Cazarabet conversa con... Pablo Batalla Cueto,
autor de “La bandera en la cumbre. Una historia política del montañismo”
(Capitán Swing)
Un excelente
ensayo sobre cómo el deporte llega a través de deporte hasta las más altas
cumbres alpinas que ha alcanzado el ser humano.
Todo en un
ejercicio constante de conquista, reconquista y “egos” que van más allá de lo
personal y que atraviesan fronteras y los términos más elevados de la
geopolítica…
Cada vez que
abres un libro de Pablo Batalla no solamente aprendes, sino que vas más allá,
te formas y saldas como deudas pendientes con el conocimiento y con las lagunas
del mismo.
Este libro, La
bandera en las cumbres que edita la valiente y estimulante editorial Capitán
Swing es otro claro ejemplo.
Aunque muchos de
los que nos acercamos al libro no somos tontos y ya nos olemos la tostada…el
libro, definitivamente, nos abre los ojos.
La sinopsis del
libro: Sherpas en huelga. Feministas que clavan la bandera sufragista en lo
alto de un pico. Alpinistas veganos, alpinistas ciegos, alpinistas a la fuerza
en las sierras del maquis, alpinistas trans ondeando el estandarte rosa, blanco
y azul en cada una de las Siete Cumbres, montañeros evangélicos en busca del
Arca de Noé en la cima del Ararat. Anarquistas que van al monte a practicar
esperanto o a buscar escondrijos para las armas de la acción directa.
Montañeros fascistas, pacifistas, peronistas, liberales, conservadores. Papas y
santos alpinistas, judíos ortodoxos estudiando la Torá en las faldas del
Everest. Las excursiones de Tolkien, las de Lenin, las de Helmut Kohl, el mountaintop soñado por Martin Luther King. Largas
colas en el Everest del siglo xxi para ondear dos
docenas de variopintas banderas. «No hay no política, todo es política», se
dicen dos personajes de La montaña mágica, de Thomas Mann, en un
balneario de los Alpes suizos, y con esa referencia literaria empieza este
libro sobre las mil maneras en que se ha hecho política desde los afilados
púlpitos de los picos del mundo. Entretanto, van apareciendo tanto las
grandezas como las miserias de la historia del alpinismo, espacio de libertad y
emancipación a veces, y de opresión muchas otras.
El autor:
Licenciado en Historia por la Universidad de Salamanca, corrector de estilo,
traductor y ensayista. Es autor de cinco ensayos: Si cantara el gallo rojo.
Biografía social de Jesús Montes Estrada «Churruca» (2017), La virtud en
la montaña. Vindicación de un alpinismo lento ilustrado y anticapitalista
(2019), Los nuevos odres del nacionalismo español (2021), La ira
azul. El sueño milenario de la Revolución (2023) y Yo podría haber sido
Fidel Castro (2024). Ha participado también en los libros colectivos Ígor
Medio: el carbón y l’arena (2022), Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia
(2022), Conceyu Bable. El frutu y la semiente (2024) y Claves de política
global (2024). Ha traducido dos libros del francés: la Fisiología del
gusto, de Brillat-Savarin (2013) y Juzgar a
Franco, de Sophie Baby (2025). Publica una columna en Público,
colabora con La Marea, hace largas entrevistas biográficas para Jot Down Sport y Nortes
y ha publicado artículos en El País y Nueva Sociedad, entre otros
medios. Coordina la revista cultural digital El Cuaderno y es activo en
X y Bluesky. Sus campos principales de interés y
escritura son la religión; la pervivencia de sus arquetipos y mentalidades en
la política secular contemporánea; los umbrales de época y revoluciones; la
historia del pensamiento conservador, reaccionario y fascista y, por último, la
del «socialismo real» en Europa del Este, con especial interés por la vida
cotidiana. Y va al monte todo lo que puede con los grupos Gárrate a la Pación y
Los Fugaos.
El
autor ya ha estado conversando con nosotros otras dos veces:
https://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/virtudmontana.htm
https://www.cazarabet.com/conversacon/fichas/fichas1/sicantara.htm
Cazarabet
conversa con Pablo Batalla Cueto:
-Pablo, dinos, explícanos, el porqué
de este libro. ¿Qué es lo que te ha hecho escribir sobre la gran influencia de
la política en la montaña y en la conquista de las cimas?
-Echar de menos,
como lector, un libro así. Soy montañero desde pequeño y me gusta conocer la
historia de todas las cosas que me apasionan, pero, cuando he leído historias
del montañismo, siempre me las han contado desde el punto de vista deportivo o
desde el romántico. Las montañas como un espacio para los récords o para la
evasión. Tendemos a pensar en las montañas como un lugar en el que escapamos de
las cuitas del mundo y las miserias de lo humano; de la polis
y, por lo tanto, de la política. Allí arriba somos ángeles o, al menos,
genéricamente humanos. Cuando Hillary sube al Everest, es una gesta del género
humano; un pequeño paso para un hombre, pero uno grande para la humanidad. Te
lo cuentan así y no te cuentan que la expedición empezó con los sherpas y
porteadores cagando literalmente, con perdón, delante de la embajada, en
protesta porque los habían puesto a dormir en el suelo húmedo de un garaje
infecto, sin siquiera un cubo para hacer sus necesidades, mientras los
alpinistas occidentales y Tenzing Norgay
dormían arriba, en habitaciones lujosas en la embajada. Esto no lo sabía antes
de escribir el libro; lo descubrí documentándome para él. Pero sí sabía que la
historia del montañismo había sido muy política desde el minuto uno, vinculada
al liberalismo, al nacionalismo, al imperialismo… Los montañeros del siglo XIX
también eran soldados del imperio que exploraban zonas desconocidas, las
mapeaban, prospectaban recursos naturales y humanos y empezaban a pensar en
cómo explotarlos… Se suele considerar que el alpinismo nace con la expedición
de Balmat y Paccard al Mont
Blanc en 1786. Eso es tres años antes de la Revolución francesa, ese Big Bang de la modernidad, y no es casualidad. Toda la
política que nace de ese Big Bang va a
impactar en la montaña inmediatamente. Pero yo no conocía un libro que lo
contase, y entonces me propuse escribirlo yo.
-Esto
no viene de ahora: la política, la religión y la geopolítica han estado siempre
ahí, ¿verdad? Pero hubo «un antes y un después».
-A las montañas
se ha subido siempre. Han subido los pastores, para ver a las ovejas desde
arriba o atajar, y mi admirado Víctor Puente Cantero, un alpinista cántabro, se
ha encontrado sus rastros, en el Desfiladero de la Hermida, en lugares por los
que dice que él no se atreve a pasar. Puente es el alpinista más temerario que
se pueda concebir; yo me encuentro las fotos que cuelga en Facebook de los
lugares por los que trepa y me da vértigo solo verlas. Pues bueno, esos
pastores —y él dice que sus ídolos no son Reinhold Messner ni Kilian Jornet,
sino los pastores de la Hermida— treparon por sitios que es a él a quien le dan
vértigo.
También se ha
subido montañas, desde la noche de los tiempos, con propósitos militares.
Alejandro y sus hombres subieron muchas en su camino hacia la India, sobre el
que estoy leyendo ahora un libro precioso, Alejandro en el fin del mundo, de
Rachel Kousser. Incluso ha habido gente, en la Edad
Media y antes, que ha subido montañas sin ningún propósito utilitario, sino
solo contemplativo: ahí está la famosa ascensión de Petrarca al Mont Ventoux a finales del siglo XIV, con las Confesiones de
san Agustín en el bolsillo. Pero, en general, antes de la modernidad, la
montaña era un lugar que se miraba, pero al que no se subía. Todas las
religiones del mundo han dado alguna sacralidad a las montañas, concebidas de
un modo u otro como casa de los dioses. Allá nacen los ríos, de allá vienen las
tormentas… La gente siempre se ha imaginado que allí pasaban cosas mágicas. Y
también se ha utilizado la montaña como metáfora de la ascensión hacia la
gracia, hacia la virtud. Lo hacía san Juan de la Cruz, por ejemplo, con un
poema y un dibujo que identificaba el esfuerzo de no pecar con la subida de un
pico, que tienes que hacer por el camino recto y difícil y procurando evitar
senderos aparentemente cómodos, pero que te alejan de la cima, en lugar de
acercarte.
En la modernidad,
cuando nazcan esas religiones seculares que no dejan de ser las ideologías,
seguirán haciendo metáforas basadas en montañas. Cuando Lenin lanzó la Nueva
Política Económica, esa liberalización controlada de la economía soviética para
evitar el colapso económico del país tras la etapa del comunismo de guerra, utilizó
una metáfora montañera para justificar eso que era un paso atrás en el camino
hacia el comunismo. Los revolucionarios, dijo, son como montañeros que, en la
subida a cima, pueden encontrarse con un camino que se cierre en falso y que
haya que desandar, pero no para renunciar volver a la base, sino para tomar un
sendero alternativo y correcto hacia la cima: un paso atrás, dos adelante. Al
final, era una recreación secular de esa idea religiosa de ascensión penosa
hacia la gracia.
-Lo
de ahora, la relación del montañismo con la montaña, se ha convertido, además,
en un paso más allá. Ahora es la política versus el capitalismo, el
egocentrismo y el selfie de los protagonistas,
aunque la política sigue ahí con fuerza.
-Claro, política es todo. El anticapitalismo y el
capitalismo. No existe la no-política. Cuando alguien dice que es apolítico, yo
siempre me acuerdo de dos cosas: de aquello que se le atribuye a Franco, «haga
usted como yo y no se meta en política», y del inolvidable Saza
diciendo en La escopeta nacional: «Yo soy apolítico de derechas, como mi
padre». Cuando te declaras apolítico, tomas partido por el orden establecido,
pero en el momento en el que hay gente que se opone al orden establecido y
lucha contra él, eso también es una posición política. Que te vayas al Everest
a hacerte un selfie en la cumbre es
política. Para llegar ahí, has tenido que tomar un avión que ha contaminado el
cielo, has tenido que pagar cien mil euros, unos sherpas te han tenido
que poner las cuerdas y cargar tu comida y tu basura —porque los fardos de
cuarenta kilos que cargan a las espaldas a veces son de basura maloliente—, y
construirte tus tiendas. Te han atiborrado del oxígeno que quizás escasee en
los hospitales de Katmandú cuando llega la pandemia de covid-19. La política es
la asignación de recursos limitados a deseos ilimitados: el oxígeno, por
ejemplo. Hay equis botellas de oxígeno en Nepal: ¿se las damos a los ciudadanos
o a los turistas?; ¿cuántas les damos a los ciudadanos?, ¿cuántas a los
turistas?, ¿a quién se las damos primero? Eso es una decisión política que
alguien ha tenido que tomar y que tú corroboras sirviéndote de ella. Y quizás
cuando llegas a cumbre te esfuerces por hacerte una foto en la que parezca que
estás solo, que nadie te ha ayudado, que has sido ese individuo autosuficiente
y audaz que conquista el mundo por sus propios méritos que nos pregona la
mitología liberal. Parece ser que en la cumbre del Everest se guarda una cola
muy respetuosa para que todo el mundo —y ahí arriba puede llegar a haber 170
tíos a la vez— se haga esa foto solo. Hay un lugar concreto para hacérsela. La
fantasía de la individualidad que dice Almudena Hernando, la antropóloga
madrileña. Esa decisión de invisibilizar a los sherpas, de que no salgan
en tu foto, de que la ayuda que te prestaron se note lo menos posible, es
política también. Transmite, agranda, fortalece una determinada mirada del
mundo.
-¿Cuáles
fueron las primeras montañas, los primeros escenarios en los que la política
hizo acto de defensa?
-En Europa, sobre todo los Alpes, que ya empezaron a
masificarse bastante a principios del siglo XIX. El Cervino fue el Everest del
XIX; hubo una larga pugna por ser los primeros en subirlo. Lo subió un inglés, Whymper, en una expedición que tenía competidores
italianos. Un guía italiano que llevaba le hizo el lío para desviarlo y
conseguir que sus compatriotas llegaran primero, sin éxito. Esta cosa de la
hazaña nacional que luego se vería en el ochomilismo
ya se dio en los Alpes. Los eslovenos empezaron a recorrerlos los alemanes, y
cuando los locales vieron que sus cimas y los caminos a ellas empezaban a
llevar nombres de allá («vía alemana», «vía bávara», etcétera), se picaron y
corrieron a subirlas ellos. En España, el alpinismo nace con la ascensión de
Pidal y el Cainejo al Picu Urriellu en 1904. El marqués había escuchado que lo querían
subir unos ingleses, no podía tolerar que unos extranjeros se llevaran ese
mérito y decidió subirlo él. En los Alpes también se dio, a finales del siglo
XIX, una pugna muy interesante entre socialdemócratas y conservadores. Había un
alpinismo vinculado al movimiento obrero que empezaba a montar clubes para
trabajadores y a subirlos a la montaña gritando «¡Bergfrei!»,
montañas libres. Se lo gritaban a conservadores que querían que la montaña
siguiera siendo un coto privado de burgueses y aristócratas, y que hacían cosas
como subir artificialmente el precio de los refugios para que los obreros no
pudieran permitírselos. En esos mismos refugios, pocos años después empezó a haber
carteles que prohibían la entrada a los judíos. La historia del montañismo
también es la historia de un montón de luchas políticas para dictaminar a quién
le pertenecía la montaña, quién tenía derecho a subir a ella.
-¿Qué
se ha hecho para llegar antes con una bandera propia —que no es más que un
trapo— antes que otra expedición o montañero/a a lo
alto de una cima?
-De todo. Cuando dos franceses, Herzog y Lachenal,
conquistan el Annapurna en 1950, convirtiéndose en los primeros en coronar un
ochomil, lo hacen sabiendo a lo que se atienen. Ha empezado a desencadenarse
una tormenta, pero Herzog está decidido a plantar la tricolor francesa en la
cumbre, cueste lo que cueste. Lachenal quiere volver, pero le pregunta a Herzog
qué hará si él se vuelve, Herzog le dice que continuará solo, y entonces él
sigue también. Luego hay una serie de sucesos calamitosos que lo complican todo
y que acaban con Herzog y Lachenal sobreviviendo, pero al precio de que les
amputen todos los dedos de las manos y de los pies, lo que para Lachenal, que
era guía de montaña, significa perder su medio de vida. El relato de cómo
vuelven a la civilización es estremecedor: el médico de la expedición les va
cortando los dedos y tirándolos a un cubo en un tren en marcha, en un recodo de
un camino polvoriento… Y se convierten en héroes de Francia de un modo que es
satisfactorio para Herzog, pero amargo para Lachenal, que más tarde escribirá
que Francia, la nación francesa, no se merecía sus dedos. La expedición se
había montado como una empresa patriótica, con los mejores alpinistas de
Francia liderados por Herzog, que no era un gran alpinista
pero tenía dotes de mando y carisma. El Estado financió la mitad de la
expedición y la otra mitad se consiguió mediante un crowdfunding en el
que puso perras desde el presidente de un banco hasta el más humilde obrero de
Marsella. Fue una gloria para Francia, que se resarcía así de su poca presencia
en la historia anterior del himalayismo y del trauma
de las guerras mundiales. Herzog lo contó así en Annapurna: primer ochomil, un
libro que se convirtió rápidamente en superventas y ha vendido hasta la fecha
veinte millones de copias cuyos royalties se cedieron a la federación
montañesa de alpinismo, para que financiara durante años las expediciones al
Himalaya. Pero Herzog había obligado a los otros miembros de la expedición a
firmar un compromiso de no publicar su relato durante los cinco años
posteriores; se garantizó esa primacía para él. Cuando Lachenal pudo contar el
suyo, la visión de lo que había sucedido era muy distinta. Herzog había contado
que Lachenal había seguido a cumbre en vez de darse la vuelta por patriotismo.
Lachenal contó que ni patriotismo, ni hostias: que lo que él hizo fue no dejar
solo a su compañero de cordada. Se había enrolado en la expedición motivado por
el reto alpinista, no por un patriotismo que no sentía: que Francia le diera
luego la cobertura nacionalista que quisiera, pero lo que a él le motivaba no
era eso. Como comentaba antes con respecto a Hillary, la historia del
montañismo también es la historia de cómo se cuenta la historia, de quién
escribe el relato, realzando qué, invisibilizando qué.
-¿Qué crees que
hace de la montaña y de las cimas un lugar y un escenario tan atractivo para la
política? ¿O es más sencillo preguntar su cualquier cosa atractiva es
susceptible de ser engullida por el hambre voraz de la política?
-Política es todo, ya digo. En el caso de la montaña, el
alpinismo es un deporte peculiar. En casi cualquier otro, puedes parar y
volverte a casa cuando te agotas. Puedes dejar un partido de fútbol a la mitad,
puedes parar de correr una carrera a la mitad. Pero si te agotas a mitad de la
subida o la bajada de una pared, no puedes pararte: tienes que encontrar la
fuerza que no tienes, pero quizá si tengas, y seguir. Te obliga a sobrepasar
tus límites y por eso el montañismo es tan atractivo para las ideologías
modernas, todas las cuales han manejado de un modo u otro un ideal de «homo novus», de hombre nuevo. La montaña es un espacio
inmejorable para ser imaginado como esa forja, ese yunque, ese laboratorio; un
lugar para la superación y el descubrimiento de potencialidades inéditas. Eso,
sumado a lo que comentaba antes de la montaña como metáfora de subida hacia la
gracia, hacia el ideal. En el caso del montañismo grupal, colectivo, también es
un espacio estupendo para la forja de lazos de fraternidad. El grupo tiene que
discutir por dónde va, por dónde no va; durante la caminata vas charlando con
los otros, descubriéndolos, haciendo buenas migas con quien coincida que camina
a tu mismo paso, y a quien quizás no te acercarías en la ciudad, porque no te
despertase curiosidad… En el libro hay un capítulo sobre montañismo anarquista
donde hablo del anarquismo catalán de los años veinte y treinta, y cuento que
montaba grupos que subían a la montaña a practicar esperanto, a desnudarse, a
buscar cuevas para esconder las armas de la acción directa, a encontrar
pasos de montaña por los que escapar a Francia de la Guardia Civil, la mili o
el somatén… Cada anarquismo buscaba unas cosas, pero todos se encontraban en la
montaña y confraternizaban en ella.
-Las cimas y las montañas son los escenarios
en los que al ponerse las personas al límite se saca lo mejor y lo peor de
ellas, y eso, de alguna manera, se delata o debería delatarse al hincar la
bandera en la cima y que sea, además, el primero.
-Sí, a eso me refiero. En la montaña se testan y se
superan los límites de lo humano y, por lo tanto, también de lo político,
porque el ser humano es, como decía Aristóteles, un zoon
politikón, un animal político. Y los grandes
montañeros se convierten en héroes de su nación o su ideología. Hillary sale en
los billetes de dólar neozelandés. Nueva Zelanda es un país peculiar, uno de
esos de la Commonwealth que no tienen un día de la independencia propiamente
dicho: fueron desgajándose poco a poco de la madre patria, con leyes que iban
incrementando su autonomía. El propio Hillary decía que, en 1953, él no sabía
si era neozelandés, o británico, o qué era. No estaba claro qué cosa era el
orgullo neozelandés, qué podía ser. Su gesta en el Everest contribuyó a sacar a
esa nación y ese nacionalismo del armario, por así decir.
-¿Los
nacionalismos es lo que más asoma en las cimas?
-Sí. Esa bandera en la cumbre ha sido muchísimas
veces una bandera nacional. El nacionalismo es, de todas las ideologías, la
menos consciente de sí misma; aquella en la que es más fácil que sus adeptos te
digan que son apolíticos, que no tienen ideología, que son simplemente «patriotas».
Por eso escribí una historia política del alpinismo no lineal, no siguiendo un
orden cronológico, lo que hubiera hecho que el nacionalismo se llevara la mitad
o más del libro. En lugar de eso, hice una lista de ideologías, me salieron
dieciocho y me propuse escribir un capítulo de extensión parecida de cada una
de ellas. Se trataba de demostrar que todas las ideologías de la modernidad sin
excepción han practicado el alpinismo.
-Pero fíjate no son pocas las cimas que están
«señaladas» por una cruz. Con la Iglesia hemos topado, y el Aneto es un
ejemplo. ¿Qué nos puedes comentar?
-No sé de cuándo data la cruz del Aneto, pero en 1900,
cuando empezó el siglo XX, el papa León XIII lanzó una llamada a colocar
cruces, vírgenes, santos y cristos en las cumbres emblemáticas de Italia y
otros países, para «recristianizar» el paisaje de cara al nuevo siglo y lanzar
un mensaje: venimos de un siglo de secularización, pero este va a ser el de
nuestro regreso. León XIII fue también el papa de la Rerum
novarum, del sindicalismo católico… Era un hombre
inteligente, con la inteligencia concreta que ha hecho que la Iglesia concreta
lleve dos mil años con nosotros. La Iglesia no se suma rápidamente a ninguna
moda, pero tampoco se empeña en rechazarlas cuando se consolidan, sino que se
adapta lo justo a ellas. Le pasó con el liberalismo, el sindicalismo… y también
con el montañismo, una actividad que en principio rechazaba o podía rechazar.
Es un debate que hay en muchas religiones, también, por ejemplo, en el islam:
¿esto de subir montañas es una actividad virtuosa o pecaminosa? No deja de ser
arriesgar tu vida con una motivación egoísta, individualista, fútil. En la
Inglaterra victoriana incluso hubo un intento de prohibir el alpinismo,
bendecido por la propia reina. A la Iglesia tampoco le gustaba mucho, pero
cuando vio que se convertía en un hecho consumado, lo aceptó y pasó a promover
un alpinismo cristiano que sirviera para admirar la belleza de la Creación,
para forjar buenos cristianos… Acaban de declarar santo a un tipo del que hablo
en el libro: Pier Giorgio Frassati. Cuando lo escribí
solo era beato. Era cristiano y alpinista; murió muy joven, seguramente de una
enfermedad contraída en las barriadas miserables y los comedores sociales a los
que acudía como voluntario. Hay una foto suya muy famosa escalando un pico, con
la leyenda «verso l’alto», hacia lo alto. Hacia la
gracia. Incluso ha habido papas alpinistas: Juan Pablo II o, más aún, Pío XI,
Achille Ratti. Hay una vía de subida al Monte Rosa que se llama vía del Papa
porque el primero en subirla fue él. Y todos ellos te razonan su pasión de
la misma manera: admirar, ya digo, la belleza de la Creación; el simbolismo del
blanco de la nieve; superar dificultades en la montaña como lección para
superarlas en la vida y en el esfuerzo de la conquista de la virtud… Otros
colocan belenes de cumbres; en Asturias hay muchos. La religión cristiana
también ha estado y está muy presente en las montañas.
-Cima
—me refiero al Aneto— objeto del deseo en los últimos tiempos en los que el
tema del Procés la ha convertido en…
-No me conozco el tema. Sí que sé que Jordi Pujol empezó
una campaña electoral en lo alto de una montaña, pero creo que no era el Aneto,
que no está en Cataluña, ¿no? Aunque también me han contado que el Aneto está
en esa franja de habla catalana que hay en Aragón y que el irredentismo
catalanista reclama como parte de los Països Catalans.
-De todas formas, yo que soy de un pueblo de
Castelló —Cálig—, y que he ido bastante de excursionismo… Para nosotros lo
importante era realizar la subida del Penyagolosa,
«el cim dels cims», reivindicado por la izquierda que acaricia la
defensa de la lengua reprimida por el franquismo, la defensa del medio
ambiente, el ecologismo… Lo que quiero decir es que en cada lugar están las
cimas a las que uno/a se siente atado/a por algo que no sabes ni siquiera
definir, ¿no? ¿Las montañas y las cimas son, de alguna manera, también símbolos
a los que se les ponen más símbolos encima?
-Hay símbolos polivalentes, múltiples. Hablábamos de
Cataluña, y el otro día también me contaron que en
Montserrat, donde no he estado, hay un cartel a la entrada que dice «Cataluña
será católica o no será». Cristianismo y catalanismo, dos ideologías mezcladas.
Pero a Montserrat también ha subido el colectivo LGTBIQ+ a ondear la bandera
arcoíris, a instancias del Consell Nacional LGTB. Todas las montañas icónicas
son una especie de Speaker’s Corner al que sube mucha y muy diversa gente. En la
introducción del libro pongo el ejemplo de un día concreto de la temporada alta
del Everest y de las reivindicaciones hechas ese día, solo un día: Wasfia Nazreen conmemorando la
independencia de Bangladesh; un maoísta nepalí homenajeando a su padre, también
guerrillero; un militar inglés rindiendo homenaje a una de las expediciones de
Mallory…
-Pablo, las montañas ahora se están convirtiendo
en lugares de excesiva peregrinación, exhibicionismo, competitividad y
propaganda neoliberal. Lo de las excursiones o caminatas masivas tiene su
delito y se me cae el alma, y no es por envidia, de ver en qué se ha convertido
subir a las cimas míticas de las principales cordilleras, dejando los
campamentos base hechos un vertedero de basuras, tratando, además, a guías y
porteadores como «criados de rutas».
-Mayordomos, sí. Ya lo he comentado antes. Hacen un
trabajo imprescindible, pero invisibilizado. Y no solo en el Himalaya. En el
libro cuento la historia de Eliakeney Njau, Ekeney, una
porteadora tanzana del Kilimanjaro que, con mucho esfuerzo, pudo pagarse la
escuela de guías, y convertirse en una. Cuando entró en esa escuela, se
encontró con que lo primero que le explicaban era cómo evitar el acoso sexual
de alpinistas occidentales que era seguro que iba a recibir en las expediciones
que guiase; una serie de técnicas para quitarse a los babosos de encima sin
montar una escena que la perjudicase a ella o a la empresa. Somos eso, nos
convertimos en eso muchas veces, cuando viajamos a los países del Tercer Mundo
a subir sus montañas, y a masificarlas. Y lo de la basura. El Everest es el
vertedero más alto del mundo; hay toneladas de basura dejadas atrás por gente
que, si hace eso, no puede decirse que ame la montaña. Suben el Everest porque
se han marcado ese desafío, pero conciben el Everest, el Himalaya, solo como un
telón de fondo de su egolatría. No hay en ellos ninguna vocación de cuidar la
montaña o de dejarse enseñar por ella. Vas solo a pisarla, a someterla, y te da
igual cómo la dejes.
-¿Cómo
de difícil ha sido documentarte e investigar para escribir La bandera en la
cumbre? Aunque me da que habrá sido muy, muy apasionante.
-Fue entretenido. Los dieciocho capítulos son autónomos
entre sí. Uno puede leerlos en el orden que yo propongo o en cualquier otro, o
no leerlos todos. Eso facilitó la escritura; no tenía que preocuparme por
armonizar e hilar trescientas páginas, sino por escribir dieciocho artículos.
Lo que hice fue crearme dieciocho grupos de Telegram conmigo mismo e ir echando
a cada uno de ellos todas las historias que encontraba que se me ocurriera que
tuvieran relación con la ideología en cuestión. Me leí algunos libros
estratégicos, sobre temas que controlaba menos, y saqué muchas cosas de ellos.
Dios bendiga a Bernadette McDonald, una escritora de temas montañeros cuyos
libros están traducidos al español y publicados por Desnivel, y en los que
encontré mucha información. Pero el grueso de mi documentación vino de
búsquedas en Internet que podía hacer con el móvil en ratos libres: un viaje en
tren, una noche de insomnio, una sala de espera… En Internet está todo, si uno
sabe buscarlo, y a mí se me da bien exprimir los buscadores; pensar en las
palabras clave que me traerán el tipo de historias que me interesan. Una cosa
que hice, por ejemplo, fue buscar experiencias montañeras de líderes históricos
de esas ideologías. Me las encontré de Lenin, de Winston Churchill… Y las
encontré buscando «winston churchill
mountaineering» y así.
-Este
libro es como una continuidad de La virtud en la montaña.
-Sí. Nace de cosas que ya estaban en La virtud y
también de críticas que me hicieron. Olga Blázquez señaló que confinaba a las
mujeres a un par de capítulos y que el resto eran un «campo de nabos». Así que
en este me esforcé por resarcirme de eso y no confinar a las mujeres al
capítulo de montañismo feminista, sino enviar las historias femeninas que me
encontraba a otros capítulos siempre que me fuera posible. En cualquier gesta
montañera de una mujer hay una dimensión feminista, un abrir caminos de liberación
para todas las mujeres, pero la ideología de la protagonista no tiene por qué
ser el feminismo. Junko Tabei fue la primera mujer
que subió a un ochomil y al Everest, pero rehuía la etiqueta de «feminista»,
insistía en que ella era una simple ama de casa japonesa y no la primera mujer
en el Everest, sino la treinta y tantos persona en
subir. Obviamente no era una simple ama de casa; las amas de casa tradicionales
no suben al Everest. Pero ella rehuía realzar eso, y cuando se contaban sus
hazañas no se dejaba de recordar que siempre encontraba tiempo para dibujar una
tarjeta de cumpleaños para sus hijos desde el campo base, para llamar a su
marido… En Japón, un país muy conservador, la mujer se estaba liberando y eso
se aceptaba a regañadientes, pero buscando la manera de conservadurizar
esas liberaciones. Los conservadores son progresistas de mecha larga, dicen
los reaccionarios: inicialmente se oponen a los cambios que el progresismo
promueve, pero acaban aceptándolos. Francisco Álvarez-Cascos tronaba contra el
divorcio en 1979 y luego se divorció tres veces, estas cosas. En Japón pasó
eso. Se mantuvo a las mujeres en el hogar todo lo que se pudo y, cuando su
salida del hogar fue un hecho consumado, se procuró aceptarlo en los términos
más conservadores posible, y para eso vino muy bien Junko Tabei.
Así que metí su historia en el capítulo sobre montañismo conservador.
La virtud era el libro
sobre mi visión personal del montañismo; un montañismo «lento, ilustrado y
anticapitalista», decía yo en el subtítulo. Allá ya dedicaba un capítulo a
insistir en que todo es política, y el deporte y la montaña también. Pero este
nuevo libro no va tanto de mi visión de la virtud, sino de presentarle al
lector dieciocho virtudes diferentes; contarle qué han buscado en la montaña
todos los montañismos posibles. Mi ideología también va a quedarle clara desde
las primeras páginas a cualquier que lea el libro, pero intenté tomar una
cierta distancia; contar cada capítulo un poco desde el punto de vista de una
persona de esa ideología, con su palabrería característica; meter al lector en
el pellejo de su sentido de la épica, de la estética… Meterme yo en primer
lugar en ese pellejo. A veces digo, y lo digo en la introducción, que cualquier
historiador o persona que escriba sobre historia y se ocupe de fenómenos
sociales y políticos que imantaron los corazones de millones de personas, aunque
fueran espantosos, tiene que ser capaz de meterse en el pellejo de esos
millones de personas. Ser como Ulises, cuando, en la Odisea, pasa por la zona
de las sirenas, que tienen un canto que vuelve locos a los marineros y les hace
tirarse al agua, y sus marineros se tapan los oídos, pero lo que él hace es
amarrarse al mástil del barco y dejarse los oídos destapados. Quiere que las
sirenas no lo pierdan, pero quiere escuchar el canto. Con ideologías como
incluso el fascismo hay que ser capaces de hacer eso. Condenarlas, horrorizarse
de lo que hicieron, pero no caricaturizarlas; entender y contar con honestidad
que veía en ellas toda la gente que las militó, que se apasionó por ellas. Es
lo que intento en este libro.
-Amigo Pablo, ¿y ahora qué nos puedes contar
de en qué estás metido ahora? ¿Nos puedes dar alguna pista?
-No estoy metido en nada, aún. Tengo alguna idea, pero
nada empezado. Sí que sé cuál querría que fuera mi próximo libro de temática montañera,
que no será necesariamente el próximo que escriba: un ensayo más
específicamente marxista, sobre la lucha de clases en la montaña. Indagar en la
estructura y los conflictos internos de las empresas de aventura, en las
huelgas de sherpas, en la situación laboral de los guías, los
porteadores, los trabajadores de refugios, etcétera; en quién detenta los
medios de producción de la aventura y qué plusvalías extrae y qué base y qué
superestructura tiene eso. Sería un libro más de periodista que de ensayista, y
me llevaría mucho trabajo, muchas entrevistas, quizás viajes. Pero quiero
escribirlo en algún momento.
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Cazarabet
Mas de las Matas
(Teruel)