se define como «hijo del exilio, ciertamente francés, sin duda catalán y republicano español».

Joan Tarragó Balcells (1914-1979). Nacido en El Vilosell (Les Garrigues), vivía en Tarragona cuando estalló la Guerra Civil. Miembro del PSUC, asumió diversas responsabilidades en el Ejército republicano y participó, entre otros hechos, en la primera batalla de Belchite. Tras la Retirada, el Estado francés lo encerró en el campo de Septfonds (1939). Mientras proseguía la lucha contra el fascismo, ingresó en las Fuerzas Armadas francesas. Prisionero de los nazis en 1940, fue deportado a Mauthausen (1941-1945), donde tuvo un papel destacado en la Resistencia republicana. Ideó y fundó una biblioteca clandestina dentro del campo. Exiliado en Francia, tuvo dos hijos y murió en 1979 a los sesenta y cinco años.  En su recuerdo, el pueblo de El Vilosell inauguró en 2018 una biblioteca llamada La Clandestine.

Nos ponemos un poco con el “estudio introductorio” de Francesc -Marc Álvaro:

Llibert Tarragó es hijo de un deportado a Mauthausen que pudo volver a casa. Yo soy sobrino de un deportado a Mauthausen que solo volvió a casa en forma de stolpersteine (adoquín conmemorativo obra del artista berlinés Gunter Demnig) en mayo de 2021. El amigo Tarragó y un servidor estamos unidos por el vínculo doloroso de la deportación de los republicanos que perdieron la Guerra Civil y, luego, fueron absorbidos por el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la maquinaria del mal radical más destructiva que ha conocido el mundo contemporáneo. Me gusta pensar que Joan Tarragó Balcells y Francesc Vidal Casanellas, ambos marcados con el triángulo azul cosido en el uniforme de prisionero, se conocieron y, quizás, se pudieron ayudar en aquel hoyo de inmensa destrucción. Es pura imaginación, desde luego. No tengo nada más, la información es escasa. Imaginar es lo que hacemos cuando queremos atravesar la cortina invisible pero densa que separa a los muertos de los vivos.

Este libro es una manera honesta, sutil y sabia de llenar el silencio. Llibert Tarragó, hijo del exilio en Francia, nos revela en estas páginas las memorias de su padre y, al mismo tiempo, su viaje en dirección a un pasado traumático que exige ir separando las capas que conforman la dialéctica perenne entre el recuerdo y el olvido, entre la herida y la resiliencia, entre las pesadillas y la esperanza. Tarragó, con una prosa rápida, rica y llena de meandros, ilumina el pasado y, con ello, proyecta sobre nuestro presente un testimonio familiar que se inserta dentro de la memoria colectiva como una advertencia, como una señal de alarma, ante las nuevas barbaries y los nuevos odios que se van normalizando a día de hoy. Esta obra, de alguna manera, también es una historia alternativa de España, una sociedad que se permite el dudoso lujo de relativizar los viejos y los nuevos fascismos, por si acaso alguien se pudiera ofender.

El volumen que ha escrito Tarragó es un tributo a la figura de su padre y un ejercicio de diálogo con las sombras, a corazón abierto. El joven Llibert descubrió, a escondidas, en el despacho paterno, las pruebas del dolor que no se comentaba: «Imágenes de fosas comunes medio llenas de capas de cadáveres. Cadáveres blancos. El blanco de la cal. En el margen, tres mujeres vigilantes nazis, expertas del terror, la femineidad disuelta en su uniforme de tosco dril y con la cara adusta, arrojaban los esqueletos como quien arroja sacos de patatas... Cuando mi madre constató mi descubrimiento –el estupor me había impedido volver a guardar rápidamente las fotografías en su sitio–, me atravesó su grito de espanto». El narrador de esta historia aventura un ejercicio arriesgado y valiente, del que surge un tesoro valioso: el conocimiento de los matices de una experiencia sin parangón, sobre la que nunca acabamos de saberlo todo. Sucede más bien lo contrario: cuanto más estudiamos el fenómeno de los campos nazis, más nos damos cuenta de la profundidad del abismo moral, político y social que representaron. Los detalles del mal radical son incontables y van añadiendo estupor a nuestra mirada.

[…]

Conmocionados por la huella del terror, hemos descubierto que estábamos atados –para siempre– a las víctimas de los peores verdugos. Nosotros somos ellos. Solamente siendo (un poco) ellos podremos intentar comprender lo que escapa a toda comprensión. Las nuevas generaciones hemos tenido que rescatar, como hemos podido, los nombres de los que se convirtieron en víctimas. Rescatar los nombres, los rostros, las peripecias y los periplos de aquellos que fueron asesinados en los campos nazis y de aquellos que sobrevivieron, para volvernos a encontrar con la historia más allá y más acá de las frías referencias generales.

[…]

Joan Tarragó ingresó en el campo de Mauthausen el 23 de enero de 1941 y salió el 5 de junio de 1945, un mes después de que el ejército estadounidense liberara las instalaciones. Por cierto, la famosa fotografía en la que aparecen supervivientes de Mauthausen celebrando la entrada en este lugar de un tanque de la 11ª División de Tanques del 3er Ejército de los Estados Unidos no es una instantánea, sino una escena que se reconstruyó e interpretó para que la recogieran las fuerzas US Signal Corps, los militares de los Estados Unidos especializados en fotografiar, filmar e informar sobre la guerra. Se realizó a instancias del coronel que asumió el mando del campo, Richard R. Seibel, el 7 de mayo de 1945, dos días después de la verdadera liberación, que fue fotografiada desde dentro por un deportado, el catalán Francesc Boix, desdoblado en fotoperiodista de la tragedia que él mismo vivió. El momento histórico está bien dramatizado. Sobre el vehículo hay tres soldados que sonríen, además de otro que asoma la cabeza desde dentro. Los prisioneros liberados, la mayoría vestidos con el precario uniforme a rayas obligatorio (fabricado con fibra de papel), saludan a los liberadores y dan la espalda al objetivo. Solo un prisionero parece estar pendiente del fotógrafo: un hombre situado a la izquierda del espectador, que levanta el brazo derecho mientras sonríe levemente y no está nada atento a lo que, sin duda, es el gran acontecimiento: la llegada de las tropas que han derrotado a los verdugos. Sobre la parte interior de la entrada al campo, y mirando hacia la plaza de revista, vemos una gran pancarta que reza: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras».

La escena es casi perfecta y, pese al engaño poético que contiene, capta la alegría que exhiben los actores. Alegría auténtica y dolor auténtico, todo a la vez. Muy rápidamente, aquello se fue olvidando. El historiador Robert H. Abzug, autor de un libro de referencia sobre la experiencia de las tropas de los EUA en la liberación de los campos nazis, escribe que, una vez en casa, los veteranos que habían estado en Mauthausen y en otros campos nazis no encontraron más que incredulidad, disgusto o silencio en la gente a quien explicaron lo que habían visto; al final, se refugiaron en su propio silencio, hasta que, pasados muchos años, hubo un poco de interés por saber la verdad de aquella época.

[…]

Joan Tarragó ingresó en el campo de Mauthausen el 23 de enero de 1941 y salió el 5 de junio de 1945, un mes después de que el ejército estadounidense liberara las instalaciones. Por cierto, la famosa fotografía en la que aparecen supervivientes de Mauthausen celebrando la entrada en este lugar de un tanque de la 11ª División de Tanques del 3er Ejército de los Estados Unidos no es una instantánea, sino una escena que se reconstruyó e interpretó para que la recogieran las fuerzas US Signal Corps, los militares de los Estados Unidos especializados en fotografiar, filmar e informar sobre la guerra. Se realizó a instancias del coronel que asumió el mando del campo, Richard R. Seibel, el 7 de mayo de 1945, dos días después de la verdadera liberación, que fue fotografiada desde dentro por un deportado, el catalán Francesc Boix, desdoblado en fotoperiodista de la tragedia que él mismo vivió. El momento histórico está bien dramatizado. Sobre el vehículo hay tres soldados que sonríen, además de otro que asoma la cabeza desde dentro. Los prisioneros liberados, la mayoría vestidos con el precario uniforme a rayas obligatorio (fabricado con fibra de papel), saludan a los liberadores y dan la espalda al objetivo. Solo un prisionero parece estar pendiente del fotógrafo: un hombre situado a la izquierda del espectador, que levanta el brazo derecho mientras sonríe levemente y no está nada atento a lo que, sin duda, es el gran acontecimiento: la llegada de las tropas que han derrotado a los verdugos. Sobre la parte interior de la entrada al campo, y mirando hacia la plaza de revista, vemos una gran pancarta que reza: «Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras».

La escena es casi perfecta y, pese al engaño poético que contiene, capta la alegría que exhiben los actores. Alegría auténtica y dolor auténtico, todo a la vez. Muy rápidamente, aquello se fue olvidando. El historiador Robert H. Abzug, autor de un libro de referencia sobre la experiencia de las tropas de los EUA en la liberación de los campos nazis, escribe que, una vez en casa, los veteranos que habían estado en Mauthausen y en otros campos nazis no encontraron más que incredulidad, disgusto o silencio en la gente a quien explicaron lo que habían visto; al final, se refugiaron en su propio silencio, hasta que, pasados muchos años, hubo un poco de interés por saber la verdad de aquella época.

[…]

Tomemos nota y expliquémoslo a nuestros hijos, y que estos lo expliquen también a nuestros nietos. Procuremos que cada testimonio, como el que representa este libro valioso, sea siempre una celebración de la vida y de la dignidad humana contra las fuerzas de la oscuridad.

Algunas páginas desde la pluma de Llibert Tarragó:

Ahora disponía de todo el tiempo del mundo para volver a apropiarme del apartamento nº 10, puerta B. En el vestíbulo de entrada había una barra torcida colgando. Proa de esta mala comedia, había perforado la pared que conservaba la marca de los buzones.

La escalera todavía era accesible.

Un torrente de imágenes y de sonidos iba creciendo a cada peldaño. Mi pensamiento no se podía contentar con la memoria contemplativa. ¡Podría abrir la puerta izquierda del primer piso! ¡Soltar «la lágrima espléndida del retorno»!

¡«Volver a ver» la piedra de Mauthausen!

Estaba puesta sobre un velador, encima del cual dominaba un espejo trabajado y cubierto de dorados. Cuando uno entraba no veía más que la mini estela de piedra en su exigencia de memoria y de respuesta al olvido. Mi padre se la había traído del campo con ocasión de la celebración del vigésimo aniversario de la liberación, el 5 de mayo de 1945. Joan Ramon y yo teníamos cada uno nuestro pedazo de granito dispuesto sobre una repisa, donde se veían dos inscripciones:

– «Tarragó Joan - 4355 - Mauthausen - 23.1.1941 / 5.5.1945» (apellido, nombre, matrícula, campo, fecha de entrada, fecha de salida)

– «Piedra de la cantera del campo de exterminio de Mauthausen. Fragmento de alambre de espino electrificado, situado frente al horno crematorio».

[…]

De repente me pareció imperioso hacerle saber que transmitía a mis nietos la piedra y su alambre de espino con esta nota:

Queridos nietos, este objeto me ha acompañado gran parte de mi vida. Me gustaría que supierais que hay objetos como este que se imponen en la memoria, que conectan vidas y reinician el tiempo. Un pacto tácito nos vincula con las generaciones que nos preceden. El presente es el pasado del futuro, ¡recordad bien esta frase!: el presente es el pasado del futuro. Cuando tocáis el presente, tocáis el futuro.

Rehusad la indiferencia al porqué y al cómo de las cosas.

Julio Verne dijo: «¡Mira con todos tus ojos, mira!».

Así, mirad este objeto que viene de vuestro bisabuelo desde el mundo del Mal, que sufrió y al que sobrevivió; si no, no estaríamos aquí juntos. Podréis hacer de él vuestra Memoria, esta expresión del sentimiento. Podréis hacer de él Historia, esta ciencia en conciencia, llevada por la exigencia de la Verdad. Es más que una piedra de la cantera de Mauthausen y un fragmento de alambre del mismo campo nazi. La cola con su color envejecido que sujeta la piedra en su base os deja imaginar lo que podía pensar vuestro bisabuelo en el momento de pegarla, hace sesenta años. Era voluntad suya testimoniar y darnos que pensar.

Necesitaba terminar así. Era como si la piedra se hubiera girado hacia mí y me hubiera incitado a lanzar una última salva: «Será la introducción de algo más extenso que dé fuerza para superar los vientos contrarios y dar ganas de luchar. Así va la vida, amigo Albert Om».

[…]

En la mente de mi padre, yo estaba destinado a escribir sus memorias. Mi oficio de periodista, en el que debutaba, me designaba a ello. Me lo pidió. ¡Qué idea tan desacertada!

¡Pobre hombre! Me quedé mudo. A los veinte años me sentía más inclinado a recorrer el Yellow Submarine de los Beatles que a subir los 186 escalones de la cantera de Mauthausen. ¿Acaso me sentía sacudido de un lado por el temor, y del otro por el deseo de huir del horror del que había oído hablar durante demasiados años? El mundo de afuera me llamaba, así que me precipité hacia él «salvajemente», convencido de que mi «huida» me alejaría de la negrura de la Memoria.

Bajo el shock de mi única visita al campo, en mayo del año 2000, finalmente le respondía, pero con mis cincuenta y tres años, y con él ya difunto. «Difunto» y no «desaparecido», como se suele decir. En efecto, ningún muerto se borra; con solo llevar su duelo, afirmamos una presencia. Había superado un nuevo umbral. Mi sangre de «hijo de» iba adquiriendo grosor. ¡Hijo de deportado, por supuesto! Las palabras crueles y febriles que en la época de mis últimos biberones habían penetrado en mis oídos inocentes volvían a remontar hasta la superficie.

Una parte de mí se levantaba. Desde entonces, sin dejar que aquello devorara el resto de mi vida, tendría que contemporizar con la materia coagulada. No sería fácilmente comunicable, pero todo ello no sería nada comparado con la materia, superior e inalcanzable, de los deportados, nuestros Intocables

 

 

 

 

Cazarabet conversa con Llibert Tarragó:

-Llibert, este libro te ha hecho redescubrir, de forma diferente, a tu padre, Joan Tarragó?

-Yo no diría que redescubrir a mi padre, el proceso de escritura fue una manera de acercarme de manera diferente a él, de pasar del instinto filial de afecto al respecto hacia un hombre. Un día expresó, cuando yo tenía unos veinte años, su desilusión: «Pensaba que seríamos amigos». Hoy en día me resulta duro recordar estas palabras. Pero ¿hijo y padre podían ser amigos, yo sin experiencia y él con su imagen de superviviente con un cuerpo castigado? Solo podía salir de nuestra relación un respeto deslumbrante, con la mezcla de   la idea fija, casi una obsesión, que se podía morir en todo momento, que era como un Intocable. De verdad, el temor a su posible pérdida me paralizaba de manera más o menos consciente. Era como la estatua del Comendador, imagen que yo me había montado a lo largo de los años al ver cómo la gente le tenía admiración.  En primer lugar, los ex-deportados republicanos españoles y franceses que lo venían a visitar como si fueran a ver a una figura de líder de sabias opiniones. Todos conocían su papel en el marco de la resistencia española en Mauthausen, y yo notaba con mi sensibilidad de niño, luego de adolescente, que este hombre había tenido recorrido en guerras y en el infierno concentracionario. Ya lo he dicho: un Intocable. Yo era un hijo callado por haber pasado años y años, desde bebé diría yo, bajo el angustioso cielo del recuerdo de la deportación, al que se puede añadir la sombra del exilio que no es poca cosa tampoco. No podíamos ser amigos tal como se entiende la palabra que incluye igualdad. No había igualdad entre él y yo. El padre, como sumo, ejemplo; la madre, como sumo, protectora y dos hijos intimidados por estas dos figuras de alta moralidad. 

-Te expones a ti mismo en conversación con tu padre, en el libro. Tu padre que fue un superviviente de Mauthausen. Las conversaciones con él eran “sanadoras”; era como renacer, después de lo que te relataba…

-Este libro nos permite «conversar» a distancia. Es algo importante para mí, para mi hermano, y lo será para los nietos cuando sean mayores. No puedo afirmar que mi padre me relatara cosas del campo. Nunca me dijo «ven aquí, voy a explicarte lo que fue mi vida de deportado». Cuando me «convocó» fue más bien para explicarme lo que fue su vida de niño en un entorno de miseria que les hizo migrar, él con diez años, de El Vilosell a Tarragona. El regalo de Navidad era una naranja.

¡Nada de renacer! Aparte del hecho que vivíamos también entre risas y bromas, el ambiente del piso te imponía, desde bebé. El relato de lo Indicible, tema muy presente en los libros sobre la deportación. El entorno jugaba otro papel. Cada domingo, nos encontrábamos entre españoles en lo que se podría calificar de Ateneo donde se mezclaban las costumbres culturales de las Españas, era un baile de alegrías templadas por el sentimiento del exilio, y, claro, se oía hablar de la guerra civil, de Franco, de Mauthausen y de otros campos de concentración. Dos veces al año, los deportados franceses y españoles de la región, muy solidarios, se reunían en un banquete donde se oían discursos en el momento de los postres. Éramos unas doscientas personas. Cada adulto trataba a cada niño como si fuese su hijo. Se multiplicaban las pruebas de afecto. ¿Por qué?, pues porque representábamos el futuro, la victoria del presente-futuro sobre lo que había pasado, éramos las luces de su renacimiento. Volviendo a la intimidad de casa, yo no necesitaba charlas sobre la deportación viendo el desgaste corporal del padre; fue un choque tremendo cuando descubrí las fotografías del campo que yo «robé» un día en su pequeño despacho. Vivíamos en un piso de tamaño reducido como solía tocar a una familia pobre formando parte de lo que yo llamo el exilio del montón. No se podía esconder nada. A los seis años, los papeles del padre, las largas cartas que le veía escribir eran un misterio para mí. Lo tenía que descubrir. Allí supe, sin saber lo que era, un archivo. Más tarde, me enteré que un archivo puede representar un mar de remolinos.

-Pero eran conversaciones en las que tú, también formabas parte, ¿cómo eran para ti? ¿qué suponían?

-Yo no formaba parte de las conversaciones entre deportados en casa. Motivado por una curiosidad que parece ser innata, escuchaba ya de pequeñito escondido detrás de la puerta del salón. ¡Se oían cosas tan fuertes!... asesinatos, palizas, perros terribles, SS matando a tiros y a latigazos. Fue una especie de aprendizaje del mal, me lo hubieron evitado los adultos si me hubiesen pillado.

-El día que tu padre te pidió que escribieses sus memorias, ¿qué sentiste, más allá de una carga de responsabilidad?, por mucho que seas periodista aquello te era tan próximo que te afectaría sí o sí… ¿Dónde pone, aquí un periodista, la raya roja?

-No me lo planteé. Yo hui. Ni contesté, si recuerdo bien. Este es el recuerdo que tengo. A los veinte años, piensas en tu propia construcción. Además, empezaba con el periodismo. Me enseñaban a escribir. Mi construcción de adulto no podía tener como base la muerte, el mal absoluto, el Infierno, cosas que había ingerido desde pequeñito. Quizás sin saberlo me defendí de mi proprio trauma que surgiría a los cincuenta y tres años de manera inequívoca al visitar el campo de Mauthausen. 

-Tu padre fue víctima del síndrome del superviviente---el sentirse culpable por haber sobrevivido a la barbarie, mientras tantos, sin saber bien porqué, morían---… era como jugar a la lotería todos los días…-Y tú cuando descubres su historia, lo que le pasó y lo que  vivió tu propio padre como otros muchos, incluidos los que le visitaban a vuestra casa; ¿cómo lo fuiste asimilando?.

-¿Síndrome del superviviente ? .¿De dónde sale este concepto ?. Lo desconocía. ¿Sentirse culpable de qué? ,¿de haber sobrevivido a los nazis gracias a la lucha clandestina en el campo ? A menudo, se me pregunta como mi padre pudo aguantar en el infierno nazi durante cuatro años y cuatro meses. La respuesta es suya, escrita por él: «Sobrevivimos gracias a la lucha colectiva clandestina actuando allí contra el fascismo hitleriano y pensando en volver a España para vencer a Franco. Desde un punto de vista íntimo, sobrevivir significaba olvidarte de tu familia, de tu pueblo, de tus amigos, de tus paisajes, si no, te suicidabas. Nuestra fuerza moral procedía de nuestra ideología clara de comunistas luchadores.»

-La historia clínica—sucesión de signos y síntomas que desvelas al comienzo del libro---- da escalofríos…seguramente que le deparó problemas toda la vida, ¿no?;¿cómo era convivir con eso?

-Es muy sencillo. El padre iba cada mes al médico. Cuando volvía siempre le salía esta frase: «El señor Daude (así se llamaba el médico de la familia), me ha dicho que tengo un cuerpo de un hombre con quince años más.» Dejó de trabajar a los cuarenta y cuatro años. Murió a los sesenta y cinco años. Los nazis mataron también a fuego lento: muchos de los supervivientes murieron poco tiempo después de su salida de los campos. La visión del superviviente sería equivocada si se pensara que el superviviente salió «indemne» de los campos de la muerte. El aspecto psicológico tiene una importancia de peso: el padre llevó veintisiete años con pesadillas cada noche. «No puedes dormir al lado de un deportado» dijo una escritora francesa cuyo marido había sido deportado. Convives con esto escuchando a tu madre que te dice, sin parar, «ir con cuidado con el padre». No jugamos nunca a fútbol con él. Era impresionante verlo ponerse cada día el corsé médico que sostenía su cuerpo, y nos acostumbramos a verlo caminar con un bastón.

-¿Encontraste o casi conociste así, de un nuevo modo, junto con sus compañeros que iban pasando por vuestra casa a un “nuevo “ Joan Tarragó?. ¿Cómo eran esos “encuentros”?

-Había un Joan Tarragó íntimo y un Tarragó social. En casa, se pasaba el tiempo con sus papeles, tenía una correspondencia importante y, para distraerse, cuidaba su colección de sellos y sus pajaritos en la jaula del balconcito. Mi madre cuidaba dos niñas francesas y esto hacia entrar una especial alegría y amor entre nosotros. Algo se despertaba en él, de manera espectacular, cuando venía gente o cuando le invitaban en algún acto oficial. Vestía un traje elegante, camisa y corbata, sombrero, su postura le hacía como crecer. Esta actitud era muy de los republicanos españoles que conocí, una manera de dar más relieve a la voz de la lucha y de ponerse a la altura de lo que habían hecho en su juventud; juventud que el fascismo les había robado.

-¿Les salvó a muchos de ellos el encontrar en la lectura un aliado?- ¿Y cómo fue el crear una biblioteca?

-Él decía «leer era un motivo para escaparse un momento del infierno». No había mejor aliado en el infierno junto a la solidaridad efectiva entre deportados, como robo de comida o de medicación, por ejemplo. Mi padre empezó la biblioteca con la llegada en el campamento del convoyes franceses e italianos, hacia finales de 1942 o principios de 1943, que llegaban con libros. Había dos compañeros que trabajaban en la tienda ubicada fuera del propio recinto del campamento los cogían y se los pasaban. No hace falta decir que la biblioteca era clandestina y que, si las SS lo hubieran sabido, habrían arriesgado sus vidas. Logró reunir entre ciento cincuenta y doscientos volúmenes. Un catalán, que se llamaba Picot, reparaba los libros que generalmente llegaban en malas condiciones debido al transporte. Cuando mi padre cambió de lugar en el campo, Juaco Sánchez lo reemplazó y continuó el trabajo con la ayuda de Picot. Al principio, como se puede comprender, la gente no tuvo el coraje de leer, pero, cuando las condiciones físicas mejoraron un poco, la biblioteca atraía más. Organizó la biblioteca en la barraca 13 con la ayuda de Manuel Azaustre. Él mismo le consiguió un armario para esconder los libros. Después, la biblioteca fue trasladada a la barraca 12 donde permaneció hasta la liberación del campo. Los libros eran muy heterogéneos. La gran mayoría estaban escritos en francés y trataban diversos temas. Recordaba mi padre que había, entre otras, novelas… de Zola, Victor Hugo, Dostoievski, La madre de Gorky. Yo busqué gente que hubiera sido lector de la biblioteca. Era demasiado tarde para encontrar a muchos, pero encontré el señor Benieli que me explicó, con emoción, que leyó La cartuja de Parma de Stendhal. Es el motivo por el cual el libro se llama Stendhal en Mauthausen. Yo también me emocioné escuchando al señor Benieli, hoy fallecido.

-En cuanto a afrontar la vida después del averno de los campos nazis, ¿cómo fue?, porque bien, sí…el primer instinto es el silencio, pero éste debe romperse para poder sanar, ¿no?, y no hay una fórmula sanadora hay una para cada sobreviviente y éste o ésta deberá encontrarla…en algunos será la escritura, en otros el ir a romper el silencio contándolo en las aulas, otros encontrarán en la expresión artística—cualquiera—la manera de sacar lo vivido…otros, quizás, en la rutina y la cotidianidad…

-No sé por qué se habla tanto del silencio. Sobre el tema, es verdad que tengo ejemplos de gente que no habló por varios motivos, uno de ellos era el hecho de que no se los creía, otro de ellos era porque resultaba difícil explicar tales vivencias. Yo hablo desde Francia donde regresaron antes de emprender otra vida. Pocos volvieron a España al momento. Mariano Constante, aragonés de origen, dijo: «Éramos unos Don Nadie». Pero pronto se manifestó solidaridad por parte de deportados franceses y partidos y asociaciones de izquierda, también en nuestro caso nuestro la Cruz Roja.

Su comentario es justo, pasados los años, se multiplicaron escritos y charlas en las aulas. En Francia, las amicales de deportados organizaban con el apoyo del Ministerio de Educación Nacional viajes de profesores y alumnos. Hoy en día ya no pueden decir «el nunca más» que pronunciaron durante años y años. Hoy en día tenemos 138 guerras registradas en el mundo, pues desastres y más desastres.

-El prólogo de Frances-Marc Álvaro es excelente y una especie de invitación a saber más de una época histórica que nunca debería repetirse, por favor coméntanos al respecto y fíjate mientras estamos escribiendo estoy leyendo libros, imprescindibles, como el vuestro o los muchos que hay al respecto el fenómeno de la ultraderecha, del negacionismo, del fascismo aquí, en España o en toda Europa como fuera del viejo continente es la pauta general y creciente… ¿qué está pasando?

-La presencia de Francesc-Marc Álvaro en el libro que publica la editorial El Mono libre representa un valor añadido para mí. Su tío se murió en Gusen, campo del complejo de campos de Mauthausen, su filiación de descendiente de deportado se refleja en su texto de manera personal y de manera implicada. Nuestra amistad es la de dos descendientes que se implican en las tareas, de hoy, a favor de la Memoria. El filósofo Jankelevitch dice que los muertos dependen de nuestra fidelidad.

Lo que está pasando es que, desde la caída del Muro de Berlín, el capitalismo pudo cambiar libremente su trayectoria, expandiéndose por todo el mundo, cambiando su estructura, aplastando el «viejo mundo», aplastando a las clases obreras, etcétera. La ultra derecha, como siempre, ayuda a este aplastamiento o de manera «sutil» como en Francia (ver Le Pen) o descaradamente en España (ver Vox). 

-Entre los superviviente y los que liberaron los campos nazis se vivieron episodios de trastorno de estrés postraumático y no hay una terapia o una pócima que les cure…cada uno, quizás con el único denominador común, de romper el silencio y la empatía tienen el punto de arranque, pero luego deben de hacérselo todo… ¿qué testimonios versus experiencias has visto en esto?

-Explico en el libro el trauma concentracionario. Solo he tenido la experiencia del padre realmente a la vista. Los demás no tanto, claro. Leed el libro. Es escalofriante ver cómo se manifestaba el trauma en el día a día. Sé que en Israel se ha estudiado este trauma en la universidad de Haifa. Existe también el trauma de los descendientes, y de ello poco se habla, aunque se esté estudiado como en el libro Trauma et Histoire de Françoise Davoine et Jean-Max Gaudillière. Un libro para todos los que se preocupan por el sufrimiento humano, pero también para todos los que se preguntan por el vínculo misterioso y esencial entre la historia de un hombre y toda la historia. Cada uno de nosotros tiene fantasmas que parecen venir a reclamar los derechos de los muertos que hemos olvidado, que hemos callado, que nunca hemos nombrado. Sobre todo, los que murieron en la guerra. Destacan el hecho de que las tragedias humanas sólo pueden transmitirse de una generación a otra en el contexto de la historia. Lo pienso con firmeza: primacía de la historia sobre la Memoria.

Me apetece incluir en mi respuesta un poema de Louis Aragon escrito en el 1946:

Hay tanta gente en este nuevo mundo

Para quienes la dulzura nunca volverá a ser natural

Hay tanta gente en este viejo mundo

Para quienes toda dulzura es ahora extraña

Hay tanta gente en este viejo y nuevo mundo

Que sus propios hijos no podrán

Entender

-Encuentro en este libro verdadera belleza que va, como te decía, desde el prólogo hasta vosotros… hay como una armonía camuflada… el horror se puede transmitir, también con “bellas palabras” que conforman frases explicativas y párrafos muy acertados, cercanos, certeros, ¿es así?

-Le agradezco su comentario. Sí, se puede hablar de «Armonía camuflada». ¡Qué acierto! Me quedo con esto, impactante. Me lo quedo para reflexionar ya que no pararé de escribir sobre el tema hasta el final de la vida. Armonía camuflada, no sé si mi madre entendería del todo el concepto. Lo negaría por la presencia de la palabra «armonía». Su vocabulario se concentraba en «angustia», «vigilancia», «ayudar», «olvidar» … un olvido imposible. Pero le salían también sonrisas, risas y bromas sobre todo cuando pasaba la frontera camino del pueblo donde nació. Entonces andaba de manera diferente, se lo aseguro. Escribí un día un artículo «Exilio y cuerpo». Cuerpo maternal en Portbou, cuerpo de las exiliadas bailando sevillanas, también jotas, en el Ateneo de Brive-la-Gaillarde donde nacimos mi hermano y yo, cuerpo de los abrazos en el andén de la estación al reunirnos de nuevo con familiares desconocidos para nosotros, los hijos del exilio….

-En España, debido a que la dictadura todavía sobrevivió a la II Guerra Mundial el dolor se prolongó de manera diferente y diferencial entre los perdedores, entre los exiliados y entre los que sobrevivieron a los campos  nazis… fue todo mucho más difícil para todos porque uno de los verdugos, uno de los cómplices se seguía paseando y hasta reuniendo con algunos de los libertadores de los campos nazis, la visita que hace el 34º presidente de los EEUU de América, Dwight David Eisenhower, más conocido como «Ike» a Franco no, digamos, aliviaba para nada “ese dolor”.. ¿qué nos puedes decir?

-Lo que puedo decir es que, siendo francés de nacimiento y de vida, en aquellos tiempos no me enteraba de lo que pasaba en España. España para mí era sinónimo de miedo, solo con ver la cara de Franco en los sellos de la poca correspondencia que llegaba de la familia. Lo que despertó mi conciencia de la España real fue el asesinato de Julián Grimau y el de Salvador Puig Antich, en el primer caso vi a mi padre estremecerse, en el segundo caso vi a mi madre llorar.

-Veo a tu padre como recogido o en recogimiento en una foto –pág,36—en “la escalera de la Muerte” … Él regresó en 1965, ¿cómo os lo relató? porque aquel regreso veinte años después debió de ser…

-No nos dijo nada del campo, salvo su alegría de haber vuelto a ver ex compañeros de muchos países. En Mauthausen hubo 26 nacionalidades representadas. De allí salió una correspondencia internacional intensa. Habló de su visita a Viena con mucho gusto. Pero llegó con una piedra de la cantera de Mauthausen. La puso en la entrada del piso. La piedra decía más que las palabras… La he recogido, la tengo en casa, se ha expuesto en exposiciones temporales en Barcelona y Lérida. Me han pedido un comentario. Dejé este dedicado a mis nietos: «Este objeto me ha acompañado durante casi toda mi vida. Me gustaría que supierais que hay objetos como éste que se imponen a la memoria, que conectan vidas y que recrean el tiempo. Así que fijarse bien en este objeto, que procede de vuestro abuelo desde el mundo del mal que sufrió y del que escapó; de lo contrario no estaríamos aquí hablando. Es mucho más que una piedra de la cantera de Mauthausen, más que el alambre de espino que la envuelve, fue su deseo dar testimonio y darnos de que pensar”

-Tú visitaste Mauthausen en el año 2000… ¿qué nos puedes trasladar de aquella visita?

-Muchas cosas de las cuales destacaré la consciencia de la limitación del espacio para las 200 000 personas que pasaron allí, y el ver que la chimenea de los crematorios estaba tan cerca de las barracas, lo que suponía para los presos oler día tras día la carne quemada. De ello escribió mi padre, pero leer es una cosa y otra es tomar consciencia de esta proximidad terrorífica.

-Me conmueve el acercamiento que haces a tu madre, a todas las mujeres, compañeras de los que regresaron… y también, no puedo dejar de pensar en aquellas que aguardaron su regreso entre el silencio de la incertidumbre...

-La madre sí, la madre en la danza de los días, la madre que me dio el biberón en catalán, la madre que se negó a que estudiase el alemán en el Instituto, la madre que quizás rezaba ya que descubrí en la máquina de coser, después de su muerte, la imagen de la Virgen del Montgoi de su pueblo de Vilaverd, la madre exiliada que no pudo ver morir a su padre y a su madre, la madre total, «Las mujeres son de leche, los hombres llevan armadura» dice Christian Bobin. Y de John Fante: «Resulta tan fácil hablar con tu mamá; incluso lo que no entiende, intenta comprenderlo». Me esfuerzo en pensar no lloremos por haberla perdido, sino alegrémonos por haberla conocido. No és fácil.

Me gustaría dejarles con esta frase de Doris Lessing: «Siempre tendemos a pensar que la guerra termina con el armisticio, pero no es cierto».

Deseo añadir: ¿quién soy yo, Llibert Tarragó, sin acento en la «o» en Francia, con acento en la «o» en España, quién soy, salido del doble Desastre del siglo XX, nazismo y franquismo? ¿Sería sólo un hijo de Mauthausen ya que mi nombre salió de allí? O…

 

Registre del camp de Mauthausen : Joan Tarragó es fa registrar voluntariament cuiner (koch).

 

Pensant en els amics comunistes morts al camp (foto Francesc Boix)

 

Joan Tarragó parlant al plè del comunistes a Mauthausen el 13 de maig 1945. Es nota com de prim està.

 

La única foto de « l’escala de la mort », 186 esglaons.

 

Els forns crematoris.

 

La Stolpersteine inaugurada en el 2024 a peu de casa on Joan Tarragó a Tarragona, Carrer Portal del Carro.

 

Deportats a l’alliberament del camp el 5 de maig 1945

 

Joan Tarragó amb el vestit de deportat amb matrícula 4355

 

Joan Tarragó i Rosa Esteve, temps de festeig 1932/1933 a Vilaverd

 

Familia, any 1955, a Brive-la-Gaillarde : Joan Tarragó, Joan Ramon Tarragó, Llibert Tarragó, Rosa Esteve Serra

 

 

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