Pascual Noguera: la memoria histórica del socialismo turolense

Angela Cenarro

 

 

Este texto es la introducción al libro “50 años del PSOE en Teruel. Escritos y comentados por uno de sus fundadores” publicado por la  Fundación Bernardo Aladrén en su Colección Isidoro Achón.

 

 

Pascual Noguera comenzó a escribir sus memorias en 1974, cuando la dictadura de Franco agonizaba. El resultado fueron dos manuscritos, separados en el tiempo por cinco años decisivos para la historia de España. El primero se tituló “Apuntes de unos recuerdos inolvidables”, porque inolvidables eran, desde luego, algunos episodios que le tocó vivir durante la guerra civil y la posguerra. Cuando finalizó el segundo, “Los cincuenta años del PSOE en Teruel”, los españoles habían acudido a las urnas para elegir a sus representantes políticos, tras cuarenta años sin poder hacerlo, así como para refrendar la Ley de Reforma Política y la Constitución. Sindicalista y socialista de los que “calzaban alpargata”[1], Pascual Noguera fue por tanto un nexo de unión entre las dos democracias del siglo XX español. Su trayectoria vital y política estuvo ligada al primer experimento democrático de la historia de España, la II República, y fue truncada, como ella misma, por la sublevación que protagonizaron un nutrido grupo de oficiales.

 

Al poner sus recuerdos por escrito, Pascual Noguera buscaba dar sentido a un pasado plagado de luchas, derrota y miseria, pero también de victorias, aunque no fueran éstas las conseguidas con la fuerza de las armas. Un pasado que leía, entendía y ordenaba desde el presente; un presente, el de finales de los setenta, que ya es para nosotros también pasado. Sus palabras, recuperadas para la difusión pública veinticinco años después de ser escritas, nos transmiten las experiencias de una generación marcada por las esperanzas abiertas en 1931, la utopía reformista de los años siguientes y la resistencia, primero armada y luego silenciosa, contra los militares rebeldes a partir de julio de 1936.

 

Pascual Noguera impulsó la creación del núcleo socialista de Teruel a finales de los años veinte, y fue por tanto testigo de excepción de unos años cruciales para la historia. Aunque era una provincia eminentemente rural y atrasada desde el punto de vista económico, Teruel celebró el advenimiento de la República con la misma viveza que una gran urbe, pues el júbilo estalló en sus calles cuando la monarquía y al sistema político que la sustentaba fueron derrotados en las elecciones municipales. En abril de 1931 Teruel fue, al igual que toda España, una fiesta.

El nuevo clima de libertades favoreció la expansión de partidos y sindicatos, elementos clave para articular una sociedad de masas. Al fin y al cabo la llegada de la República era una respuesta a las demandas de amplios colectivos sociales por hacerse oír en un Estado que les había dado la espalda durante generaciones. Los pasos adelante no se hicieron esperar. El PSOE era el principal partido de masas de la izquierda en aquellos momentos y se convirtió en uno de los puntales del nuevo régimen. Junto a los republicanos había ganado las elecciones y también, junto a ellos, entró a formar parte del gobierno. Esto le otorgó grandes ventajas. Las filas del partido y de su sindicato, la Unión General de Trabajadores, comenzaron a engrosarse, pues sus líderes se esforzaron por ampliar las bases sociales y la infraestructura organizativa. Se crearon sindicatos de todos los ramos, como el minero en Montalbán, donde se encuadraron el 80% de los obreros de este sector de la provincia, o el de los trabajadores de la tierra, que agrupó a la inmensa mayoría de los campesinos turolenses. Además, al ocupar un espacio privilegiado dentro del aparato del estado, como en los jurados mixtos, pudo controlar el mercado de trabajo y obtener una posición de fuerza con respecto a otras organizaciones obreras[2].

 

Tras este momento de euforia, la historia del PSOE se complicó. Las propuestas reformistas iniciales supieron a poco a muchos obreros y campesinos, que continuaban viviendo en condiciones míseras y veían como la legislación republicana encontraba notables dificultades para llevarse a la práctica. Así, su entusiasmo inicial por el nuevo régimen republicano se trocó en decepción.  La coyuntura de crisis económica internacional no ayudó a que el proyecto democratizador e integrador que enarbolaba la República llegase demasiado lejos. Como consiguiente, la cúpula socialista se escindió en tres sectores, con bases sociales, estrategias y objetivos distintos. Además, los mecanismos de coerción del estado seguían intactos, tal como demostró la actuación de las fuerzas de orden público ante los desafíos al orden establecido que oponían periódicamente ugetistas y libertarios.

 

Por si todo esto fuera poco, las organizaciones obreras tuvieron que hacer frente a la oposición bien organizada de las elites locales, que habían sido desplazadas de los centros de decisión política en las elecciones de 1931 pero mantenían intacto su poder económico y social. Pronto pusieron todos los recursos a su alcance, que eran muchos, para combatir las iniciativas de republicanos y socialistas, y también para impulsar una nueva organización política, Acción Popular Agraria Aragonesa, capaz de combatirlas en el nuevo contexto democrático. Tales iniciativas, en muchas ocasiones, se limitaban a exigir la aplicación de la legislación vigente; en otras, a efectuar propuestas negociadoras con los propietarios. Hoy nos parecen demandas justas y moderadas, pero en su momento eran percibidas como una gran amenaza por quienes se habían acostumbrado a mantener intacto un determinado orden político y social que garantizaba la inmutabilidad de sus intereses.

 

Los grandes propietarios, la patronal, era el enemigo a combatir. Lo había sido en 1931, cuando los sectores antimonárquicos habían ganado la primera batalla, pero continuaron siéndolo en los años sucesivos. El propio Pascual Noguera lo percibía con gran claridad: “al salir a la calle terminada las reuniones se acababan las tendencias para luchar juntos contra nuestro enemigo de siempre, el caciquismo, que en nuestra provincia estaba bien organizado”. De ahí que la participación en los procesos electorales se combinase con otras estrategias de presión y de lucha, como las manifestaciones o las huelgas. En 1934 el sindicato socialista se implicó en varias de ellas. Las más sonadas fueron las de abril de 1934 en la capital aragonesa y la de junio, convocada por la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, que tuvo un escaso seguimiento por los campesinos aragoneses. Todavía quedaba octubre, experiencia de la que los socialistas salieron muy mal parados, con cientos de militantes encarcelados y las casas del pueblo clausuradas en numerosas localidades.

 

La sublevación de julio de 1936 fue una estocada mortal para la República. En Teruel el comandante Virgilio Aguado llevó la voz cantante a la hora de secundar las órdenes que llegaban de Zaragoza, sede de la 5ª Región Militar. Cuando el golpe militar se consumó, el día 20 por la mañana, sólo dos posibilidades se abrieron a quienes se oponían: ser fusilado o continuar la resistencia en la zona oriental de la provincia. Pascual Noguera pudo huir, lo que le libró de una muerte casi segura. En el Alto de Pinilla se reunió con otros camaradas, Simón Marín y Ángel Sánchez Batea, y juntos partieron hacia el Mansueto, donde se encontraron con un centenar de hombres que escapaban del acoso de los militares en la capital. Tras recorrer varios kilómetros con la guardia civil y de asalto pisándoles los talones, llegaron a Aldehuela a finales de julio, y allí entraron en contacto con las columnas de milicianos. Procedentes de Valencia y de Castellón, integradas por miembros de las fuerzas de seguridad leales a la República, líderes obreros y políticos republicanos, estas milicias habían conseguido recuperar para la República la mitad oriental de la provincia de Teruel. Estaban controladas por hombres ajenos al socialismo, lo que contribuyó a que pronto emergieran diferencias entre las distintas organizaciones políticas que se reorganizaban en la retaguardia. Pero en estos primeros momentos lo importante era que todos sus componentes habían dado muestras decididas de hacer frente a la nueva “militarada”[3].

 

“Militarada” que, por cierto, bien poco tenía que ver con las anteriores, pues en esta ocasión los oficiales insurrectos, así como las fuerzas de seguridad del estado y los elementos civiles que les apoyaban, empuñaban los fusiles con la finalidad de matar a cualquiera que se les opusiera. Frenar la resistencia no era la única finalidad de la violencia. En realidad lo que perseguía era aniquilar los representantes políticos de la República y sus bases sociales, las organizaciones obreras y campesinas, en definitiva, a todos esos “elementos incómodos” que, según decían algunos ideólogos y escritores de tres al cuarto, estaban contaminando las “esencias hispánicas”. Republicanos, socialistas, anarquistas, obreros rurales y urbanos, hombres y mujeres cayeron sin distinción bajo el peso de las balas y se convirtieron en protagonistas anónimos de una masacre que no tenía precedentes en la historia de Europa.

 

En Teruel el balance no pudo ser más desolador. El mismo día 19 de julio aparecía muerto José Millán, el secretario provincial del PSOE, en la carretera de Albarracín. Alfonso Gómez de la Asunción, represente obrero en la Comisión de Policía Rural, fue detenido para ser fusilado en diciembre. La mayoría de los dirigentes socialistas consiguieron librarse de esa oleada represiva en el verano de 1936, pero a cambio las autoridades militares, que actuaban al amparo del estado de guerra, terminaron con la vida de muchos de sus familiares. Éste fue el caso de Ángel Sánchez Batea, que estaba en la retaguardia reorganizando la federación junto a sus compañeros socialistas cuando los militares apresaron a su mujer, María Pérez, acusada de tener una radio con la que supuestamente captaba emisoras extranjeras, y a su hija Pilar, de 17 años, que pertenecía a las Juventudes Socialistas Unificadas. Ambas fueron fusiladas. La misma suerte corrieron su hermano Juan y su sobrino Dámaso Sánchez Pascual. Un hermano de éste, José, representante obrero en la Junta Provincial para la Reforma Agraria, acabó en el hospital como consecuencia de las palizas que le dieron. Allí, afortunadamente, pudo salvar su vida gracias a que un médico decidió protegerlo y no le dio el alta[4].

 

Los socialistas no fueron los únicos perseguidos. Algunas personalidades del republicanismo moderado, como el diputado de Izquierda Republicana Gregorio Vilatela, el alcalde frentepopulista Pedro Fabre y el presidente de la Diputación Provincial Ramón Segura, también cayeron en el fragor de la “purificación”. Lo mismo les sucedió a figuras comprometidas con los planes educativos de la República, como a Joaquín de Andrés, director del Instituto de Enseñanza Media, y José Soler, director de la Escuela Normal. Éste último, junto a otros doce detenidos en el Seminario, fueron fusilados en la Plaza del Torico a finales de agosto, en una matanza colectiva con espectadores forzados que constituyó, sin duda, uno de los más claros episodios de esa mezcla de terror y fiesta en la que se había convertido el territorio insurgente. Los militares también buscaron acabar con la vida de muchas mujeres, algunas ya citadas, destacadas por su implicación política o su trayectoria profesional, como la inspectora de hacienda Mercedes Vega, en un contexto que forzaba de manera sutil a la reclusión en el espacio cerrado del hogar[5].

 

Los que como Pascual Noguera pudieron alejarse de la capital y entrar en contacto con las milicias salvaron la vida y se convirtieron en los artífices de la resistencia en medio de la revolución. Para ellos empezó una lucha con varios frentes abiertos. En la primera línea de fuego intentaron combatir la versión española de fascismo, encarnado en unos cuantos militares africanistas que aplicaban ahora al territorio peninsular los métodos que antaño hicieran en las posesiones africanas. En la retaguardia, la lucha fue por el control de los múltiples espacios de poder que había abierto la fragmentación del estado republicano –y que había perdido por consiguiente el monopolio de la violencia-. El socialismo, además, continuaba escindido en dos sectores bien diferenciados, la cúpula controlada por Indalecio Prieto y la izquierda de Largo Caballero. Esta rivalidad, que no era nueva, se agudizaría considerablemente por las condiciones extremas en las que se vio sumida la República en guerra[6].

 

Azaña siguió ocupando la presidencia de la República y Largo Caballero, cuyas soflamas revolucionarias le habían valido el título de “el Lenin español”, se hizo con la presidencia del gobierno. Y mientras un republicano y un socialista se erigían en cabezas visibles del estado republicano, el poder real estaba en las calles, en los campos y en las fábricas, en manos de quienes tenían las armas, las milicias, y de los comités surgidos a su amparo en todo el territorio donde la sublevación militar no había podido prosperar. El golpe militar había abierto, en definitiva, muchos frentes de combate. Los socialistas tuvieron que vivir una guerra contra el fascismo, una lucha por el control de la revolución y por el poder dentro del estado, así como una división irreconciliable dentro del propio partido: demasiados combates juntos para librar en tan poco tiempo.

 

En la retaguardia aragonesa, la supremacía cenetista en el impulso y el control de la revolución fue evidente, de modo que los representantes de la UGT tuvieron que adaptarse a la nueva situación. Sus principales esfuerzos fueron dirigidos a la reconstrucción de la organización, maltrecha como consecuencia de la represión y la dispersión de sus miembros supervivientes. En Teruel, por ejemplo, la directiva de la organización campesina “El Progreso” que había liderado Pascual Noguera consiguió ponerse a salvo y fue el núcleo a partir del cual se reconstruyó la UGT en esa provincia. Ahora bien, aunque es cierto que tuvo un papel secundario en los acontecimientos de la retaguardia republicana, el socialismo nunca quedó completamente al margen del estallido de violencia popular, que se saldó con unas 2.500 víctimas en las provincias de Zaragoza y Teruel, la colectivización de las tierras o la configuración de comités y consejos municipales, los nuevos contrapoderes locales. La UGT también tuvo sus propias unidades de combate, como la que crearon Pascual Noguera y sus compañeros dentro de la columna de Hierro en Puebla de Valverde. De manera que, con independencia del grado de autonomía que las organizaciones socialistas pudieran disfrutar, estas experiencias revelaron el compromiso activo de sus militantes con la defensa de la República mediante la lucha armada.

 

Ganar la guerra era el objetivo prioritario, pero en ningún momento los hombres de la UGT descuidaron la búsqueda de un espacio propio en el contexto creado tras el hundimiento del estado republicano. Allí donde la correlación de fuerzas con otras organizaciones políticas o la coyuntura les fue favorable, hubo siempre hombres de la UGT al frente de los nuevos contrapoderes locales, como los comités y los consejos municipales creados por el decreto del 18 de enero de 1937; también, en el Consejo de Aragón con sede en Caspe o en los tribunales populares. Es necesario desterrar del mito de que en Aragón una CNT todopoderosa controló de manera exhaustiva el desmantelamiento violento del viejo orden y los intentos de construir otro nuevo. Porque, si bien es cierto que los anarcosindicalistas se llevaron la parte del león, también lo es que la UGT buscó y consiguió pactos de actuación conjunta (como el Comité de Evadidos descrito por Pascual Noguera, que se transformó posteriormente en el Comité de Relaciones UGT-CNT), y que sus criterios a la hora de llevar a cabo las colectivizaciones no distaron tanto de los que proponía la CNT[7]. Lo complicado, por consiguiente, es evaluar es hasta qué punto la UGT actuó de forma subordinada a la CNT en Aragón y, si fue así, determinar en qué grado.

 

La paradoja del socialismo es que cuando la CNT comenzó su imparable declive, en la primavera de 1937, se topó con otro competidor cuya fuerza se debía precisamente a la dinámica que estaba viviendo la República durante la guerra, el Partido Comunista. Los “días de Mayo” de Barcelona en 1937 se saldaron con la dimisión forzada de Largo Caballero, con el consiguiente eclipse de la izquierda socialista y la creación de un nuevo gobierno presidido por Juan Negrín. Poco después, en agosto, la disolución del Consejo de Aragón marcaba el fin de la hegemonía libertaria en la retaguardia aragonesa y se iniciaba en el otoño una etapa de florecimiento para las agrupaciones socialistas. En las ejecutivas del PSOE y la UGT había personas proclives a la unificación con el PC, lo que explicaría la infiltración comunista en algunas federaciones, como las de Zaragoza. Pero la división interna del PSOE hizo que no todas siguieran las mismas pautas. Los hombres de la federación turolense se mantuvieron fieles a la tradición caballerista, pues así lo habían manifestado en la asamblea de Alcañiz de noviembre de 1936, donde tuvo lugar lo que Noguera calificó de “un triunfo y un reconocimiento para nuestra organización, y un fracaso para los que acudieron a pescar en río revuelto (PC)”[8].

 

Resulta difícil precisar cuáles fueron las líneas de fractura del socialismo aragonés durante la guerra y cuál fue su legado. Pero quizá no merezca la pena abundar más en ellas. Al fin y al cabo, las tropas franquistas arrasaron la totalidad de la región en un par de meses durante la primavera de 1938 y, lógicamente, las disensiones internas de la UGT quedaron eclipsadas por la necesidad de atender a otras prioridades: salvar la vida y los restos de la organización.

 

La resistencia continuó durante casi un año, pero en otras tierras. La infraestructura de la UGT de Teruel, que había instalado su sede en Alcañiz en el otoño de 1936 se ubicó en Puebla de Valverde, cuando terminó la breve ocupación de la capital en febrero de 1938, para hacer frente a la evacuación con mayor eficacia, y luego se trasladó a Castellón, donde siguió funcionando en medio del desmoronamiento de la retaguardia republicana. Su principal misión fue acoger a los refugiados que llegaban de los territorios que el ejército franquista seguía invadiendo y organizar el abastecimiento. A la altura del otoño de 1938 la suerte de la República estaba echada. El lema de Negrín, “resistir es vencer” consiguió algunas adhesiones, pero fueron más los vieron en dicha estrategia la prolongación innecesaria de una agonía ya demasiado dolorosa. A ello se sumaron las cuentas pendientes que tres años de lucha por el poder habían dejado en los partidos que sustentaban el esfuerzo bélico. Así, a finales de marzo de 1939, el golpe del general Casado en Madrid dio al traste con todo resquicio de esperanza, con el apoyo de amplios sectores del PSOE y otros grupos antinegrinistas. Durante los últimos meses, Negrín había intentado arrancar al Generalísimo un acuerdo para evitar revanchas y mayores derramamientos de sangre, es decir, para conseguir una derrota digna. Pero Franco, siguiendo con su táctica acercarse al enemigo sólo para eliminarlo, no se avino a negociación alguna. El resultado fue, como ya es bien conocido, una derrota indigna.     Porque indigno fue el trato que recibieron los hombres y las mujeres que habían encarnado lo que era, hasta ese momento, el episodio de resistencia al fascismo más contundente en toda Europa. El “terror caliente” que los militares insurgentes habían puesto en marcha con la declaración del estado de guerra en julio de 1936 revivía a medida que avanzaba el frente y el ejército de Franco entraba en una comarca o localidad. Así sucedió también en la mitad oriental de Aragón. Muchos de los que apoyaban la República huyeron hacia la zona de levante o a Cataluña, para sobrevivir y seguir luchando, pero cuando cayeron estos frentes, entre enero y marzo de 1939, hubo que elegir entre el exilio o el retorno a los lugares de origen. Esto último era complicado, pues era un proceso lleno de interferencias. Pascual Noguera, que se había replegado con sus camaradas en la zona levantina, comenzó un largo peregrinaje por los campos de prisioneros de Alicante. Junto a otros compañeros fue internado en los campos de los Almendros, desde donde lo trasladaron por la fuerza a la plaza de Toros de Alicante y luego al castillo de Santa Bárbara. Era el primer paso para entrar en esos rituales de la clasificación y el control, propios del poder disciplinario, que los insurgentes extendieron por todos los rincones de España junto a otras formas de violencia más explícita y brutal[9].

 

El “Día de la Victoria” no fue, por consiguiente, sinónimo de paz. El triunfalismo de los vencedores no dejó espacio para la reconciliación ni el perdón. Los métodos del terror propios de los primeros momentos de la guerra, como los “paseos” y las “sacas” no desaparecieron, pero dejaron de ser frecuentes. En estos momentos la detención y el ingreso en prisión de los republicanos e izquierdistas se convirtió en el trámite previo a la puesta a disposición de la justicia militar, o lo que era lo mismo en el caso de Aragón, de la Auditoría de Guerra de la 5ª Región Militar. La violencia que desplegaron los militares rebeldes nunca había sido incontrolada, pero a partir de 1937 y, con mayor claridad aún después de la guerra, se extremaron los mecanismos de control y centralización de la misma.

 

Los vencedores implicaron al conjunto de la sociedad española en ese proceso de purificación que siguió a la derrota republicana. Las vías fueron múltiples, como el aval emitido por alguna persona de “reconocido prestigio”, imprescindible para salir de la cárcel o de los campos de concentración. Los informes elaborados por las nuevas autoridades locales para los expedientes abiertos por la justicia militar o las jurisdicciones extraordinarias, como la que creaba la Ley de Responsabilidades Políticas (9 de febrero de 1939), también fue decisiva. Miles de “ciudadanos corrientes” señalaron con el dedo o delataron a sus antiguos vecinos de izquierdas. En muchas ocasiones se tomaron la justicia por su mano, ansiosos como estaban de vengar la expropiación, la requisa o el asesinato dictados por el calor de la revolución o la legislación republicana.

 

Pero, sin duda, los militares vencedores se empeñaron en sacar el máximo partido a esta sed de venganza, pues no sólo la fomentaron, sino que pusieron al alcance de todos los “buenos españoles” los medios apropiados para canalizarla. Se pusieron en marcha lo que Pascual Noguera llamaba “comisiones de vencedores”, encargadas de continuar con ese proceso de clasificación entre los “rojos” que debían morir y los que podían seguir viviendo. A Teruel llegó una expedición bien organizada, integrada por miembros de la guardia civil y doce prisioneros de los campos de Albatera, San Fernando y Santa Bárbara. Los pasearon por el Arrabal, esperando que los vecinos del barrio se lanzaran a lincharlos. Pero no lo consiguieron[10]. Además, en la prensa y en la radio se anunciaron repetidamente los lugares donde los “buenos españoles” debían dar testimonio de los acontecimientos acaecidos en la “zona roja”. Gracias a ellas se pudo elaborar a partir de 1940 la “Causa General”, una minuciosa descripción de cómo se había materializado la resistencia al golpe militar, la violencia popular y la organización de la retaguardia en cada localidad. Hasta se dio el caso de que algún alcalde de la provincia de Teruel tuvo que instar a los vecinos de derechas a que mantuvieran la calma y, en lugar de tomarse la “justicia por su mano”, utilizaran los mecanismos que el “Nuevo Estado” les ofrecía para el adecuado funcionamiento de la “justicia serena” del Caudillo.

 

Pascual Noguera, que se había librado de la muerte en el verano de 1936, sufrió en propia carne todo el terror de la posguerra. En 1939, tras varios meses retenido en la plaza de toros de Alicante, fue incomunicado en el castillo de Santa Bárbara. Poco después, en la prisión de Elche, habilitada como fábrica, siguió purgando el pecado de haber apoyado a la República, pues este significado se le daba tanto al encierro como al trabajo en el sistema penitenciario franquista. Mientras tanto, en Teruel, el juez especial Manuel Ortiz del juzgado número 8 comenzó a solicitar informes sobre sus antecedentes y su actuación durante el “Glorioso Movimiento Nacional”. El comandante del puesto de la guardia civil, el jefe de la Comisaría de Investigación y Vigilancia, y el alcalde de Teruel, José Maicas, respondieron a la petición del juez con una serie de oficios que acusaban a Pascual Noguera, entre otras cosas, de ser socialista, haber huido al “campo rojo”, denunciar a “personas de orden” que posteriormente fueron ejecutadas y cometer “desmanes a favor de los marxistas”. El alcalde fue más lejos al afirmar que se ha venido en conocimiento de que se trata de persona de mala conducta moral y privada, pésimos antecedentes de ideas socialistas, afiliado a la Casa del Pueblo, propagandista de izquierdas, pendenciero, coaccionador, blasfemo y temerario amenazando a los elementos de orden (…). Es peligroso para la Causa de la España Nacional. [11]

 

La delegación provincial de Información e Investigación de Falange de Teruel ofreció nombres de varios turolenses de derechas que podían suministrar más datos sobre su actuación. Nada mejor que la ciudad donde Noguera había vivido y desarrollado su actividad para seguir adelante con el proceso de “purificación”. Probablemente, esta fue la razón de que en junio de 1940 Noguera fuese trasladado a la prisión provincial de Teruel para prestar declaración. Pascual negó todas las acusaciones y poco después fue devuelto, junto a los también socialistas turolenses Pedro Civera, Ángel Sánchez Batea, Simón Marín, Ramón Gómez y Vicente Villarroya, a la cárcel Modelo de Valencia. Noguera fue incomunicado y sus compañeros torturados. Pero las denuncias procedentes de Teruel llegaron igual. Dos vecinos de Villastar, uno de ellos jefe local de Falange, dijeron que era el responsable de que hubieran sido juzgados por un tribunal popular y encarcelados hasta la llegada del “ejército nacional”. Otros vecinos de Teruel vertieron diversas acusaciones contra él, pero ninguno pudo confirmar que hubiera participado en actos violentos. Y con todo este material, en junio de 1941 se decretó el procesamiento de Pascual Noguera y se ratificó su permanencia en la prisión de Valencia.

 

A partir de entonces los informes que le acusaban de haber tenido cargos en la “zona roja” se alternaron con los avales de personas cuyas vidas había conseguido salvar durante la guerra. A lo largo de todo el proceso judicial, nadie pudo demostrar su implicación en episodio sangriento alguno. La instancia de Pascual solicitando que los jueces militares tuvieran en cuenta el testimonio de varias personas es un excelente ejemplo de hasta dónde podía llegar la interiorización de la condición de “vencido” y de que otras formas de violencia podían resultar tan devastadoras como una brutal paliza. Pascual Noguera tuvo que recopilar sus buenos actos durante la guerra ante unos “vencedores”, militares y civiles, que no tenían que rendir cuentas a nadie. Y por si todo esto fuera poco, tuvo que amoldar su discurso a las exigencias del momento, y demostrar que “movido de hacer cuanto fuese en bien de los buenos españoles adictos a la Causa de Franco”, había conseguido liberar a varios encarcelados[12].

 

El año 1942 trajo novedades para Pascual Noguera. Fue trasladado a Zaragoza, a la prisión de Torrero, y varias mujeres, ajenas a él o muy cercanas, intervinieron en el proceso judicial. Su esposa, Concepción Doñate, solicitó que le concedieran la libertad al amparo de algunos artículos del decreto de 2 de septiembre de 1941, dadas las condiciones penosas en las que vivía[13]. Como tantas otras mujeres de preso, Concepción estaba recurriendo a todo tipo de estrategias, “a toda clase de trabajos y servicios lícitos”, para sacar adelante a sus cuatro hijos y a su suegra de avanzada edad en una coyuntura económica extremadamente adversa. La petición fue denegada y Pascual siguió en la cárcel. Mientras, cinco vecinas de Teruel desfilaron delante del juez militar para acusarle de haber participado en saqueos, requisas, fusilamientos y amenazas de muerte. Ninguna pudo confirmar los datos que aportaba, porque todas hablaban “por referencias” o “de oídas”.

 

Por estas fechas, su hermana Emerenciana llevaba ya tres años presa, y había recorrido las cárceles de Ventas y Amorebieta. Sobre ella recaían acusaciones tan graves como haber proferido gritos contra los evacuados o haber solicitado bombas de mano para acabar con sus vidas mientras acompañaba a su hermano por la retaguardia “roja”. Pasó por un consejo de guerra, en el que declararon contra ella varios hombres y mujeres, vecinos todos de Teruel, y la sentencia fue de 30 años de reclusión mayor. También se le abrió un expediente de responsabilidades políticas, que le obligó a pagar una multa de 10.000 pts. Emerenciana era socialista, pues había formado parte de la Asociación de Mujeres de la Casa del Pueblo; también hermana y esposa de dos destacados dirigentes de la ciudad (su marido Alfonso Gómez de la Asunción había sido fusilado en los últimos días de 1936). Pero ante todo era una mujer que había transgredido los roles de género dominantes. Esto no podía perdonarse en ningún rincón de España, pero todavía menos en una ciudad pequeña y provinciana donde tales convenciones culturales estaban más arraigadas y, por consiguiente, la reacción para apuntalarlas era mucho más virulenta. De hecho, uno de los supuestos testigos, pues en realidad nada había presenciado, dijo que la consideraba “capaz de la comisión de los mayores hechos delictivos por la animadversión y malos instintos que tenía contra las personas del Movimiento” [14]. 

 

A lo largo del año los informes y las declaraciones de diversos testigos siguieron engrosando el expediente de Pascual Noguera. Pero en noviembre se abrió una puerta para la esperanza. Varios vecinos de Teruel le avalaron al confirmar su “buena conducta” durante la guerra mediante un pliego de firmas. Ello, junto a tantos testimonios carentes de fundamento, debió de resultar decisivo para la sentencia dictada en noviembre de 1944. Los treinta años de reclusión quedaron reducidos a poco más de uno, porque Noguera pudo acogerse al decreto de indulto de octubre de 1945. Fuera de España corrían malos tiempos para el dictador y era necesario dar muestras de magnanimidad para ser bien vistos por las triunfantes democracias occidentales.

 

Atrás quedaban unos “recuerdos inolvidables”, como los humillantes interrogatorios en comisaría, la incomunicación de veintidós meses, el encuentro con los delatores de Villastar…. También la contemplación desde el interior de la cárcel de Torrero de cómo las mujeres de preso hacían cola y colaboraban en el mantenimiento de la resistencia clandestina recogiendo las notas que ellos lanzaban al exterior. Pero uno le dejó una huella especial, marcó un antes y un después en su vida. De hecho, toda su trayectoria posterior estuvo, en buena medida, dictada por la imagen de sus compañeros diciéndole adiós antes de ser fusilados en mayo de 1944. En los veinte minutos que duró la entrevista que las autoridades carcelarias les permitieron mantener, Ángel Sánchez Batea, Ramón Gómez, Pedro Civera y Vicente Villarroya pidieron a Pascual que su memoria no cayese en el olvido.

 

Pascual Noguera vivió y sobrevivió para hacer realidad el deseo de sus camaradas, tal como les había prometido. Una vez indultado, tuvo la valentía de volver a Teruel, a una sociedad que él calificó de “castrada y acomodaticia”, donde el oportunismo y la rapiña de los escasos bienes materiales estaban a la orden del día. Quiso volver para demostrar que no tenía de qué avergonzarse ni se sentía culpable, lo que significaba, en realidad, que el entorno le forzaba a la vergüenza o le declaraba culpable. Este mecanismo sutil fue una de las constantes en la relación de poder que se estableció entre vencedores y vencidos tras la guerra civil: los leales al gobierno eran culpables; los culpables, salvadores de la “Patria”. El vencido podía seguir viviendo, pero siempre estigmatizado, señalado… se le exigía una permanente justificación, un continuo esfuerzo para demostrar su inocencia, y, sobre todo, que renunciara a su memoria, a su trayectoria y a su identidad.

 

Es bien sabido que los vencedores, al invadir el espacio público, impidieron que los derrotados en la guerra articularan una memoria colectiva. Las ceremonias de reconocimiento para los “caídos por Dios y por España” proliferaron por toda España a lo largo de la dictadura, pero ninguna se hizo eco de los fusilados al amparo del “Estado de guerra”, dentro de la legalidad que impusieron los militares o al margen de ella. La ruptura de redes sociales, de relaciones familiares y de amistad hizo el resto, pues sólo sobre ellas podía sustentarse el recuerdo de las víctimas del franquismo. Muchas mujeres silenciaron durante años el fatal destino de sus maridos, para evitar que sus hijos se sintieran desplazados en una sociedad reconstruida por los que habían ganado la guerra. Otras tuvieron que abandonar sus pueblos, donde habían vivido sus familias durante generaciones, ante la imposibilidad de rehacer sus vidas o la presión de sus convecinos. El aislamiento al que fueron confinados los combatientes de la República fue tal que les invadió el desánimo, la sensación de que su lucha había carecido de sentido, y la dificultad para transmitir sus experiencias a los más allegados aumentó con el tiempo. En algunas ocasiones la familia o una pequeño grupo de amistades se convirtió, con no pocas cautelas, en el único espacio público que permitía mantener vivos los recuerdos.

 

Éste fue el caso de Pascual Noguera. En cuanto se restableció la democracia y el entorno permitió recordar a los camaradas asesinados por la dictadura, sus primeras palabras escritas fueron dirigidas a la memoria “de los compañeros inmolados que perdió el socialismo en Teruel como consecuencia de la fatídica guerra civil de 1936”. Revindicó para ellos el calificativo de “mártires de la libertad” e intentó así “remover aquella herida mal cicatrizada de los familiares afectados”. Él era uno de los pocos supervivientes, razón de más para dar testimonio del pasado incómodo. Apreció la disposición de la sociedad española a colaborar en el “cambio que se avecinaba pero evitando el derramamiento de sangre”, lo que demostraba que el recuerdo de la guerra civil seguía vivo cuarenta años después en el entorno de los defensores de la República. Pero los ideólogos del tardofranquismo habían promovido determinadas lecturas del conflicto fratricida que alimentaban el miedo a la repetición del enfrentamiento y repartían las culpas a partes iguales entre los dos bandos contendientes con demasiada facilidad. La nueva sociedad española, surgida de la rápida industrialización de los años sesenta, hizo suyos algunos valores modernos, como el individualismo o el consumo, de manera que le costó muy poco asimilar esos mensajes que insistían en la amenaza de otra guerra cuando el régimen desapareciera, así como en la necesidad de olvidar para garantizar la paz, la estabilidad y el orden establecido[15].

 

La transición a la democracia en España fue un modelo desde el punto de vista de la negociación y el consenso alcanzado entre las distintas fuerzas políticas, pero los pactos se sellaron sobre el silencio de muchos, de manera que el olvido, así como la negación del derecho de los vencidos en la guerra a articular una memoria colectiva, se perpetuó en el nuevo régimen democrático. Quizá por eso hemos tardado tanto tiempo en rescatar los textos de Noguera para la difusión pública. Al fin y al cabo Pascual Noguera fue un vínculo entre el socialismo histórico y un socialismo ya distinto, creado para una sociedad distinta, del que prefirió distanciarse tras haberse implicado brevemente, a finales de los setenta, para dejar paso a las jóvenes generaciones. Esas generaciones ya no son tan jóvenes y la recuperación del “pasado oculto” es una demanda de la sociedad liderada por los historiadores desde hace una década y, en la actualidad, por las familias las víctimas. Las palabras de Pascual contribuyeron en su día a mantener vivas las experiencias de millones de españoles marcados por la guerra, la violencia y la exclusión, y su testimonio fue, desde este punto de vista, el eslabón de una cadena que seguimos forjando hoy.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] “Los 50 años del PSOE en Teruel”, pp. ¿?

[2] Algunas obras clásicas dan índices de afiliación, como el libro colectivo de Santiago Castillo, Ignacio Barrón, Carlos Forcadell y Luis Germán, Historia del socialismo en Aragón. PSOE-UGT (1879-1936), Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Zaragoza, 1979. También en Luis Germán, Aragón en la II República. Estructura económica y comportamiento político, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1984. La primera sociedad ugetista de Teruel se había creado en 1927 y el PSOE tan sólo tenía 333 militantes en 1932. La expansión tuvo lugar sobre todo por las bases sindicales, como demuestra que los 3.319 afiliados de 1930 se hubieran duplicado tres años después. Ver también el artículo más reciente de Luis Germán “UGT en Aragón durante la II República. De la adhesión a la decepción”, en Enrique Bernad y Carlos Forcadell (eds.), Historia de la Unión General de Trabajadores en Aragón. Un siglo de cultura sindical y socialista, Institución “Fernando el Católico”, Zaragoza, 2000, pp. 79-136.

[3] Las columnas que en julio de 1936 hicieron su aparición en la provincia de Teruel fueron la Carod-Ferrer, que entró por Alcañiz, se dirigió a Montalbán y luego a Zaragoza; la dirigida por el coronel de carabineros Hilario Fernández Bujanda y Francisco Casas Sala, diputado de Izquierda Republicana por Castellón, muchos de cuyos integrantes fueron asesinados en Puebla de Valverde por algunos guardias civiles que iban en ella; la de Mera, procedente de Guadalajara que se instaló en la zona de Albarracín. En agosto llegaron la Pérez Uribe, desde Valencia y Cuenca, la de Hierro y la Torres-Benedito. Sobre la composición de las milicias y sus cambios en estos confusos momentos ver Julián Casanova, Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938, Siglo XXI, Madrid, 1985, pp. 94-96; Ángela Cenarro, El fin de la esperanza: fascismo y guerra civil en la provincia de Teruel (1936-1939), Instituto de Estudios Turolenses, Teruel, 1996, pp. 51-57, donde se reconstruye el episodio de Puebla de Valverde. La interpretación más elaborada del mismo desde dentro del cuerpo de la Guardia Civil es la de Juan B. Marí Clerigues, “La Guardia Civil en el Alzamiento Nacional. La columna de Puebla de Valverde”, Revista de Estudios Históricos de la Guardia Civil, 2 (1968), pp. 107-126 y 3 (1969), pp. 99-118.

[4] Entrevista con Jaurés Sánchez Pérez (Teruel, 1989).

[5] Un análisis amplio de la represión franquista en la provincia de Teruel ha sido realizado por Ángela Cenarro en El fin de la esperanza, pp. 67-91; “El triunfo de la reacción: fascistas y conservadores en Teruel”, en Julián Casanova, Ángela Cenarro, Julita Cifuentes, Mª Pilar Maluenda y Mª Pilar Salomón, El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón (1936-1939), Mira Editores, Zaragoza, 2001 (3ª edición revisada), pp. 169-217, al final del cual se incluye un listado con el nombre de las víctimas en toda la región aragonesa. El balance de los efectos del terror desencadenado por los militares sobre el socialismo aragonés ha sido efectuado por la misma autora en “Violencia, guerra y revolución: la UGT de Aragón ante la quiebra de la democracia (1936-1945)” en Enrique Bernad y Carlos Forcadell (eds.), Historia de la Unión General de Trabajadores de Aragón, pp. 137-175.

 

[6] Sobre la evolución del PSOE durante la guerra civil es fundamental el trabajo de Helen Graham, Socialism and War. The Spanish Socialist Party in Power and crisis, 1936-1939, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, así como su más reciente, The Spanish Republic at War, Cambridge University Press, Cambridge, 2002.

[7] Frente a los mitos creados en torno a la polémica, y también de las propias palabras de Pascual Noguera, lo cierto es que las dos centrales sindicales, CNT y UGT, estaban de acuerdo en el respeto a la pequeña propiedad. Ya en agosto de 1936, en el Pleno de Sindicatos de Caspe, la CNT de Aragón había emitido su primer documento oficial sobre las colectividades y en él se reconocía la opción individualista. La actitud de la FNTT ante la colectivización de las tierras en el otoño de 1936 era idéntica a la de la central anarcosindicalista, es decir, partidaria de que un propietario sólo debía poseer la tierra que pudiera cultivar por sus propios medios. Y esta postura contrastaba con la del Decreto Uribe (7-10-36), defendido por los comunistas, que sólo consideraba expropiable la tierra de quienes habían participado en la sublevación militar. Ver al respecto Julián Casanova, Anarquismo y revolución, p. 125-128.

 

[8] Pascual Noguera, "Los cincuenta años...", pp. 41 y 47.

[9] Ver al respecto el libro de Javier Rodrigo, Los campos de concentración franquistas. Entre la historia y la memoria, Siete Mares, Madrid, 2003, así como los trabajos reunidos en C. Molinero, M. Sala y J. Sobrequés (eds.), Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la guerra civil y el franquismo, Crítica, Barcelona, 2003.

[10] Pascual Noguera describe este episodio en “Apuntes de unos recuerdos inolvidables”, folio 27, y “Los 50 años del PSOE en Teruel”, folios 21 y 22.

 

[11]  Fragmento del informe del alcalde José Maicas, 10 de abril de 1940, folio 421 de la Causa 1439-941, Juzgado Togado nº 32 de Zaragoza.

 

[12] Fragmento de la instancia de Pascual Noguera al juez especial de la Auditoría Militar de Teruel, 20 de junio de 1941, folio 446 de la Causa 1439-941, Juzgado Togado nº 32 de Zaragoza.

 

[13] El decreto del 2 de septiembre de 1941 contemplaba la posibilidad de que los individuos privados de libertad y sujetos a procedimiento sumarísimo, como era el caso de Pascual Noguera, fueran puestos en libertad si el juez instructor no ratificaba su permanencia en prisión en el plazo de ocho días desde la puesta a disposición de la autoridad militar. El reiterado incumplimiento de los plazos para resolver los procedimientos judiciales prolongaron la permanencia en prisión de los derrotados en la guerra durante años. Este fue un mecanismo para el sometimiento y la ideologización que se imponía en el interior de las cárceles de Franco.

[14]  Los expedientes de Emerenciana  Noguera han sido analizados por Javier Barrado en sus comunicaciones “Mujeres y derrota. La represión de la mujer en el Teruel de la posguerra (1939)”, en Tiempo de silencio. Actas del IV Encuentro de Investigadores del Franquismo, Universidad de Valencia-FEIS, Valencia, 1999, pp. 7-11 y “Mujeres y derrota. La represión de la mujer en el Teruel de la posguerra (1939)” (y II)”, presentada al V Encuentro de Investigadores del Franquismo, Albacete, noviembre de 2003. El entrecomillado procede de la página 6 del procedimiento sumarísimo de urgencia T-163 de 1939, Juzgado Togado nº 32 de Zaragoza. Las peculiares y sutiles formas de violencia que se ejercieron sobre las mujeres presas en la posguerra es fundamental el trabajo de Ricard Vinyes, Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas, Temas de Hoy, Barcelona, 2002.

[15] Sobre este tema es de referencia obligada el trabajo de Paloma Aguilar, Memoria y olvido de la guerra civil, Alianza, Madrid, 1996.