LA PROTESTA POPULAR ANTIFISCAL EN ARAGÓN. 1890-1915.

 

Víctor Lucea

Universidad de Zaragoza

 

En el presente escrito realizaremos un acercamiento a la protesta rural de finales del siglo XIX y del primer tramo del siglo XX, tratando no ya de realizar un exhaustivo listado de motivos o sucesos exhaustivo, sino intentando dar alguna luz sobre la lógica interna de la protesta. Al contrario de lo que opinaban periodistas, políticos y científicos sociales, los motines populares, la forma más habitual de manifestar el descontento colectivo por las clases “bajas” de la población, contenían fórmulas y esquemas repetidos que los protagonistas conocían y practicaban en el contexto de la protesta, articulando esos elementos con habilidad y cierta capacidad de control y maniobra. La imagen que desde entonces ha calado en la opinión y los estudios sociales ha sido la del descontrol, el caos, la explosión incontrolada de furia, el espontaneísmo, una imagen que todavía es preciso resituar en sus justos términos, entre otras cosas porque tales argumentos respondieron a ciertas intenciones y momentos: por un lado, las clases pudientes y autoridades concebían a las clases populares como “menores de edad”, y actuaban en consecuencia bajo el patrón paternalista, lo cual se traducía en el control de las formas asociativas populares y el liderazgo de las sociedades comunitarias rurales bajo el paraguas de hacerlo por los intereses comunes. En el fondo estaba el miedo hacia la nueva sociedad de masas y la posibilidad, a finales del siglo XIX, de que la presión popular abriera los cauces del buen curso de la sociedad. Por otro lado, los escritores del movimiento obrero ubicaron el motín en una suerte de estadio previo y “primitivo” de la huelga y la organización sindical, un momento de tránsito necesario hacia la inevitable y más “perfecta” forma de movimiento social, trabajando el contraste entre las virtudes positivas de ésta y los innumerables defectos de aquél.

Tras no pocos intentos de reorientar el asunto, va permeando la imagen del motín como práctica recurrente de vecinos rurales y urbanos para plantear demandas en torno a los asuntos que más directamente les afectan. Unos asuntos que sólo indirectamente se han de relacionar con el hambre y la carestía, y que más bien hay que imaginar en términos de relaciones con el poder local o estatal, de percepción e interiorización de injusticias y del propio concepto y derechos adquiridos a través de la costumbre de que hacían gala los amotinados. La eficacia de la protesta también ha sido discutida, pero hoy se tiende a considerar como inaceptable el juzgar con criterios de presente los resultados de aquellas acciones. Quizá la existencia de este tipo de demandas durante todo el ciclo contemporáneo liberal pueda ser esgrimida por algunos como prueba firme de su ineficacia, mas sin embargo cada vez se tiende más a cambiar la escala de observación y los criterios de “eficacia”. Así podía constituir un éxito en una pequeña pero activa comunidad rural, el hecho de iniciar un motín y acabarlo con la demora del pago, con el cambio del modo de recaudación o con la elusión de un choque fatal con las fuerzas de orden público, o con las tres cosas al mismo tiempo.

Precisamente en su eficacia radica la clave de su pervivencia en el tiempo, pese a que con el nuevo siglo se fue practicando la huelga con cada vez mayor frecuencia y organización. Eso no impidió que el motín siguiese constituyendo una herramienta de protesta popular fundamental hasta la segunda década del siglo XX y aún más tarde, hasta la Segunda República, aunque con el pasar de los años de forma cada vez más esporádica. Lo cual, por otra parte, constituye una excepción del caso español respecto del contexto europeo en el que, a la altura de la Gran Guerra, la huelga había desplazado en mayor medida al motín como forma de manifestación del descontento de las clases trabajadoras que aquí. En las informaciones oficiales primaban las visiones de caos y desorden de las algaradas, y un juicio peyorativo hacia los participantes, perdidos en “chusmas” y “turbas” descabezadas que campaban vociferantes por donde sus más bajos instintos les empujaban. Sin embargo, al hilvanar la narración de los sucesos ocurridos durante los motines, y al desgranar el comportamiento de las “muchedumbres”, se pueden descubrir comportamientos pautados y repetidos en uno y otro lugar, que revelan cierto orden y organización internos[1].

Sobre los trabajos previos y teorías que permiten en la actualidad sostener tales afirmaciones, es inevitable citar aquí a los marxistas británicos y después a los teóricos de la movilización colectiva aportaron modelos y categorías sobre los componentes de la protesta, desterrando la supuesta “espontaneidad” y el “primitivismo” de estas formas de manifestación colectiva del descontento. Teorías como la movilización de recursos o la construcción de identidades enriquecieron los análisis de revoluciones, revueltas y movimientos sociales, fundamentando que los protagonistas no eran desagregados incapaces de subirse al carro del progreso (teorías de la anomia), sino al contrario, personas integradas en sus ámbitos cotidianos de vida y que compartían con los demás los valores predominantes de la sociedad que habitaban. Desde este presupuesto puede entenderse que deban darse algunas condiciones necesarias para la movilización, como el aprovechamiento de una oportunidad (que merece primero ser valorada como tal y que permite calcular las posibilidades de éxito y disminuir los riesgos), la confluencia de unos intereses compartidos, el control de una serie de recursos y estrategias, así como cierto grado de organización interna[2].

No cabe duda de que todo esto lleva al rechazo de calificativos como “prepolítico” o “arcaico” para definir la protesta. Entre otras cosas, porque la califican pero no la definen. Lo “prepolítico” alude a que la acción colectiva no toca el poder, manteniéndose ajena a las fundamentales líneas de tensión sociales, y donde además los protagonistas lo son sólo de modo “preconsciente”. Contrapesando la balanza, el modelo político desarrollado por Charles Tilly contribuyó sin duda a forjar una nueva imagen de los movimientos populares, en la que estas acciones locales y de aparente corto alcance están planteando luchas por el control de recursos materiales y políticos. Además, los participantes siguen comportamientos coherentes, si bien planteados con contundencia, por lo que puede decirse que sabían bien lo que hacían. En palabras del propio Tilly, “la gente normal comprometida en acciones aparentemente triviales, ineficaces o egoístas como son los motines antifiscales realmente están participando en los grandes debates sobre los derechos y obligaciones políticas” [3].

Pero la nueva cara del motín no está sólo remozada por la política. Además, el análisis cultural dota de nuevos significados y lecturas simbólicas a las acciones colectivas. En la conformación y definición de esos comportamientos repetidos a lo largo del tiempo y la geografía, toman parte muchos elementos relacionados con la vida cotidiana y las relaciones intracomunitarias de los protagonistas: la identidad colectiva forjada en actos comunes, las reglas no escritas sobre las relaciones laborales y entre los grupos sociales, los vínculos familiares y vecinales reforzados a diario en las tareas o en el ocio, las normas y sanciones fijados en los pactos concejiles o los valores morales compartidos y asumidos por los vecinos, tienen una importancia clave en la puesta en escena del motín. Y desde luego parecería poco afortunado concebir todo esto ajeno a los trasuntos del poder local. Así pues, política y cultura parecen claves fundamentales para la comprensión del fenómeno de protesta. Y desde luego este tipo de enfoque requiere la elección de un marco local de investigación, donde de lo particular se pueda ir y volver a lo general con fluidez y rigor crítico[4].

Escogemos para el análisis un motivo fundamental en la conflictividad de las clases populares de la época, y lo hacemos por su frecuencia, persistencia histórica y por el temor que frente a otras demandas, despertaban entre las clases acomodadas. Los impuestos.

 

Los motines antifiscales

En la fría madrugada del 11 de noviembre se habían reunido varios vecinos en las calles de Calanda para comenzar la revuelta. Ante los ojos de los guardias fingieron retirarse a sus casas, pero se dispersaron por la localidad para alentar al motín al vecindario. Un grupo llegó hasta la campana de la iglesia y el toque a fuego rebotó por las calles y callejas, y más allá de las eras, levantando a muchos vecinos de sus camas, hasta que confluyeron todos en la plaza mayor para pedir –según el jefe de línea que hizo la declaración- “con voces descompuestas” la supresión del impuesto de puertas. Había sido arrendado por contrato y, enfurecidos, clamaban por su rescisión. La campana, vocera de los sucesos del vecindario, también llamó a la guardia civil del puesto, que al llegar a la plaza se topó con “multitud de grupos hablando fuerte” y en actitud amenazante. Llegó el alcalde y una comisión comenzó a negociar, mientras los vecinos, unos 300 o 400, bramaban “fuera, fuera” a las puertas del Ayuntamiento. Hacia las 9 de la mañana del día siguiente se fue calmando el tumulto ante la actitud flexible que parecían tomar las autoridades, y al mediodía la plaza ya estaba despejada y el pueblo respiraba tranquilidad. Cuando llegó el capitán junto al grueso de las fuerzas de los puestos cercanos (Alcañiz, Alcorisa, Castellote, Andorra, Gargallo, Valjunquera, Valderrobres, Belmonte y Calanda, 37 guardias, 8 cabos y 3 sargentos en total), ya no hubo necesidad de actuar. El contrato estaba rescindido y el vecindario había evitado las detenciones y quizá también las balas de la benemérita[5].

El motín de Calanda sucedió en el año 1892, pero se pueden encontrar ejemplos muy similares de protesta popular durante la última década de XIX y el primer tercio del siglo XX, sobre todo hasta los años previos a la Gran Guerra europea. Puede afirmarse que durante todo este período el motivo antifiscal fue el primero en cuanto a las protestas y alteraciones del orden efectuadas por las clases populares, siendo el “odioso impuesto” de los consumos el más destacado dentro del mismo por cantidad de disturbios originados. Odiado por su desproporcionalidad e injusticia recaudatoria, escribía Heraldo de Aragón que tanto “en los pueblos más insignificantes como en las capitales de alguna importancia, se suceden los motines por consumos con frecuencia alarmante”. La molestia que estas protestas ocasionaban a las clases acomodadas y dirigentes de la sociedad era manifiesta, tanto que durante la primera década del XX acabaron por intentar la reforma del impuesto. Si bien es cierto que no se dio una situación que pudiera calificarse de revolucionaria (incluso durante la crisis del 98) o que supusiera una grave amenaza para el Estado y el poder de las clases dirigentes, la lluvia de disturbios protagonizados por los estratos populares alertaron sobremanera a políticos, fiscales, periodistas y eruditos respecto del “orden público”, comprometido cada dos por tres por tal motivo, hasta que se abolió legalmente en 1911[6].

De lejos venía la enemiga popular hacia los consumos y otras formas de fiscalidad. Lo de los consumos tenía su origen en primer lugar en la naturaleza de los productos gravados, artículos de primera necesidad como el aceite, el jabón o las carnes. En segundo término, eran las clases más humildes las que cargaban con el peso del impuesto, pues las puertas y fielatos de las ciudades dibujaban un mapa de aduanas interiores que castigaban la cantidad y no la calidad del producto. Pero lo que más exasperaba los ánimos era sobre todo la forma de recaudar, poblada de vejatorios registros de carros y equipajes en los fielatos, y de violentos y arbitrarios embargos en las casas de los pueblos. Los archivos están poblados de sentencias por injurias o ataques a los agentes, y el incendio de los fielatos se convirtió en un símbolo del motín de la época. Con estos antecedentes, no era extraño que se identificasen los consumos y los disturbios sociales, como apuntaban comentaristas y reconocidas plumas contemporáneas. Lucas Mallada lo calificó como una “copiosa fuente de injustos atropellos y de los más repugnantes contrasentidos”, y señaló como necesaria “una fuerte rebaja al pan, a la carne y al vino” para poder conjurar a tiempo “sediciones y revueltas, tanto más de temer cuanto más tardan en guardarse”[7].

La puesta en escena

La oportunidad y la negociación

El origen del motín coincidía con una ocasión propicia como la subasta del arriendo del impuesto, el inicio del cobro o la llegada del recaudador, aunque no sólo con motivos relacionados con el fisco, pues quizá una fiesta o el inicio de una protesta por cualquier otra causa podía desembocar en gritos contra los impuestos y la autoridad. Así, con motivo del arriendo hubo motín en Villalengua en el verano de 1892. Numerosos grupos se dirigieron al ayuntamiento pidiendo que se rescindiera el contrato, petición a la que se plegó la corporación y el contratista, dado que “el desorden amenazaba trocarse en grave conflicto”. Diez años después la misma plaza de Villalengua sirvió como escenario de protesta popular, por el mismo motivo y con igual estrategia. Los vecinos acudieron al ayuntamiento clamando por la rescisión del contrato de los consumos, amenazando con quemar las casas de los arrendadores y del Ayuntamiento si no se accedía a su petición. Como entonces, las autoridades y el arrendador tuvieron que anular el contrato sin que la guardia civil se empleara en la represión ni realizara detención alguna[8].

Merece la pena detenerse en la secuencia de los acontecimientos e indagar en los posibles por qués de los mismos. En primer lugar se conseguía inmediatez en la movilización de la gente, que de boca en boca se comunicaba la importancia del evento (subasta, arriendo...) y acudían en masa al escenario público en el que se iban a tomar decisiones que les atañían. En segundo lugar, todos podían juzgar en el acto las condiciones como aceptables o no, y así en este último caso el motivo y las causas del descontento aparecían diáfanas a los ojos de todo el mundo. Desde ese momento el número pasaba de ser un potencial a una fuerza contundente para plantear contramedidas a las autoridades.

Otras veces la ocasión la proporcionaba la sola presencia de los recaudadores, sobre todo si venía acompañada de maltratos, insultos o violencia, cosa que no resultaba infrecuente en aquellos años. Son frecuentes las sentencias judiciales que detallan protestas de inquilinos en los pueblos que se ven sorprendidos por el recaudador, que llega acompañado de la autoridad (alguaciles, concejales...) para efectuar los embargos. Muchas veces incluso se apunta que llegan en horas en las que los hombres están trabajando en el campo y son las mujeres las que se resisten, trabando las puertas o enfrentándose directamente con la autoridad, verbal o físicamente. No era el pago lo que motivaba la protesta, era la humillación o la sangre vertida lo que provocaba la violencia. Volvamos a Borja. Los vecinos habían presionado al Ayuntamiento y ya se había acordado la rescisión del contrato, no sin antes haber ocurrido algún forcejeo con la Guardia Civil de menor importancia. Todos, se habla de unas 1500 personas, habían aplaudido con entusiasmo en el Campo del Toro y volvían a sus casas, cuando corrió de boca en boca la noticia de que el hijo del arrendatario había pegado brutalmente a uno de los vecinos que presidieron la manifestación. Eso “ha soliviantado los ánimos y recrudecido en forma tal el motín, que todos hánse dirigido a su casa, rompiéndole cristales, persianas y cuanto hubiera estado a su alcance”, incluso se realizaron algunos disparos contra la fachada. El anonimato que proporcionaba el número sirvió para que, pese a realizarse detenciones tanto por daños materiales, como por insultos a la guardia civil, no se pudiera inculpar a nadie. La sentencia criminal señala que no se sabe a ciencia cierta “quién fuera el promovedor del motín”, y se absuelve a los ocho inculpados por falta de prueba[9].

Sariñena ofrece otro caso significativo. Durante la recaudación de los consumos de 1905 el empleado fue denunciado por los vecinos debido a los insultos que profería durante los embargos. Esta fue la ocasión, reunidos en la plaza varios centenares de vecinos, para realizar demandas de mayor calado a las autoridades. Se pidió, dada la precaria situación por la que atravesaba la villa, en primer lugar que los vecinos que debían grandes cantidades al Ayuntamiento las ingresaran; en segundo lugar, que el cobro comenzase por las mayores cuotas y que pagasen los que adeudaban seis u ocho años –las mayores partidas-, “y que se lleve turno riguroso en el cobro sin saltar clase ni persona”. Y en tercer lugar se reclamaba que se sustituyera al recaudador por otro, pues les había insultado llamándolos “cobardes” y “capones”. Pese a la coacción nada de impulsos destructivos e irracionales. El alcalde, ante la situación alarmante que tomaba el conflicto, prometió suspender el cobro y consultar con el gobernador[10].

La oportunidad de actuar incluía también una valoración de las fuerzas con las que los participantes se iban a enfrentar. En todos los motines las autoridades piden fuerzas al jefe de línea de la Guardia Civil o al gobernador, pues las disponibles resultan invariablemente insuficientes para mantener el orden. Ese tiempo, entre el inicio de la protesta y la llegada de los refuerzos, es con el que se cuenta para presionar a las autoridades, y así es como se utiliza conjuntamente por los vecinos, que permanecen en la plaza o frente al ayuntamiento a sabiendas de que su posición de fuerza se la ha dado el número y la cohesión. No hay saqueo ni violencia gratuita, aunque las autoridades suelen prever que lo habrá. Cuando llegan los refuerzos o las tropas puede ya estar resuelto el conflicto, y no son extrañas las muestras de buen recibimiento, se puede suponer que para evitar el golpe de la fuerza[11].

Las estrategias y los recursos aprendidos

La narración va introduciendo ya las estrategias con que contaban y utilizaban los participantes para la movilización, terreno que a su vez traslada el análisis directamente al ámbito de la cultura popular. Entendida ésta no como un conjunto folclórico de mayor o menor vistosidad, sino como un territorio de prácticas y creencias comunes para moldear el comportamiento social de la comunidad, abarcaba no sólo comportamientos heredados o “tradicionales”, sino también la gestión de novedades con las que establece una relación dinámica de aceptación o rechazo. En esa herencia común se incluían los lugares de concentración colectiva, por ejemplo la plaza del pueblo, del que hemos visto numerosos ejemplos, aunque también eran lugares de comienzo del motín el mercado o la estación de ferrocarril[12].

Tarazona contempla un soberbio motín contra los consumos en 1895, pero se oyen algunas expresiones de las mujeres dirigidas a la tropa a su llegada al pueblo, que “no querían que se les engañase como en otras ocasiones”. Retrocedamos varios años para encontrar el patrón más cercano de aquel motín de 1895. En enero de 1888 una fuerte alteración del orden por los consumos mantiene en vilo a las autoridades de la villa. Aproximadamente tres mil amotinados han destrozado las casillas y el fielato central de consumos, quemando toda su documentación. Resulta significativo que la mayor parte de los amotinados fuesen vecinos del populoso barrio de San Miguel, igual que en el motín del 95. Por parte de las autoridades, al intento de calmar los ánimos ha seguido de inmediato la huida y guarecimiento en la casa-ayuntamiento, custodiado por la Guardia Civil. Hubo pues, como en el motín posterior, sitio del Ayuntamiento. A la llegada del gobernador hubo saludos y vivas, aunque también se oyeron gritos de “¡Abajo los consumos!”. Pero la presión había surtido ya efecto, y los concejales habían ofrecido al vecindario la supresión de las puertas, trabajo en obras municipales y 500 raciones de rancho mientras durase el gélido temporal[13].

Puede decirse por tanto que el aprendizaje y ejercicio de la protesta resulta fundamental para conformar aspectos de la misma como los roles a desempeñar o la intensidad de la violencia. La reiteración de las acciones colectivas apunta al carácter instrumental con que era practicado por los protagonistas para resolver problemas recurrentes, y pone en cuestión, como ya se ha dicho, la imagen de la improvisación y la impulsividad. Así, tras los dos graves motines de Tarazona, se produjo otra protesta en 1902 en la que los grupos de mujeres y chicos consiguieron que la subasta del arriendo del consumo quedara desierta, y aún en 1905 los vecinos morosos se resistieron a los embargos, redactando una Junta de defensa un escrito al gobernador. Los casos de repetición son numerosos, sobre todo en los núcleos de cierta importancia como Ateca (1897, 1900), Daroca (1899, 1902) Caspe (noviembre y diciembre de 1901, 1903), o Épila (1894, 1897, 1901), combinándose generalmente manifestaciones y peticiones a las autoridades con acciones más violentas, aunque también en localidades más pequeñas, como en Villalengua, se repite la acción colectiva (1892, 1902 y 1906)[14].

Es claro que el recurso principal de los participantes residía en la fuerza del número y el beneficio que el anonimato podía reportar en la hora de la represión. En efecto, si la oportunidad incluía por parte de los protagonistas una valoración de las fuerzas con las que se habían de ver las caras, en el momento del motín la masiva presencia en la calle capacitaba para la coacción física a las autoridades, siempre que la decisión en la acción fuera firme y un grado medido de violencia derrumbara la resistencia inicial de alcaldes o guardias. Un sentir común como “pueblo” podía proporcionar esta cohesión y decisión necesarias. En Gotor se reunieron en el primero de enero de 1902 “casi todos los vecinos”, obligando “el pueblo en masa” a rescindir el contrato de consumos. Las mujeres y chicos de Fabara en número de doscientas aproximadamente salieron  en 1904 al encuentro del recaudador de cédulas, gritando “¡fuera, fuera ese!” y lanzando piedras, suspendiéndose el cobro. En Munébrega se dice que en 1911 “los casi trescientos vecinos” están dispuestos a no pagar, saliendo al día siguiente un grupo de más de cien a impedir el cobro[15].

El motín de Alcañiz de 1905 ofrece otro ejemplo de la flexibilidad del repertorio de protesta, de la preparación y organización del motín, y también introduce algunos elementos a través de los que adentrarse en los símbolos de la cultura popular utilizados por los protagonistas. A los más graves sucesos precedieron varias manifestaciones pacíficas al Ayuntamiento pidiendo el reparto general del consumo y la eliminación de los fielatos. Sin embargo, y ante lo infructuoso de estos intentos, el 22 de enero un pequeño grupo de mujeres y hombres comenzó a dar voces contra el impuesto, uniéndose a ellos “un inmenso gentío” que se apoderó de los tres fielatos, quemándolos con toda su documentación. La fuerza, doce individuos, fue por supuesto insuficiente para frenar el motín y proceder a detener a los “autores y excitadores” del mismo. En la madrugada siguiente volvieron a salir los grupos a los fielatos para impedir que los empleados de consumos se incorporasen a sus puestos. Todavía no habían llegado los refuerzos, entre otras razones por la dilación que supuso el corte de la línea telegráfica y las dificultades de tránsito por los caminos debido a los temporales. Hasta un centenar de soldados y guardias llegaron de la comarca y Zaragoza. Cuando lo hicieron el día 25, la población seguía amotinada por las detenciones practicadas (veintiséis vecinos), pidiendo a gritos la libertad de los presos. Al día siguiente había “calma aparente”, temiendo las autoridades la reproducción de los desórdenes tan pronto como se ausentase la Guardia Civil reconcentrada. El alcalde telegrafiaba angustiosamente al ministerio de guerra solicitando dos compañías del ejército, pues “peligran vidas y haciendas mayores propietarios y dice rumor público atentarán contra concejales, casa consistorial y otros edificios públicos”. Sobre varias circunstancias merece detenerse con pausa de esta secuencia: las tácticas como el papel de las mujeres en el motín, el uso de elementos de claro significado popular como el fuego, y la reacción que ante las detenciones se produce, generalmente más violenta que la propia acción del motín[16].

En efecto, las mujeres y chicos comienzan el motín, y arengan después a los hombres a sumarse al mismo. Se puede pensar sobre todo en una razón táctica principal, evitar el enfrentamiento directo con la fuerza aprovechando su relativa impunidad frente a los guardias, aunque también debería rastrearse la legitimidad que podían dar las mujeres a la protesta, una fuerza quizá proviniera de las tareas de abastecimiento familiar asumidas en el seno de la comunidad rural. Los ejemplos son mayoría. En Tarazona fueron las mujeres las que llevaron el peso de la acción colectiva. Ya en 1888 se indica que “las mujeres excitan a los hombres”, y es a ellas a quien se dirige el gobernador rogándoles “que se lleven a sus maridos y a sus hijos, temiendo sea este un día de luto para la población”. En 1895 las mujeres esperaban la fuerza en la estación de ferrocarril, y son ellas las que llaman a las puertas de los acomodados pidiendo que se abran. Igual sucede en Teruel en 1890, cuando “una turba numerosa, compuesta de gente levantisca del Arrabal, en su mayoría mujeres, invadió el Ayuntamiento dando desaforados gritos y profiriendo amenazas” pidiendo la supresión del consumo, apedreando los balcones y rompiendo el mobiliario. También son las mujeres las que se amotinan primero en Nuévalos en 1908, profiriendo amenazas contra el recaudador “porque iba a cobrar precisamente en los días en que los agentes atmosféricos, casi peores que los ejecutivos, se habían llevado las cosechas” [17].

Otras estrategias tienen que ver con el aislamiento de la localidad cortando las comunicaciones y, por tanto, ganando tiempo para la negociación. En Alcañiz se corta la línea telegráfica, también en el motín de Calamocha de 1894, y en el de Munébrega de 1911 el día escogido era casualmente festivo, y el jefe no pudo avisar a los puestos de la línea para que enviaran refuerzos. Además se suelen tomar los caminos y salidas del pueblo para que nadie salga a trabajar antes de haber solucionado el conflicto.

El uso de símbolos tradicionales en el motín tenía por un lado la ventaja de portar un significado diáfano para los participantes, actuando además como un elemento reforzador de la cohesión interna y la identidad colectiva. La campana era el mejor exponente, como se ha visto en Calanda en 1890. También, tras varios días de embargos, se tocó a fuego en Vera de Moncayo en 1906, “acudiendo todos incluso los trabajadores de campo, y unidos como una sola persona, intimaron al alcalde y recaudador, por lo que suspendieron el acto”. Su uso venía condicionado por la posibilidad de acceder a ella, muchas veces imposibilitado por los párrocos que cerraban el campanario a la mínima alteración popular. Así, en Azuara se recurrió a la caracola en 1892 para convocar al vecindario cuando se iniciaron los embargos, y lo mismo se hizo con el cuerno en Sariñena en 1905. El fuego también debe ser contemplado no como un mero medio destructivo, sino como un elemento simbólico de nivelación elemental. Fue aplicado a los fielatos en Huesca en el motín en 1885, y algo más tarde en La Almunia, en 1891, donde los grupos destrozaron los libros de cuentas y quemaron en la plaza algunos objetos de la administración de consumos. Baste mencionar aquí que el fuego como elemento simbólico permanecerá vigente en la sociedad rural hasta las insurrecciones anarquistas de los años treinta, cuando la proclamación del comunismo libertario en las intentonas de 1932 y 1933 venían acompañadas del ritual de la quema de documentación municipal en la plaza pública, a modo de auto de fe colectivo sancionador del orden viejo que se pretendía derrocar, y bendecidor de lo nuevo que abría de llegar. Otros elementos tomados de la cultura popular que ofrecen elementos de movilización son las cencerradas, matracas, mojigangas, rondas de mozos, etc, de las que no existen muchas noticias si no es por un final trágico, no porque no abundasen sino más bien por desinterés de la prensa hacia estas formas de expresión popular (ejemplos de cencerradas en Fuentes de Ebro en 1890, Fuentes de Jiloca en 1895, Jaraba en 1917 o Torralvilla en 1933)[18].

Y así, el ritual es adaptado a la protesta, por ejemplo cuando los grupos utilizan el ruido o las silbas como una forma de expresar hostilidad sin llegar al enfrentamiento directo. En Used en 1905 los vecinos recorrieron el pueblo provistos de palos y latas, con los que además de producir alboroto intimidaban al recaudador. En Daroca, los grupos de “mujeres y chiquillos” se apostaron en 1902 frente al Ayuntamiento en el día de la subasta, “produciendo un griterío ensordecedor y recibiendo a cuantos entraban y salían con pitas atronadoras”, retirándose al saber que la subasta había quedado desierta. Junto a esto, se podían disponer pasquines anónimos en los principales puntos de la localidad para alentar la movilización, dirigir la protesta y hacer pública la coacción. En Munébrega aparecieron en la plaza mayor “pasquines redactados en términos violentos, pidiendo la dimisión del Ayuntamiento y amenazando con hacer uso de la dinamita”. En Mediana también aparecieron escritos anónimos en el motín de 1907, en los que se atacaba al secretario contra el que se dirigían las iras populares y varios concejales, y por la noche un grupo colgó del balcón del cuartel de la Guardia Civil varios esqueletos de animales, colocando algunos otros en la puerta[19].

Entramados culturales

Es el tercer gran apartado que todos los estudios de movimientos sociales reconocen como necesario para la existencia de la protesta colectiva. El entramado supone la definición de los propios grupos contendientes, y dota de significado el conflicto que los enfrenta. Trataremos de hacer una aproximación al asunto, a sabiendas que resultaría una tarea mucho más prolija de lo que aquí desarrollamos.

En primer lugar es preciso acercarse al asunto de la “identidad”. Existe un sentimiento de “pueblo” que cohesiona al grupo y que se articula en oposición a los ricos, contribuyendo a identificar con exactitud a los culpables y los objetivos de la acción colectiva. Evidentemente que el concepto no es válido para un análisis sociológico de los protagonistas, pero parece que sí que sirvió de manera efectiva para la creación de identidades y la movilización. Hemos de pensar que en el Aragón finisecular, eminentemente rural, la identidad comunitaria se articulaba verticalmente, por la primacía de las relaciones primordiales y por el control que ejercían los notables sobre todas las facetas de la vida local, que no permitían otra identidad que no fuese la básicamente territorial o la que delimitaba el folclore. En el motín de Calamocha los revoltosos mandan publicar 8 o 10 bandos al alguacil y pregoneros, previo toque de tambor, ordenando “de orden de los pobres, que nadie saliera a trabajar el día siguiente, que nadie pagase consumos ni gremios de vinos, bajo pena de ser pasados por las armas”. Se es al mismo tiempo vecino, campesino y pobre, como partes de una identidad primordial que subraya en según qué momentos una u otra faceta de la misma, pero que se opone a la de los ricos y autoridades[20].

Esto introduce una segunda cuestión que se repite en muchos conflictos, la justicia popular. Para valorar estas formas de acción colectiva Rod Aya sitúa cuatro notas fundamentales en el análisis: su aspecto tumultuoso; su frecuente coincidencia con costumbres antiguas reafirmantes de la solidaridad comunitaria; el aprendizaje de la violencia respecto de la aplicación de la disciplina de las clases dominantes; y el papel de la represión de las autoridades como elemento favorecedor de el comienzo de la protesta. Es habitual, en efecto, que las detenciones practicadas en un primer momento deriven en un nuevo motín pidiendo la libertad de los presos, o el castigo para el agente o el guardia que practicó algún acto violento, pudiendo ser la insistencia popular para conseguir su objetivo mayor que la protesta inicial. Ya se ha nombrado el caso de Carenas, pero la mayor efervescencia llegó con la detención de varios vecinos por la guardia civil. Al ser conducidos a la cárcel de Ateca “las gentes se amotinaron contra los guardias, acorralándolos con ademanes amenazadores y dando voces de «atrás», «atrás», obligaron a la benemérita a suspender la marcha”. Después, viendo que no se actuaba contra el agente, “empezaron a insultar a la guardia civil, pretendiendo arrollarla”, sin que éstos llegasen a disparar, mientras “gritando y vociferando pedían la libertad de los presos”. Llegaron hasta sesenta guardias y se declaró el estado de guerra, realizándose el traslado al día siguiente entre “grandes precauciones”[21].

En efecto, las dosis de violencia utilizadas por los amotinados tienen mucho que ver con la desplegada por la autoridad. Eso confiere legitimidad a la violencia, que con todo nunca, en los casos que hemos podido registrar, traspasa líneas irreparables. No hay en ningún caso de los registrados muerte alguna, y las agresiones personales son escasas, centrándose los ataques en las propiedades o los objetos. El recaudador de Moros recibe varios golpes, y un concejal de Teruel se rompe una pierna al saltar de un balcón cuando es acosado por la multitud, pero no hay más daños personales en las acciones colectivas antifiscales producidos por los participantes. No hay incendios ni saqueos generalizados, aunque las autoridades se prevengan contra ellos, sino más bien acciones basadas en una justicia punitiva elemental aprobadas y sancionadas por creencias y valores compartidos. Cuando se produce la violencia ésta tiene más bien un carácter simbólico, dirigiéndose contra los edificios u objetos emblemáticos del poder, sea el ayuntamiento, el fielato, la cárcel o el cuartel de la Guardia Civil. Lo cual nos llevaría de nuevo hacia el carácter político de la protesta colectiva, en un viaje de ida y vuelta de la cultura a la política y viceversa.

Conclusión

Que el recorrido de los grupos sea ese, el del Ayuntamiento u otros edificios públicos, donde presionan hasta conseguir su objetivo o hasta que resulta seguro hacerlo, subraya el carácter de negociación que contiene la acción colectiva frente a las autoridades locales. La coacción que se ejerce durante el motín traduce un conflicto entre grupos por la mejora de la propia posición, llamar la atención o adquirir relevancia o poder, por muy efímero o escaso que éste, en el contexto rural finisecular, pueda parecer. La manifestación, la petición, el motín, constituyen las formas de expresión política de la gente sin poder, de la mayoría de ciudadanos y vecinos que habitualmente no cuentan con canales pacíficos y vías legales para plantear sus demandas. Las características del sistema político de la Restauración, poblado de amiguismos caciquiles y provisor de una parca participación popular, tuvieron mucho que ver en esto. Tomar la calle, explicitar las propias demandas con comisiones o pancartas, alterar el orden habitual de la normalidad pública y política local, ejercer una violencia simbólica y estratégica contra objetivos concretos y discriminados, son partes de una negociación en la que, si se escoge bien la ocasión de actuar, se parte de una posición de fuerza. La eficacia y el éxito depende de la unidad, y eso lo saben los participantes y lo ponen en práctica[22].

El conflicto entre los vecinos y las autoridades de las comunidades rurales gira en gran parte durante este final del XIX y principios del XX en torno a la cuestión de los impuestos, sobre todo de los consumos, aunque por supuesto la acción colectiva alcanza motivaciones y objetivos mucho más variados que aquí no se han podido analizar. Se ha comprobado cómo los motines antifiscales en Aragón presentan una gran homogeneidad en el repertorio de las acciones que los conforman, siendo muy parecidos los que ocurren en uno y otro extremo de la geografía regional. Era algo que conocían bien tanto los participantes como las autoridades, lo cual habla de la racionalidad y la coherencia interna de los motines. Los informes, las comunicaciones oficiales y la prensa hablan de saqueos, de “graves disturbios”, de “explosión de cólera”, de “levadura en fermentación”, de gentes “desparramadas” por las calles, de “algaradas y barullos”, de “ignorancia”, de “ideas de destrucción” entre los amotinados. Este lenguaje podría englobarse perfectamente en el modelo “volcánico” o “eruptivo” de la movilización colectiva que tanto se prodigó a finales de XIX, practicado tanto por periodistas y políticos, como después por los científicos sociales que acudieron en su auxilio y fundamentación.

En el largo plazo, puede adivinarse que fue esta presión popular la que terminó por eliminar legalmente los consumos en 1911, aunque a efectos reales los ayuntamientos siguieron practicando la exacción para completar sus ingresos. El ciclo de protesta llega con claridad hasta los años de la Gran Guerra europea y luego se difumina al irse alternando con la práctica de la huelga agrícola, lo cual indica un incremento de la sindicación y la organización obrera, y el giro general de la atención hacia otras cuestiones irresueltas como, fundamentalmente, la tierra, como se verá en los años de la Segunda República. No serán sólo los motivos del descontento los legados que este tipo de protesta dejará a los años treinta, sino también algunos de los elementos utilizados por los vecindarios en sus manifestaciones de descontento, ahora utilizados con fines mucho más subversivos, la insurrección abierta. Aquí se ha querido únicamente dejar claro que, por muchos espantajos de miedo y destrucción que agitaran las clases acomodadas ante la protesta popular, ésta distaba mucho de asemejarse a las imágenes negativas por aquéllos esgrimidas.

 



[1] Sebastián Balfour habla para estos años de “una mezcla de distintas culturas de protesta”, la del motín y la de la huelga, El fin del Imperio español (1898-1923), Crítica, Barcelona, 1997, p. 116. Para el “descabezamiento” de los amotinados no hay como acudir a los informes de las autoridades y guardias civiles encargados de dar cuenta de los desórdenes (SHM). La concepción de la acción colectiva como “ira ciega” o “desbordamiento de las masas” puede rastrearse en todo el XIX y aún antes, siendo un buen ejemplo el motín de broqueleros de Zaragoza de 1766. Ver al respecto Fernando Baras Escolá, ¿Quiénes se amotinaron en Zaragoza en 1766?, Zaragoza, IFC, 1998, p. 29, n. 41.

[2] Baste aquí con mencionar la trascendencia que los trabajos de los autores marxistas británicos tienen todavía hoy para cualquier acercamiento a la protesta social. Hobsbawm, Thompson, Rudé, Hill o Samuel cimentaron una tradición teórica de referencia inexcusable para el estudio de las clases bajas y la protesta. Ver Harvey Kaye, Los historiadores marxistas británicos, Zaragoza, 1989. Refutando el modelo de la psicología de masas y las imágenes “volcánicas” que genera, y subrayando el carácter racional de la protesta, Rod Aya, “Reconsideración de las teorías de la revolución”, Zona Abierta, 36-37 (1985), pp. 1-80. Una revisión de las teorías y modelos sobre la acción colectiva, Manuel Pérez Ledesma, “Cuando lleguen los días de cólera. Movimientos sociales, teoría e historia”, Zona Abierta, 69, 1994, pp. 51-120. También Pedro Luis Lorenzo Cadarso, Fundamentos teóricos del conflicto social, Siglo XXI, Madrid, 2001. Para la estructuración tripartita del análisis de los movimientos sociales (oportunidad política, estructura de movilización, marcos culturales interpretativos), Dough McAdam, John McCarthy, Mayer Zald (eds.), Movimientos sociales: perspectivas comparadas, Istmo, Madrid, 1999.

[3] Charles, Louise y Richard Tilly, El siglo rebelde, 1830-1930, PUZ, Zaragoza, 1997 (1975), p 334 y 344. El modelo político de la protesta que propone Tilly ensancha el concepto de política a las formas informales de organización colectiva, superando la dicotomía “tradicional/moderno” para las formas de movilización social. Por otro lado, el propio Charles Tilly, bebiendo de los estudios que han trabajado las identidades colectivas en los movimientos sociales europeos, completa su análisis concediendo mayor relieve al ámbito relacional en el que se conforma la identidad, en “Conflicto político y cambio social”, Pedro Ibarra y Benjamín Tejerían (eds.), Los movimientos sociales, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pp. 25-42.

[4] Estas ideas, tomadas del excelente trabajo de Carlos Gil Andrés, quien titula el análisis de la protesta social “entre la cultura y la política”, Echarse a la calle. Amotinados, huelguistas y revolucionarios (La Rioja, 1890-1936), PUZ, Zaragoza, 2000, p. 397 y ss

[5] Servicio Histórico Militar (en adelante SHM), col. Alcázar, leg. 173.

[6] La cita en Heraldo de Aragón (en adelante HA), 20-1-1904, nº 2584. Al año siguiente el diario volvía sobre el consumo como “causa de motines sin cuento que han venido sucediéndose  hasta los momentos actuales”, y criticaba a los gobiernos porque “los motines, las protestas, los consejos, las lamentaciones no les hicieron mella alguna y seguimos sufriendo las consecuencias lamentables de esa irritante pasividad”, HA, 9-12-1905, nº 2305. Alberto Gil Novales considera que debe situarse la cuestión de los consumos en perspectiva secular, “La conflictividad social bajo la Restauración (1875-1917)”, Trienio, 7, 1986, pp. 73-217.

[7] Lucas Mallada, Los males de la patria y la futura revolución española, Alianza, Madrid, 1994 (1890), pp. 92 y 94. Algo más tarde, Jesús Pando y Valle comentaba que “el malhadado impuesto de consumos es inmoral, antieconómico, perturbador, causa de la falta de higiene, motivo de odios irreconciliables en los pueblos y germen del hambre que padecen las clases menos acomodadas”, El impuesto de consumos.  Su abolición gradual, Madrid, 1905, p. 194.

[8] Sidney Tarrow otorga a la oportunidad (“estructura de oportunidad política”) enorme importancia en la aparición de los movimientos sociales, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política, Alianza, Madrid, 1997. Lo de Villalengua en Diario de Avisos de Zaragoza (en adelante DAZ), 4-7-1892, nº 7169. Y el conflicto posterior en SHM, col. Alcázar, leg. 174. Lo de Borja en DAZ, 19 y 24-6-1893, s 7468 y 7473, El País, 21-6-1893, nº 2190. Ateca, DAZ, 30-6-1897, nº 531, donde hubo “cierre de comercios, tabernas y otros establecimientos públicos”, mas paro de los horneros.

[9] Archivo Histórico Provincial de Zaragoza (AHPZ), sentencias criminales, 1894, nº 19. En Carenas, algunos años antes, un disparo del recaudador a un vecino propició el motín. Se menciona que contra él existía una fuerte irritación general por el rigor y malos modos desplegados hacia los vecinos, SHM, col. Alcázar, leg. 169.

[10] La mayor parte de la información del motín de Sariñena en la comunicación del capitán de la guardia civil al Ministerio de la Guerra, en SHM, col. Alcázar, leg. 173, Heraldo de Aragón (en adelante HA), 3 y 7-8-1905, s 3195 y 3198. El caso es un excelente ejemplo del orden que demuestran los amotinados en los desórdenes populares, poniendo en cuestión caracterizaciones como la supuesta “espontaneidad” que los recorre. Demetrio Castro Alfín subrayaba ese término para hablar de los motines de consumos, y por ende su escasa y superficial politización, su desorganización formal e institucional, así como su radicalismo directo y violento. “Protesta popular y orden público: los motines de consumos”, en J.L. García Delgado (ed.), España entre dos siglos (1875-1931). Continuidad y cambio, S. XXI, Madrid, 1991, pp. 109-123. También en Huesca el vecindario se amotinó en 1885 cuando un empleado de consumos mató de un tiro a un labrador al pasar por el fielato, SHM, col. Alcázar, leg. 170. También en Monzón fue el recaudador el objeto de las iras de los grupos, que recorrían la población dando mueras en “actitud hostil”, SHM, col Alcázar, leg. 171.

[11] La escasez habitual de fuerza policial para contener los conflictos ha servido para argumentar la ineficacia, carencias o debilidad de Estado español en el ámbito del orden público, por ejemplo en Demetrio Castro Alfín, “Agitación y orden en la Restauración. ¿Fin del ciclo revolucionario?”, Historia Social, 5, 1989, pp. 37-49. Más que debilidad, término del que quizá se ha abusado en los últimos tiempos, cabe hablar de ineficacia a la hora de canalizar las demandas populares, para administrar y prestar servicios elementales o conceder derechos y compensaciones acordes con las exacciones. La percepción de las clases populares del Estado tenía más bien que ver con la eficacia y la contundencia a la hora de imponer su dominio coercitivo sobre ellas, Carlos Gil Andrés, Echarse a la calle, ob. cit., p. 455, n. 79.

[12] El carácter cultural de la movilización colectiva, y por tanto instrumental para influir en la distribución del poder entre dos grupos contendientes, en Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, Madrid, 1997, y fundamentalmente en el capítulo primero de Rafael Cruz, “La cultura regresa al primer plano”, pp. 13-34

[13] El motín de Tarazona de 1888 en DAZ, 29-2-1888, nº 5778.

[14] La experiencia movilizadora como una condición esencial para la acción colectiva, en Rafael Cruz, “La cultura regresa al primer plano”, ob. cit. Junto a ella, sitúa como condicionantes esenciales para la movilización la existencia de redes sociales de comunicación, la definición colectiva de los acontecimientos y de los propios actores, y la oportunidad para actuar. Sobre la importancia de las estructuras tradicionales campesinas para la protesta, Craig Jenkins, Why do peasants rebel? Structural and historical theories of modern peasant rebellions, American Journal of Sociology, 88, nº 3, 1982, pp. 487-514. Las protestas de Tarazona no mencionadas con anterioridad, en HA, 15-11-1902, nº 2216, y 17-11-1905, nº 2287. La de Villalengua de 1906 en HA, 1-1-1906, nº 2324. También en las localidades más pequeñas la forma de acción colectiva que aquí se está analizando, el motín antifiscal, se nutre de experiencias previas, como en Paracuellos de Jiloca (HA, 21-2-1896, nº 134 y HA, 5-10-1903, nº 2492), o en Tosos (HA, 17-8-1903, nº 2450, donde el recaudador fue apedreado, y HA, 20-8-1906, nº 2523, donde se pedía limpieza en la recaudación al secretario de ayuntamiento). Contamos sólo los casos de acción colectiva antifiscal, aunque si los datos se cruzaran con las acciones anticlericales o de otro tipo, la lista se incrementaría notablemente. Escatrón, por ejemplo, contempló un motín anticlerical en 1892, otro anticonsumos en 1902, protestas anticlericales en 1899 y un motín por los montes comunales en 1906.

[15] Lo de Gotor en El Noticiero, 3-1-1902, nº 196, lo de Fabara en HA, 14-9-1904, nº 2780, y los sucesos de Munébrega en HA, 21-8-1911, nº 5328.

[16] La información procede de HA, 23 al 25-1-1905, s 2896-2898, y sobre todo de SHM, col Alcázar, leg. 168.

[17] Hemos trabajado este tema en, “Amotinadas: las mujeres en la protesta popular de la provincia de Zaragoza a finales del siglo XIX”, Ayer, 47, 2002, pp. 185-207. El motín de Teruel en DAZ, 3-7-1890, nº 6509. El de Nuévalos, en HA, 3-7-1908, nº 4197.

[18] En otros sitios existió la amenaza de las llamas, como en Caspe en 1901, donde la guardia civil se apostó en los fielatos para evitar su incendio. En Villalengua los grupos en 1902 gritaban que quemarían la casa del arrendador y la del Ayuntamiento si no se rescindía el contrato, y en Gotor, después de hacer pedazos la escritura del arriendo, poco faltó para que quemaran los archivos si no se eliminaba el contrato. También Paracuellos de Jiloca y Gallur hubo amenazas parecidas. Lo de Vera de Moncayo en HA, 6-10-1906, nº 2565, donde se consiguió además el cese del secretario del ayuntamiento. Lo de Azuara en DAZ, 22-8-1892, nº 7212. La quema de objetos de La Almunia en DAZ, 20-4-1891, nº 6751.

[19] El motín de Used en HA, 20-9-1905, nº 2237, y el de Daroca en HA, 20-11-1902, nº 2223.

[20] “«Ricos y pobres; pueblo y oligarquía; explotadores y explotados». Las imágenes dicotómicas en el siglo XIX español”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, 10, 1991, pp. 59-88.

[21] Rod Aya, “Reconsideración…”, ob. cit

[22] El carácter político de los motines en Alberto Gil Novales, “La conflictividad social bajo la Restauración…”, ob. cit. Rafael Cruz, “La sangre de España. Lecturas sobre historia de la violencia política en el siglo XX”, Ayer, 46 (2002), p. 292.