diario_teruel_270806_15.jpgManuel López Aguilar, superviviente de Cambriles

José Giménez Corbatón

 

Fuente: Diario de Teruel

 

Del Convento del Olivar a la Colectividad de Dos Torres de Mercader (1)

 

13 de Julio de 1936. Los monjes del convento del Olivar se afanan en la siega. Se acerca hasta ellos el car­tero de Estercuel: "Una noti­cia muy mala les traigo. Han matao a Calvo Sotelo". Días después, el golpe de Estado, o el Movimiento, como los religiosos prefieren llamar­lo. Y se ponen a la espera angustiada de las columnas de milicianos catalanes que ya alcanzan los pueblos más cercanos. Son anarquistas, pero llevados una vez más por la corriente que les arrastra, los monjes prefie­ren llamarlos comunistas. Para ellos son los comunis­tas quienes están apoderán­dose del Bajo Aragón y de las tierras turolenses.

 

El Padre Superior envía, en pequeños grupos, a los jóvenes Postulantes y Coristas a las diferentes misas que se celebran en los pueblos, con el fin de recabar noticias. El 2 de agosto, un cura y un fraile de Alcorisa, hui­dos, les previenen del peli­gro: "Pero, benditos de Dios, ¿qué hacéis aquí? El martirio no hay que buscarlo; si viene, se recibe, pero de ninguna manera hay que buscarlo..."

 

Se decide que todos los frailes a los que les sea posi­ble, especialmente los jóve­nes, abandonen el convento. Algunos de los que no lo ha­cen perecen en las semanas siguientes. Por Muniesa, por Oliete, quedan resquicios que permiten el paso a Zara­goza. A Manuel López Agui­lar le ordenan que regrese a su pueblo, Dos Torres de Mercader.

 

Cuenta Manuel diecinue­ve años, recién cumplidos el 5 de marzo. Es hijo de un la­brador de Dos Torres con al­gunas tierras que muchos años después venderán sus hermanas. A él le dan carre­ra: ingresa en la Orden en 1930. Toma hábitos dos años después, y profesa en 1934. Había cursado estu­dios de Filosofía, completa­dos por los de Teología, y se encuentra en El Olivar desde el 9 de junio del año en que estalla la guerra. La mañana del 3 de agosto, Manuel abandona el convento vesti­do de civil, con las únicas ropas con que puede hacer­se, de invierno. Lleva consi­go un libro de poesías de Bécquer; una pistolita con veinticinco balines olvidada por cualquier miliciano en alguno de los lugares que recorrió, de escasa utilidad; diez o doce medallitas de la Virgen del Olivar, y un cru­cifijo, bendecidos por el propio Papa, regalo del Padre Mayor, todo oculto deba­jo de la ropa. Una incons­ciencia total. Y una trinchera que acabará por asfixiarlo de calor. A pie: Crivillén, la Venta de la Pintada. En esta última lo reconocen como monje. Le dan dos vasos de agua fresca con sidral y le hablan de camiones cargados de rojos que no dejan de pa­sar por la carretera. ¿A Dos Torres? ¿Por Molinos? Pero si ya 10 han ocupado los co­munistas. Como no vaya por el aire ... Los montes están llenos de patrullas que cazan a la gente huida.

 

Manuel sigue la senda que el destino le marca. Pasa junto a Berge, y, ya cerca de Molinos, en un pajar, oye vo­ces y ve armas largas apoya­das junto a la puerta. Consi­gue pasar desapercibido. Cruza Molinos, junto a las huellas incendiadas de la iglesia. Un hombre narigudo, que lo observa en silencio, le da mala espina. A punto de salir del pueblo, camino de Dos Torres, le interceptan dos hombres armados y le piden el salvoconducto. Co­mo no lo lleva, uno de ellos lo conduce al "Comité Antifascista CNT-UGT-FAI". Lo interroga, mientras escribe en Una mesa que podría ha­ber pertenecido al cura, un ti­po malcarado, el Presidente del Comité, "con pelambrera y barba de quince días". Se empeña en que debe de ser seminarista, aunque Manuel insiste en que estudia, en Valencia, para ser algún día ma­estro.

 

- Pues tu padre será fac­cioso -le ataja el hombré, que no deja de escribir en sus papeles-, porque ... ¿estudian­te en Valencia? Tu padre, ri­co, faccioso.

 

El que lo ha acompañado dice conocerlo:

- Conozco a su padre. Ha estao trabajando en Francia.

 

Allí fue concebido Ma­nuel, pero su familia quiso que naciera en Dos Torres, por lo que regresaron un mes antes de que viera la luz. Su madre murió al poco tiempo, y su padre ha contraído nue­vas nupcias.

 

Al Presidente del Comité le traen malos recuerdos los maestros.

- Aún tengo condolidas las orejas de los estirones y de los palmetazos que me dio el mío. Si lo pudiera yo pescar, a aquel maricón ...

 

¿Conoce a alguien que pueda responder por él en Molinos?

 

Se dirigen al café donde ahora se encuentra ubicado el Centro Socialista. Lo re­gentan unos parientes suyos, que dan razón de Manuel, que incluso corroboran su versión:

- El año que viene termina su carrera de maestro, y ya se lo rifan las chicas de Dos To­rres, de Santolea, y hasta al­guna de Castellote.

 

Por increíble que parezca, no lo registran, y así no en­cuentran toda la parafernalia religiosa con la que viaja.

 

Toman un refresco y el responsable, confiado, le ex­tiende un salvoconducto. Manuel prosigue su camino. Pero una vieja conocida de su pueblo, al verlo partir, exclama en medio de un grupo de mujeres:

- Los de Dos Torres somos más pitos que los de Moli­nos. Ese que ha pasao está estudiando pa' fraile en El Olivar.

 

Y una de las que la oyen da el chivatazo. De inmediato se or­ganiza la persecu­ción. Por caminos secretos Manuel se escabulle y consigue llegar a Dos Torres, donde se encuentra con su fami­lia, y con los responsables del Comité local, que están colectivizando las tierras con el asesoramiento de gen­tes venidas de Alcorisa y de Caspe: "¡Ya te cogeremos, escojonao, frailucho", oye que gritan detrás suyo.

 

El Comité de Dos Torres lo acoge con benevolencia, ofreciéndole protección a cambio de que trabaje en fa­enas agrícolas para la colec­tividad: entrecavar panizo, segar alfalz, recogerlo una vez seco, almacenarlo en la iglesia desamortizada o en los solanares de las casas importantes o, lo que menos le gusta, limpiar cuadras y acarrear el estiércol en los esportones, a lomo de ma­chos.

 

A la mañana siguiente, vienen milicianos de Moli­nos en su busca. El Comité consigue disuadirlos: ellos son los únicos que toman de­cisiones en Dos Torres, y eso incluye cuestiones como la vida o la muerte de sus pai­sanos. Manuel pasará unos meses inmerso, lo mejor que puede, en una situación de guerra con la que no se iden­tifica. Enterrará con sus pro­pias manos a un joven que no consigue eludir la repre­sión, y es fusilado y quema­do en una cuneta de la carre­tera que lleva a Cuevas de Cañart. Encargado de hacer guardia a la entrada de Dos Torres, recibirá la visita de un grupo de anarquistas que bien pudiera pertenecer a la temida columna de Fresquet, o a alguna otra del mismo cariz. Seguirá viéndose con la gente con la que simpatiza -aunque él tan sólo se decla­ra creyente-, pero convivirá también con quienes no son como él: asiste a las tertulias del Comité, discute con ellos sobre la existencia de Dios o sobre el destino de los bie­nes de la Iglesia. Hay quien dice: "Tenéis que escuchar mucho al Manuel, que como ha estudiao, él puede ense­ñarnos a todos muchas co­sas, y nosotros somos todos unos calabazas, a su lao". Los debates se alternan con las cartas, el parchís o ... el ajedrez, un juego que Ma­nuel le enseña a más de uno.

 

Y es que Manuel aún hoy sigue convencido de que el Bien o el Mal no resi­de en ser miembro de tal o cual partido, sino en lo que lleva cada uno dentro de sí mismo: "Uno es bueno, no por ser católico; el Bien o el Mal sólo está en el fondo de cada persona".

 

 

De la Colectividad de Dos Torres de Mercader a la cueva de Cambriles (2)

 

Van transcurriendo los me­ses. Mientras Manuel López Aguilar trabaja en la colecti­vidad de Dos Torres, recibe la visita de un hombre de Santolea al que nunca había visto antes, Sebastián Gil Félez. Sebastián sabe que Ma­nuel ha pedido un salvocon­ducto para ir a visitar a unos tíos de A1corisa que son vecinos de una cuñada suya que vive con su nuera. Las mili­cias republicanas han matado al marido de su cuñada -otros testimonios dicen que murió como consecuencia de un infarto, en el momento de ser detenido-, y sus dos hijos han acudido a Sebastián para que les busque un refugio le­jos del ámbito de su pueblo. Son los hermanos Pascual y José Navarro Guillén. Sebas­tián está en contacto con gen­te de derechas de Ladruñán, y sabe que Domingo Folch Carbó, Aniceto Brea Royo y Vidal Royo Iranzo preparan un escondite seguro en una cueva que descubrió el pri­mero de ellos años atrás y que ya han bautizado con el nombre de Cambriles. Los hermanos Navarro Guillén, sobrinos de Sebastián, serán los primeros "topos" de la gruta, y los hombres de La­druñán se unirán muy pronto a ellos.

Sebastián quiere que Manuel tranquilice a la familia de los hermanos, y añade:

-Y como sé que tú puedes algún día correr peligro y ne­cesitar ayuda, favor con favor se paga. Acudes a mi casa y ...

Es la primera vez que Ma­nuel oye hablar de Cambri­les. Aún no sabe que pasará nueve meses en sus fauces oscuras, él también como "topo", o como "troglodita" o "cavernícola del siglo XX", unos apelativos que no duda­rá en aplicar a sí mismo y a sus compañeros.

Porque exactamente cinco meses después de llegar a Dos Torres, mediado enero de 1937, se presentan dos mi­licianos de Mas de las Matas en busca de José Gracia Monforte y de su hijo José María Gracia Guillén, veci­nos de la casa de Manuel (los dos morirían a manos de la guerrilla unos años después de la guerra civil). El padre,

"hombre muy pequeñito, muy delgao", consigue huir por un ventanuco que da a los tejados. Manuel corre a prevenir a su "quinto" José María. Los milicianos se van con las manos vacías.

Esa misma noche Manuel es convocado a una reunión en casa de Antonio Azcón Buñuel, el labrador más rico de Dos Torres, conocido más tarde entre los topos de Cambriles como "Su Alteza". Ma­nuel acude a la misma acon­sejado por su padre. Están presentes Teodoro Monforte Aguilar, carpintero y pariente de José Gracia Monforte; este último y su hijo; Luis Aguilar Capapé, secretario del ayun­tamiento, que jugará un papel importante como enlace de la cueva y en la redacción de los papeles de la misma; el dueño de la casa y dos hombres más que no llegaron a tener rela­ción directa con Cambriles. Al parecer, las milicias de Mas de las Matas han decidi­do actuar para evitar que en la zona se forme una "quinta co­lumna". José y su hijo, Ma­nuel y el propio Azcón figuran en la lista de Dos Torres. Manuel, como integrante de una orden religiosa. "Su Alte­za" se dirige al del Olivar con estas palabras:

-Es el momento de que se­pas que tenemos una cueva donde ... hay ya algunos, y todos los que peligramos he­mos de ir a parar allí.

Manuel le interrumpe con acritud, pero sin perder los nervios:

-No hace falta que me di­ga, porque seguramente yo conozco la existencia de esa cueva a lo mejor antes que ninguno de ustedes, los aquí presentes. Me lo dijo el ángel de la guarda.

A Manuel le duele que la propia gente de derechas de Dos Torres no le haya infor­mado antes de la existencia de Cambriles. Para su propia tranquilidad. Y prosigue:

-¿Quién me defendió aquí, cuando vine? Los del Comité. Ni usted -dirigiéndose a Az­cón-, ni tú, ni tú, ni tú -seña­lando a los demás-, nadie dio la cara por mí. Sólo los del Comité.

Apaciguados los ánimos, el grupo decide que los cuatro de la lista tienen que refugiar­se en Cambriles. Manuel ig­nora dónde se encuentra la cueva. Esa noche no vuelven a casa: la pasan en un masico de Azcón. La noche siguien­te, la del 16 al 17 de enero de 1937, los cuatro hombres que se sienten perseguidos se diri­gen a Cambriles acompañados por un mediero de "Su Alteza", Juan Aznar, residen­te en Ladruñán, enlace de los "topos" que ya están en la gruta y familiar de los Aznar del Mas del Topo, asimismo colaboradores de la cueva. A Juan Aznar, el diario El Noti­ciero, el 12 de septiembre de 1939, lo calificará de "fiel criado" de Antonio Azcón. Para Manuel, son los años de convento los que le hacen sentirse perteneciente "a la otra parte": se despide de su padre pidiéndole que agradezca a los miembros del Comité todo lo que han hecho por él.

Se reúnen en el abrevadero de Las Piletas, junto al cami­no de herradura que lleva a Ladruñán. Es de suponer que los cinco hombres caminan en silencio. Juan ha traído su caballería bien pertrechada de víveres para los topos de Cambriles. Manuel López Aguilar escribe en su biogra­fía (inédita) Este viejo árbol de mi vida: "Unas dos horas de andadura por camino siempre irregular; tras dejar a un lado la masada o barrio de Crespol, al otro la barriada de La Algecira y más allá, a la izquierda y arriba, las luces de Ladruñán, nos llevaron al pie de la roca; Juan estiró va­riás veces una cuerda que no habíamos visto y pronto bajó de un agujero la palabra Con­signa, a la que contestó Cam­briles. Pronto cayó sobre no­sotros una larga soga cual llo­vida del cielo y tras ella vi­mos una figura humana como deslizándose roca abajo con la facilidad de un simio hasta llegar a nosotros, mientras otra se había quedado, como clavada de espaldas a la roca a media distancia, unos cinco metros".

Las figuras humanas no son sino los hermanos Nava­rro Guillén, que acogen calurosamente a los nuevos in­quilinos. Manuel aprende en­seguida cómo hacer uso de la cuerda que permite acceder a la boca de Cambriles: lo más seguro es que un hombre se acomode a media altura y la combe tirando de ella para que el roce con las piedras sa­lientes no la rompa. Los más jóvenes de entre los topos y colaboradores llegarán a as­cender sin ninguna ayuda de soga.

Manuel conoce también, esa misma noche, a Domin­go, a Aniceto y a Vidal, los auténticos creadores de esa argucia que es Cambriles, y que sin duda contribuyó a salvar un buen puñado de vi­das. Su profunda religiosidad le lleva a pensar, con dolor y con nostalgia, en los religio­sos que no han tenido la suer­te, como él, de encontrar un refugio semejante.

Pocos días después reci­ben de nuevo la visita de Juan Aznar, el mediero de Azcón. Al parecer, el Comité de Dos Torres ha hecho saber a las dos hijas de "Su Alteza", Pa­tro y Rosario, que, si regresa a su casa, no sólo no le pregun­tarán dónde ha estado durante todos esos días, sino que le garantizan su seguridad: "Pe­ro que no esté sufriendo por los pinares de Villarluengo, o por Bordón o por donde sea". Azcón apenas se lo piensa, y abandona la cueva. Sólo a él, al más rico, se le permite vol­ver a Dos Torres: "Le había dao jornales a muchos del pueblo", opina Manuel. Más adelante pasará a Zaragoza, como tantos otros, utilizando, quizá, la red creada por los. hombres de Cambriles. So­brevivirá a la guerra.

Manuel López Aguilar, entretanto, descubre la cueva: angosta, oscura, bella. Poco a poco se irá familiarizando con cada uno de sus recove­cos. Han tenido que romper muchas estalactitas y estalag­mitas para hacerla más habi­table. Dormirá durante nueve meses sobre unos sacos de paja que hacen las veces de colchón. Se alumbran con lámparas de petróleo.

Poco después, para distra­erse, empieza a escribir un diario que, a instancias de los demás, se convertirá en el Diario de Cambriles, donde cuenta buena parte del acon­tecer cotidiano: qué enlace trae noticias o prensa, las sa­lidas nocturnas en busca de víveres y de agua, tal o cual incidencia, las tareas que ca­da uno desempeña.

Ese diario no ha llegado a nuestras manos. Alguien lo quemó años después de aca­bada la guerra, probable­mente por miedo a que caye­ra en manos de la guerrilla.

 

 

Nueve meses en la cueva de Cambriles (3)

 

En la cueva ya están instala­das las tarimas donde exten­der los sacos de paja que sir­ven de colchón. El váter aún no está hecho, y el depósito de agua, o aljibe, tampoco.

 

Van llegando nuevos re­fugiados. Entre ellos, Fidel Ayora, de una masada de Tronchón: "Ya le tenían he­cha la fosa. Lo supo el día anterior. Años después se defendió contra los maquis. Mató a dos o tres. Cogieron documentación importante y hubo una pareja de la guardia civil de -retén en la masía, la tuvieron allí...". Ayora es quien, con trozos de estalactita y una lima, confecciona el juego de aje­drez que resolverá muchas 40ras de tedio. Tienen que enseñarle a jugar, y luego les gana a todos. Más tarde aparece Fernando Bel Con­chello, el veterinario de Santolea, con sus tres her­manos, que huyen de Fórno­les, su pueblo natal, "donde estaban en peligro por ser de derechas".

 

La boca de la cueva, que apenas tiene la altura de un hombre, es bautizada como "cuerpo de guardia". El pa­so más pequeño, el que hay que atravesar a gatas para penetrar en el recinto, re­quiere ser agrandado para que quepa por él el corpa­chón de Fidel Ayora. Y de paso sirve para Isaac Repu­llés Repullés, alias "Bolita", secretario de Mirambel, que se refugia acompañado de su suegro y de su cuñado, Manuel. Valles, Dálmau, alias "Fournier", y Manuel Vallés Perales, "Heraclio" ­debían de jugar bien a las cartas-. A otro hijo de Ma­nuel Vallés ya lo han asesi­nado poco tiempo antes.

 

Isaac Repullés merece, como he dicho, el sobre­nombre de "Bolita": "Un hombre muy gordo, inactivo todo el tiempo, que no llegó a salir desde que subió hasta que nos marchamos [aproxi­madamente, cinco meses]. ¡A comer ya engordar!¡Co­mo que nos vimos apuraos para sacarlo por el "estre­cho", y luego bajarlo, que lo bajé yo" [Manuel López se refiere al momento de la fu­ga]. Manuel, por cierto, re­cibe el apodo de "Crispín", en alusión al criado de “Los intereses creados”, de Jacinto Benavente, cuyo protago­nista se llama Leandro, jus­to el mote de su familia, los Leandros de Dos Torres.

 

El cocinero es Domingo Folch. Cocinan, durante el día, con un hornillo de pe­tróleo. Por la noche, con le­ña, en el hogar que han con­feccionado. Nunca supieron por dónde se evacuaba el humo. Sin duda hay alguna salida hacia el exterior, en las zonas altas de la cueva, que no consiguen localizar, de tan laberíntica como es la gruta.

 

Hacen el váter en un hue­co de fondo tan inconcreto como la salida de humos. Colocan, con piedra seca, un asiento, y una tapadera re­donda de madera, con asa incorporada. Todo un lujo. Queda por resolver el pro­blema del agua. Muchas es­talactitas rezuman, y tienden trozos de cuerda en sus ex­tremos para que vayan depo­sitando las gotas en peque­ños remansos. Pero pronto surge un doble problema: el agua, muy caliza, solidifica en las cuerdas, y produce desarreglos intestinales en los cambrileños. Domingo se acuerda de un pequeño ma­nantial al que acudía en sus tiempos de pastor. Bajan una noche a inspeccionar el lu­gar. La fuente, aunque se embarra al vaciarla, no cesa de manar y el agua, si se es­pera un poco, vuelve a ser cristalina. El padre y un her­mano de Domingo, que les apoyan desde el exterior, consiguen acondicionar unas garrafas con protecciones y correas para colgarlas a la .espalda. Se organizan turnos nocturnos de recogida: a Manuel le toca, como pareja, uno de los hermanos Bel Conchello, estudiante de medicina. Para no tener que salir de la cueva con tanta frecuencia, deciden construir un aljibe en el interior (toda­vía puede verse hoy). Son varios los viajes que tienen que hacer, siempre por la no­che, hasta la Masía del Hi­gueral, en busca de ladrillos, cemento, yeso, un grifo...

 

No faltan las excursiones al exterior, por las noches. En verano, Manuel baja a bañarse al río Guadalope, con otros ocho o diez topos de los más jóvenes, y vuel­ven cargados de melones y -de otros frutos, guardados en la pechera (fue su único pe­cado "social", confiesa). Hay que atender con fre­cuencia las llamadas de los proveedores: para ello, han colocado una campanilla en la boca de la cueva y un cor­del que llega hasta la base del monte, que nace en pro­nunciada pendiente. Pero, tras hacerla sonar, se hace indispensable la contraseña: ¡Cambriles!

 

Luis Aguilar Capapé les trae una radio que no consi­guen hacer funcionar. El tiempo discurre pues leyen­do prensa del bando republi­cano -la más frecuente, Soli­daridad Obrera-, a la luz de las lámparas de petróleo, o en lo más hondo del "cuerpo de guardia". Jugando al aje­drez, al parchís, al dominó. O hablando, de la familia. Hay una cierta tensión entre los topos de Ladruñán y los de los otros pueblas, pues los primeros abandonan con más frecuencia, siempre por la noche, la cueva, para ver a sus familias, para estar con sus mujeres. Manuel llega a quejarse de ese privilegio. Algunas noches sale al "cuerpo de guardia" y se queda allí un rato, hasta no­tar como le vigilan, como si temieran que fuera a darse a la fuga. Es sólo un modo de mostrar su descontento. Lo hace durante varios días. Es el único recuerdo turbio que Manuel conserva de su es­tancia en la cueva de Cam­briles. No duda en hablar de la hermandad que presidió en todo momento las rela­ciones entre los topos, a pe­sar de que algunos de ellos, al provenir de pueblos dife­rentes, aunque cercanos, no se conocieran antes de en­contrarse en el refugio.

 

No hubo nunca mujeres en la cueva. Salvo que con­sideremos como tales las fo­tografiadas en cierta revista que Luis Aguilar Capapé, el secretario de Dos Torres, les hizo llegar en alguna oca­sión. Tampoco hubo relacio­nes homosexuales, al menos que él sepa. Largos meses de abstinencia sexual. Es de creer: Manuel confiesa que bastante tenían con comen­tar, suponer, adivinar, los avances nacionales de los que podría resultar una pron­ta liberación. También pasó por su cabeza, con frecuen­cia, la posibilidad de ser seriamente descubiertos y si­tiados por las fuerzas enemi­gas. Disponían de reservas para resistir, al parecer, al­gunos meses. Pero la cueva no tenía más salida que la misma boca de entrada, a casi quince metros del sue­lo: una ratonera que, pese a lo que se haya dicho en al­guna ocasión, sin rigor his­tórico alguno, los guerrilleros antifranquistas nunca llegaron a utilizar, ni a plan­teárselo siquiera.

 

Manuel recuerda haber leído, en Cambriles, un libro inolvidable: Miguel Strogoff, correo del Zar, de Julio Veme. Y otro en el que un negro contaba su vida afri­cana. De éste no recuerda el título, y mucho menos el au­tor: "El tema sí que me cho­có, porque dice que en su tribu les obligaban, cuando entraba en relación un hom­bre con una mujer, a hacer el acto sexual públicamente, rodeaos de los demás". No parece que a Manuel le pre­ocuparan, no obstante, los problemas de abstinencia erótica: "La formación que dan [se refiere a sus estudios religiosos], el hábito de la presencia de Dios, y el pen­sar en las cosas espirituales y todo eso, quita mucho de la tendencia sexual". Ma­nuel era el único religioso que se refugió en Cambriles.

 

12 de septiembre de 1937. Manuel lleva nueve meses en Cambriles. En total son ya veintidós los hombres que conviven en la cueva. Alguno de ellos se acaba de incorporar, o apenas tiene tiempo de hacerlo, aunque ha sido admitido en la Socie­dad. Esa noche, un grupo de cinco o seis cambrileños abandona la cueva para ir a la central eléctrica de La Ponseca en busca de unos sacos de patatas. Camina por delante Pascual Navarro Guillén, que es algo sordo. Los del grupo aperciben, a dos personas que se acercan a ellos, de frente. Le tiran chinas a Pascual, que no en­tiende de dónde le vienen, mientras los demás se arro­jan al suelo. Las dos som­bras pertenecen a Luis Agui­lar Capapé y Feliciano Pedro Pérez, el hombre que ha or­ganizado la fuga hasta el frente franquista, situado en Portalrubio. Feliciano trae credenciales de la Capitanía General Militar de Zaragoza. Algunos elementos dere­chistas de Santolea y de Cuevas de Cañart han urdido el plan en connivencia con las autoridades militares de la capital aragonesa.

 

Esa noche, en Cambriles, hay chocolatada. Primero deciden salir en tres grupos. Luego lo harán en dos tan­das. Una aventura acaba, y otra comienza. La guerra no ha terminado para nadie.

 

 

Balances de una experiencia en la Guerra Civil española (y 4)

 

La guerra no ha terminado. Es más: los topos de Cambri­les apenas la han vivido en sus propias carnes: se han li­mitado a huir de sus conse­cuencias letales. Y lo han he­cho con éxito. Dos tandas, en vez de tres como pensaron en un principio. Cuatro etapas: De la cueva a La Cañadilla, de La Cañadilla a Hinojosa, de Hinojosa a Son del Puerto, de Son del Puerto a Portalru­bio. En esta última localidad, donde se encuentra el frente sedicioso, son bien acogidos por la tropa franquista, se les da de comer. Al día siguiente serán trasladados a Calamo­cha. En Calamocha, Manuel vive su primer despertar a plena luz solar en nueve me­ses: "Aquello fue ... resuci­tar" ... tras tantos amaneceres oscuros en la tumba de Cam­briles; "hacerse de día y estar al campo libre ... porque an­tes, cuando salíamos de no­che, por las estrellas: oye, que ya es la hora, igual si íba­mos a Crespol, o si íbamos al Higueral, o al Latonar, o a la Ponseca, en fin, las estrellas nos decían cuándo teníamos que regresar a la cueva". Ahora, las últimas estrellas señalan una nueva alborada.

 

Una nueva alborada ... Manuel ha podido despedirse de los suyos: "Nos dieron permiso [¿quién? ¿Domingo Folch? ¿Aniceto Brea? ¿Feli­ciano Pedro, que portaba cre­denciales de la Capitanía Ge­neral Militar de Zaragoza?] para que fuéramos a despe­dirnos de la familia. Nos va­mos, vamos a pasar a la otra zona".

 

Una nueva alborada ... De­cepcionante para Manuel: "Esperaba yo que en la zona nacional todo sería justicia. Y no hubo nada de eso". Manuel vive experiencias que, cuando menos, matizan aque­llos años de convento que le hacían sentirse perteneciente "a la otra parte". Se sumerge ahora en realidades que, antes que ratificar sus conviccio­nes, aguzan su percepción de la relatividad humana, aun­que no entibien su religiosidad. Oficiales brutales, en el Campo de San Gregorio. Cierta reputación emanada de su pertenencia a Cambriles, que hallará su eclosión en septiembre de 1939, cuando la mayoría del grupo peregri­ne al templo del Pilar zarago­zano, o a la tumba de la Ma­dre Rafols, y reciba los para­bienes de la prensa católica y franquista de la capital arago­nesa. Algunos de los topos harán gala de flamantes re­cién estrenados carnés falan­gistas; otros, o acaso los mis­mos, conocerán los prostíbu­los zaragozanos. Manuel no se entregará a lo uno ni a lo otro, pero vivirá la guerra; fi­nalizada la contienda, se hará maestro, iniciará una carrera profesional que culminará co­mo director en el barrio de Montañana ... Será un profe­sional que evita los conflic­tos, "que no conoce nunca un roce", me dice su mujer, Jose­fina: "¿Tú sabes lo que ha he­cho este hombre por el Ma­gisterio, en cuanto a trabajar en todo...?"

 

Acudimos al piso valen­ciano de Manuel y Josefina, el 12 de marzo de 2006, el fo­tógrafo Pedro Pérez Esteban, el historiador José Luis Le­desma, y quien viene firman­do estas páginas, autores del libro "Cambriles". Los tres lamentamos no haber conoci­do antes a Manuel, que resul­ta ser un protagonista y un in­formante culto capaz de so­pesar el valor de lo vivido. Nos recibe con calor, sor­prendido, quizá, de que nos interesemos por Cambriles. Consciente del esfuerzo que hacemos por entender lo que sucedió en aquella cueva.

 

Charlamos unas cuantas horas. Manuel leerá nuestro libro, unos días después, y me ofrecerá algunas puntua­lizaciones. Pone en duda al­gunas de las afirmaciones que otros informantes han vertido antes que él. Reafir­ma otras. Soy consciente de que han transcurrido muchos años desde entonces -Ma­nuel cumplió veinte años en la caverna, y ahora le esperan los noventa. La memoria es selectiva, pero a Manuel le sigue moviendo el ansia de verdad. Al menos así me lo parece.

 

Apenas recuerda las ins­cripciones que guían al visi­tante en el corazón de la cue­va. A medida que va viendo las fotos del libro y el texto le adentra en los recovecos del recuerdo, se va haciendo más luz en su mente. Anota a ma­no, por ejemplo, junto a la página que muestra la foto del cártel "N° 1. Auditoría": "Me parece recordar los le­treritos y que los tomábamos a broma. ¿Para qué los nece­sitábamos?" Se me ocurre que, quizá, los escribieron poco antes de abandonar Cambriles, para uso de los futuros ocupantes, derechis­tas y, sobre todo, prófugos del ejército republicano, que se sirvieron del refugio y de la red de huida creada por los miembros de la fundacional sociedad cambrileña, para pasar a Zaragoza antes de marzo de 1938.

 

No recuerda quién redac­tó las Actas de la Sociedad Secreta "La Caverna" que constituyeron los primeros refugiados, de los que él for­mó parte. Se inclina por una hipótesis: el redactor tuvo que ser Luis Aguilar Capapé, secretario del ayuntamiento de Dos Torres de Mercader, que les servía de enlace y que ya había anotado el Re­glamento de la Sociedad, perdido o quemado como el Diario. Se le ocurre que qui­zá aquel estrecho colabora­dor de Cambriles las escribía fuera de la cueva, recogiendo así las decisiones tomadas por el grupo, al tiempo que les concedía a sus miembros un prestigio organizativo que más tarde podría servirles si el avance sedicioso alcanza­ba la victoria, como sucedió. Tras publicarse nuestro libro "Cambriles", he recibido, a mi vez, toda clase de opinio­nes. Alguna en un sentido jocosamente perverso: las Ac­tas podrían haber sido "in­ventadas" -aunque estrechamente ligadas a la realidad de lo acontecido- después de la guerra, para mayor gloria de los cambrileños. Es más: incluso me han llegado a su­gerir que algunos de los prin­cipales topos de la cueva -los que luego consiguieron algún cargo político- ni si­quiera llegaron a estar mu­cho en ella, y que se subie­ron al carro, mediante la pe­regrinación al Pilar de sep­tiembre de 1939 y la redac­ción de las Actas, con el úni­co fin de demostrar méritos ante el nuevo Régimen. Ma­nuel recela de este tipo de consideraciones.

 

Pues bien: tras cotejar las dos escrituras diferentes que aparecen en las Actas con las de Aniceto Brea y Luis Agui­lar Capapé, no es posible lle­gar a conclusión alguna con un mínimo de convicción. ¿Por qué no seguir pensando pues que esas Actas las re­dactó el secretario electo de la Sociedad Secreta en el inte­rior mismo de Cambriles, aunque Manuel no conserve recuerdo alguno de este he­cho, por no formar parte del selecto trío que constituía el Comité o Junta Directiva de aquella Sociedad?

 

Lo cierto es que, tras el intento de elevar a categoría de mito del régimen fran­quista la anécdota desmesu­rada de Cambriles, con la pe­regrinación de septiembre de 1939, y el consiguiente apo­yo de la prensa zaragozana, y el no menos grandilocuente propósito -frustrado- de ins­talar una imagen de la Virgen del Pilar en el "cuerpo de guardia" de la cueva -o in­cluso de erigir no se sabe en qué lugar de la misma una ermita-, un sospechoso silen­cio se cierne sobre Cambri­les, silencio que ha durado hasta que Pedro, José Luis y yo, lo hemos roto. Manuel López Aguilar explica ese si­lencio con un argumento contundente: los topos se disgregan y, pocos años después de terminada la: guerra, apenas mantienen otro con­tacto que el que proporciona algún encuentro breve y es­porádico. A Manuel, no obs­tante, ese intento de edificar el mito le parece un pecado de soberbia. Una cosa es ha­cer lo posible por salvar vi­das, y otra inventarse un símbolo del Maestrazgo turolense, como algunos lo pretendieron, o lo siguen pretendiendo. Respecto a la i instalación de un monumento religioso en la boca de la cueva, Manuel cree recordar -me escribe de su propia mano- que "alguien, acaso Aniceto, lo más seguro, es­cribió a Franco pidiendo ayuda económica para tal ,proyecto y enviaron 5000 ptas. que recibiría aquel "alguien". ¿Aniceto? ¿José Cortés?"

 

El Boletín Informativo de Mas de las Matas El Masino, en su número 295 de julio de 2006, publica una carta de Aniceto Brea, dirigida al Presidente del Consejo Mu­nicipal de Ladruñán, en la que le comunica la decisión que ha tomado al ver su vida en peligro: "Me fugo tam­bién y voy correr mi suerte y tal vez mi desventura, aun­que ésta, ya la tengo hace dí­as". La carta está firmada el día 31 de enero de 1937, el mismo día que figura en las Actas de Cambriles como fecha de ingreso en la cueva del señor Brea. Manuel López Aguilar entró el 16 de enero (su propio testimonio coincide también con el de las Actas), pero afirma que dicho señor Brea ya estaba allí. Extraigo dos lecciones de estas afortunadas coinci­dencias: que las Actas, al pa­recer, no mienten -lo que garantiza el valor del libro "Cambriles", que se apoya, en su mayor parte, en ellas-, y que las continuas entradas y salidas de los cambrileños de su refugio invita a creer, como ya escribí en el libro, que es difícil que alguna gente, al menos de Ladru­ñán, desconociera su peripe­cia. Pero preferían mirar ha­cia otra parte.