Cazarabet conversa con...   José María Gómez Herráez, autor de “¿Erudición o compromiso? La historia narrativa y esencialista durante la Segunda República (1931-1939)” (Universitat Jaume I) 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José María Gómez Herráez escribe e indaga, muy minuciosamente, la historia narrativa y esencialista durante la Segunda República.

Lo edita el Servicio de Publicaciones de la Universitat Jaume I de la Col·lecció Humanitats.

El autor suele incentivar a las lecturas a sus alumnos con esta cita -párrafo de los que en los inicios de curso; el escrito fue redactado por un maestro e inspector de enseñanza natural de Cervera del Maestre—Baix Maestrat--, Joaquín Salvador Artiga (en "La senda", 1934): "Asomarse a diario al balcón de la letra impresa es contemplar la carrera de triunfo que lleva la ciencia; presenciar el espectáculo de las ideas en marcha; regalar la conciencia. No leer es estacionarse; es un desaire a las solicitudes del porvenir; declararse cifra negativa; añadir obstáculos a la obra de la redención, y cantar a la Noche". Buen gusto, tiene y, de entrada, ya te incentiva a la lectura

La sinopsis del libro:

La existencia de dos formas de aproximarse al pasado que, con diversas líneas, se desarrollaron durante los años treinta del siglo XX en España es el eje vertebrador de la obra. De una forma directa o indirecta, bajo criterios distintos en función de las ideologías y de otros factores, las aproximaciones profundas o meramente evocadoras al pasado se ven influidas por el nuevo marco institucional republicano y por las iniciativas reformistas. Por un lado, con mayor espacio, se aborda la 'historia narrativa', centrada en hechos y personajes, más erudita, incluyendo biografías y monografías locales. Por otro, figura la historia 'esencialista', más especulativa, a partir de la noción de que existen naturalezas colectivas de distintos niveles. Ambas formas no solo no son incompatibles, sino que pueden complementarse, aunque cada prisma ideológico marca concepciones distintas. Pero, además, los trabajos con estas orientaciones pueden descender también a otros temas -economía, sociedad, instituciones, cultura, mentalidades, etc.- que inducen a enlazar asimismo con aspectos candentes de aquel presente como la reforma agraria, la cuestión religiosa, los movimientos sociales y nacionalistas, el papel público de la mujer o el pacifismo.

El índice y primeras páginas del libro:

http://jecom.uji.es/tenda/index_isbn/9788418951831.pdf

El autor, José María Gómez Herráez:

José María Gómez Herráez es licenciado en Geografía e Historia por la Universitat de València y se doctoró en la misma en Historia Contemporánea. Ha impartido docencia relacionada con las distintas asignaturas del área de Historia Económica en la Universitat Jaume I. Su labor investigadora, vinculada al departamento de Historia Contemporánea de la Universitat de València y al de Economía de la Universitat Jaume I, ha versado sobre distintos aspectos del siglo XX, destacando la publicación de trabajos de historia agraria, Organización Sindical del franquismo y, recientemente, historiografía.

 

 

 

 

Cazarabet conversa con José María Gómez Herráez:

- Amigo, ¿qué es lo que te llevó a escribir este libro de ensayo que podríamos decir analiza, estudia e investiga la manera de hacer historia?

-En estas elecciones temáticas se pueden ver unos factores de fondo y unos precipitantes. En mi caso en este trabajo confluyen temas y líneas que me venían interesando desde hace tiempo. Lo que pretendía observar en el proyecto más general que concebí eran las distintas formas de aproximarse al pasado durante la segunda república y en ambas zonas durante la guerra. Esto para mí suponía volver al marco cronológico en que empecé estas tareas de investigación, incluir cuestiones de historiografía y enseñanza de la historia y primar el papel que las ideologías tienen en los textos en consideración. Al no poner límites en los temas y periodos que eran objeto de observación por los autores de la época, este trabajo me permitía también poder descender indirectamente a varias etapas y cuestiones de toda la historia. Tal pretensión podría verse como imposible si se tratara de valorar las distintas posiciones historiográficas en torno a cada tema, lo que me habría obligado a considerar también en mayor o menor grado las visiones anteriores y posteriores. Pero el proyecto deja de ser algo inabarcable cuando lo central no es inspeccionar con detalle un universo tan amplio, sino calibrar en la mayor medida posible, con una atención preferente en algunos trabajos, de qué modo el marco institucional, social, cultural e ideológico, con todas su variantes y posibilidades, influía en las distintas formas en que historiadores profesionales y otros autores se acercaban al pasado.

Como factor inmediato que me llevó a concretar y delimitar los contenidos figura el trabajo anterior que hice, con unos capítulos donde me aproximaba a estos mismos aspectos ‒aunque de una forma menos intensiva‒ en el contexto posterior de la dictadura franquista. A veces, en aquel otro trabajo, me remontaba a textos anteriores, del periodo republicano, que forman parte de las tipologías que aquí he querido traer a primer plano.

 

- Si hay, seguras, dos maneras de analizar la historia desde esas dos perspectivas, la de la erudición poniendo a los personajes y a los hechos en el centro de la ecuación y la segunda que pone un poco de “especulación” sobre los hechos, quiénes los accionan y protagonizan, cómo lo hacen y el resultado final, pero abriendo el abanico en todas estas perspectivas… ¿será que hay, también, seguras, dos maneras en que la historia ha pasado, no es así?

 -De acuerdo con el criterio de varios autores de distintas ideologías y líneas, sin que siempre se estén refiriendo exactamente a lo mismo, sí se pueden distinguir ambos niveles en el transcurso de la historia: el de unas tendencias generales con su propia lógica y evolución, y el de unos hechos y personajes que encajan en esas corrientes establecidas o en las emergentes. Detectar lo primero no deja de suponer la construcción de una abstracción que puede llevar a poner énfasis en factores muy distintos, y lo segundo, los hechos y los personajes, en la medida que son incrustados en unas u otras de esas tendencias, también pueden ser tratados con gran discrecionalidad. En verdad, bajo estas perspectivas, yo entiendo que nos estamos moviendo por un terreno probablemente real, pero poco firme y resbaladizo, difícil de delimitar y de desbrozar de cara a su consideración, inasible en toda su dimensión..., un terreno que conduce fácilmente a la sublimación y que en la época abarcada en este trabajo fue objeto de instrumentalización con objetivos muy distintos a los pregonados o a la simple aclaración de las cosas.

En realidad, el pasado como tal es inaprensible y las percepciones que tenemos nos vienen dadas por los documentos y vestigios que permiten observar retazos del mismo y por las propias líneas de observación y de análisis que manejamos. No es radical decir por ello que “el pasado cambia”: existió un pasado, pero no podemos aprehenderlo tal como fue; lo que hacemos es diseñar reconstrucciones y plantear reflexiones desde un presente que nunca es el mismo y desde distintas perspectivas que, por diversas razones, varían enormemente entre sí. Para llevar a cabo análisis del pasado, como en cualquier ciencia social o en cualquier ensayo de cualquier naturaleza, proyectamos unos objetivos, delimitamos un campo, seleccionamos la información que nos interesa y la interpretamos de acuerdo con los conceptos y esquemas explicativos que tenemos disponibles bajo lo que podemos llamar “paradigmas”, con el exitoso concepto de Thomas Kühn, o “estilos de pensamiento”, con el menos difundido de Ludwik Fleck.

En historia, frente al tradicional predominio de la vía narrativa erudita y frente a las formas esencialistas, estas últimas más características de la filosofía de la historia y de algunas doctrinas políticas, se han ido desarrollando desde la segunda mitad del siglo XIX varias parcelas especializadas ‒la historia económica, la social, la cultural, también una nueva historia política, etc.‒ que han engendrado otros estilos de trabajo con sus cuerpos particulares de temas, conceptos, métodos y esquemas interpretativos. En la década de 1930, estas nuevas áreas de estudio histórico ya tenían una presencia en España, distinta y más o menos variada en cada caso, aunque seguían imperando las formas narrativas. También adquirieron una mayor dimensión las reflexiones y las proclamas esencialistas, sin duda en relación con las propias inseguridades del periodo de entreguerras y con unos niveles de tensión social que encontraban en estas visiones una alternativa integradora en la medida que suponían diluir las clases sociales en colectivos –sobre todo, la nación y la civilización– cuyos miembros aparecían enfrentados a un destino común.

 

 

- ¿Cómo definirías las principales diferencias entre leer la historia desde el punto de vista de la erudición y desde el punto de vista esencialista?

-Teóricamente la diferencia parece clara. El erudito busca recopilar la máxima información a partir de las fuentes y, en su forma más pura, considera que la mera presentación de los datos recogidos es no solo suficiente, sino la forma objetiva de hacer historia. Esta percepción contiene dos problemas: por un lado, su vuelo se queda corto, puesto que la faceta interpretativa y valorativa, verdaderamente crucial para que la historia cobre sentido, queda relegada, salvo en lo concerniente a la veracidad de las fuentes y los aciertos y desaciertos de otros autores en datos puntuales como los relativos a fechas, lugares, genealogías e incidencias diversas en las vidas de personajes insignes. Pero, además, es falso que la mera recopilación de información escape a la subjetividad y a la interpretación condicionada, puesto que ya la necesidad de seleccionar unos u otros datos y de presentarlos con unos u otros conceptos, junto a la dificultad de expresarse sin omitir directa o indirectamente opiniones, imposibilita que cualquier exposición pueda constituir un reflejo mecánico y fiel de una realidad sin reflejos ideológicos. La otra manifestación, la esencialista, supone poner en primer plano la idea de unas idiosincrasias, de unas formas de ser y de estar en el mundo, que pueden asignarse a delimitaciones diversas (sobre todo se parte del marco nacional, pero también pueden atribuirse a cualquier colectivo o a la propia y cambiante naturaleza humana y al conjunto de la civilización en cada época o a segmentos de la misma). En su manifestación común, a diferencia del método erudito, la reflexión esencialista no requiere exhaustiva consulta de fuentes y se puede nutrir de un número acotado de lecturas que proporcionan material para dejar fluir la intuición de cara a la caracterización de esas idiosincrasias, de su evolución y de su papel en la historia. Bajo estas concepciones, son “ideas porque sí” las que marcan la tónica de la historia. No son seres con preocupaciones de subsistencia, intereses de realización personal o afanes de riqueza los que marcan el ritmo, sino, si me permites la imagen algo caricaturesca, es un espíritu volátil el que se posa sobre unos u otros grupos humanos para arraigar con más o menos fuerza y determinar, por ejemplo, periodos de esplendor o decadencia. En todo caso, bajo el término “esencialista” caben varias posibilidades, múltiples matices y distintas opciones ideológicas, sin que dejen de aparecer trabajos bastante elaborados.

En la realidad, en el periodo que yo he observado es difícil encontrar formas tan perfectas de uno u otro tipo, pero sí son numerosos los textos que se aproximan a esas versiones más acabadas en la medida que priman enormemente uno de esos dos componentes del binomio distinguido, “datos” o “esencias”, y no los aseguran con sólidos pilares interpretativos.

 

 

- ¿Qué intencionalidad tenías detrás de la escritura e investigación a las que te ha llevado este libro? ¿Qué se sepa leer, pensar y reflexionar mejor la historia con todos sus autores, hechos y demás factores que interfieren en el resultado final? ¿O no debemos hablar de resultado final en el estudio de la historia”?

-Mi premisa de partida al observar distintas posiciones ante cualquier cuestión en los textos históricos de la época era que, aunque determinados factores pueden agudizar el desacuerdo, nunca o casi nunca, como en ninguna ciencia social ni natural, existen acuerdos absolutos. No hay, por tanto, un resultado final y cerrado, aunque eso no quiere decir que lo conocido y la contraposición misma de planteamientos no originen algunas certidumbres o sirvan, al menos, para sobrellevar mejor las dudas.

En particular, la segunda república supone una etapa de fuerte efervescencia política y social, con un clima reformista que despertaba esperanzas en unos y temores en otros, sobre todo en función de sus posiciones en el sistema de producción y de la desigual distribución de la riqueza resultante, con la problemática especial en esta década de la crisis económica general. En la línea de lo que se ha llamado “usos de la historia”, quería observar el modo como la pugna ideológica fundamental en torno a varios temas se reflejaba en los textos históricos que he manejado. Me estoy refiriendo a cuestiones como el propio dilema entre monarquía y república, la política laicista ante la Iglesia, la iniciativa de la reforma agraria, los movimientos nacionalistas y regionalistas, el papel público de la mujer y cualquier otra cuestión del debate político y público que, necesariamente, de forma directa o indirecta, se proyectaba sobre los trabajos de historia en la elección de determinados temas y en las consideraciones que se vertían, a veces enlazando con reflexiones sobre aquel presente e incluso estableciendo directas equiparaciones y contrastes con el mismo. La magnitud de la empresa ha hecho que, en este libro concreto, aborde directamente esas dos manifestaciones de las que hablamos, aunque también he incluido el tratamiento de las nuevas parcelas temáticas en ascenso cuando aparecen vinculadas en unos mismos trabajos a esa predominante historia narrativa.

 

           

- ¿Crees que al público en general le atrae más la historia narrativa, la de la erudición que la esencialista que, como explicas, es más especulativa? ¿Por qué?

-Esto era así ya en lo esencial durante la segunda república y lo sigue siendo en la medida en que a un sector de la población le sigue interesando la historia. En general, lo narrativo y lo biográfico atraen más que lo especulativo y también que lo basado en datos numéricos o lo excesivamente descriptivo. Las narraciones de hechos y las trayectorias de personajes distraen más, exigen menos esfuerzo y preparación previa que los análisis rigurosos o las especulaciones de cualquier tipo y facilitan más la identificación personal por resultar más próximos –en algunos aspectos, al menos– a lo que percibimos en nuestro entorno y en nuestras vidas. En la época, algunos autores valoraban un factor relativo a la idiosincrasia del país que iba también en esta dirección: para abrazar un ideal, una doctrina o una autoridad, antes que teorías abstractas lo que a los españoles les atraería especialmente sería la participación de determinados personajes en esas pautas, en ese lugar. Una especie de necesidad de mitos vendría a hacer que cualquier causa, para hallar arraigo, tuviera que ser vinculada mentalmente a determinados nombres por alguna razón carismáticos o venerados. La preferencia por estos temas se refleja bien en la década de 1930 en la cantidad y variedad de biografías de personajes históricos y coetáneos que fueron editadas desde instancias institucionales e ideológicas distintas, aunque el fenómeno no era exclusivamente español y se había desarrollado antes en otros países occidentales. De hecho, el gran desarrollo de colecciones biográficas de los años treinta vino precedido de una difusión notable de traducciones de obras de este tipo de autores como el alemán Emil Ludwig y el francés Augustin Cabanès. También gran interés despertaba ya la novela histórica, género literario basado en hechos y personajes que, además de tener menos exigencias de análisis y de abstracción que la propia historia narrativa, incorpora elementos de ficción que amenizan la trama, apela directamente a las fibras emocionales más sensibles y utiliza recursos literarios más atrayentes.

 

- La segunda nos puede hacer especular hasta interpretar lo que no debe interpretarse porque no hay un porqué… ¿Crees que eso puede llevar al revisionismo de la historia si no se hace bien o igualmente, esto mismo, puede pasar con la primera línea, la de la erudición…? Porque el revisionismo es otra cosa, del que la historiografía debe guardar cuidado sea cual sea su línea de trabajo, ¿no?, pero ¿cómo?

-El concepto “revisionismo” del que me hablas guarda unas connotaciones negativas que no tiene necesariamente el concepto “revisar”: el primero alude a una tendencia a enmascarar la verdad y a desvirtuar determinadas visiones históricas fidedignas, con un sentido instrumental, mientras el segundo se refiere a la propia reinterpretación fundamentada que ofrece en su labor el historiador, aunque esto último no significa que no haya unas reglas y unos límites, de forma que, en realidad, la “revisión” rara vez puede transponer el nivel de un matiz o un cambio de énfasis que pueden pasar desapercibidos. Al margen de una y otra acepción, yo diría que en términos globales siempre estamos revisando la historia, como revisamos nuestro pensamiento en función del contexto en que vivimos, que no deja de cambiar. Lo que ocurre es que esa evolución no es única, sino que aparecen caminos distintos, condicionados por la ideología, por el sistema personal de valores, por la ubicación en una u otra línea y por otros factores. Sea mediante la mera presentación erudita de información o mediante especulación a partir de lecturas, sea mediante el comentario de una tabla numérica o mediante la interpretación de unos restos arqueológicos, cualquier exposición histórica supone una construcción a partir de puntos de referencia y perspectivas diversos, y de ahí, de forma expresa o tácita, pueden resultar justificaciones y denigraciones distintas e incluso opuestas entre sí sobre determinados personajes, acontecimientos o procesos. Evidentemente, guiados por la ideología o por otro interés, también se puede llegar de forma consciente a mentir, a ocultar información o a deformarla, ya se trate de datos numéricos, detalles de una biografía, explicaciones causa-efecto o establecimiento de generalidades... Por todo ello, resulta importante fomentar el espíritu crítico a través de lecturas variadas que ayuden a conformar mejores criterios, si no para dilucidar la verdad de unas fuentes o de un mensaje, que no siempre resulta posible o fácil, sí para poder transitar mejor por la incertidumbre y hacer un uso más provechoso de la duda. Aunque las nuevas tecnologías facilitan el hallazgo y la consulta de publicaciones, el balance global del uso de las mismas en el desarrollo de la lectura no parece hoy muy halagüeño.

No olvidemos que el estudio de la historia no supone contemplar unos tiempos muertos y ya inútiles, sino que, directa o indirectamente, permite establecer conexiones con el presente y mostrar cambios y experiencias que pueden servir de referencia, sin que ello quiera decir que nos proporcione modelos que imitar o rehuir mecánicamente. Incluso los periodos más alejados, como los de la protohistoria, con los poblados prerromanos y otros restos arqueológicos en el caso de la Península Ibérica, pueden ofrecer interés de cara a fomentar determinadas actitudes actuales como las relativas al tratamiento del medio, el uso de recursos naturales, la organización equilibrada del territorio, las formas de cooperación social y la convivencia de culturas de diversas procedencias.

 

 

- En todo esto entre la erudición y el esencialismo, ¿qué papel jugaban las líneas de pensamiento que tenían mucho a ver con las revistas que se editaban entonces y en las que se hablaba y debatía desde literatura hasta política, pasando por las diferentes líneas de pensamiento?

-En este proyecto he consultado varias revistas, preferentemente del ámbito académico, pero también de algunas instituciones que incorporaban, con otros temas, investigaciones históricas sustentadas en la exploración minuciosa de fuentes, incluyendo para los primeros periodos históricos –con peso evidente de la prehistoria y la protohistoria– las arqueológicas. Esta labor es en gran parte erudita, puesto que la acumulación de datos es la vía clave y no siempre se acompaña de pretensiones interpretativas de gran alcance. Evidentemente, las revistas más abiertas al ensayo literario, a la filosofía de la historia, a determinadas concepciones nacionalistas... lo están también a trabajos más netamente especulativos. Algunas publicaciones se muestran abiertas a textos de uno y otro tipo, como ocurría con Revista de Occidente. También se iban abriendo paso lentamente en algunas publicaciones regulares las nuevas parcelas temáticas de las que hablábamos, que conformaban el conglomerado entonces llamado “historia de la civilización” o “historia interna”. Sobre todo, estos nuevos temas se incorporaban en la medida que complementaban la historia narrativa y reforzaban determinados planteamientos de la misma. Si en una revista se trataba de homenajear el mandato de un rey, por ejemplo, no se detenía la atención ya solo en aspectos políticos y bélicos, sino también en aspectos culturales y económicos.

Puede hablarse de una marcada y creciente variedad temática en el ámbito de la historia que quedó intensamente afectada bajo el sistema dictatorial subsiguiente. Las dos modalidades metodológicas y expositivas que venimos distinguiendo mantuvieron vigencia después de 1939, aunque con restricciones ideológicas que, en realidad, constituyeron durante mucho tiempo verdaderas barreras para las posiciones liberales y de la izquierda obrera. Que el triunfo de los sublevados permitió ocupar una posición distendida a los enfoques más netamente eruditos se pone de manifiesto, por ejemplo, en el perfil con que reapareció en 1942 el Boletín de la Real Academia de la Historia, con varios artículos de este tipo, ajenos a la realidad vivida, pero cargados ya de ideología por el hecho de que se centraban en personajes de la minoría rectora y guerrera. Uno de esos trabajos, por ejemplo, revela como debate central el generado por la duda en torno al lugar de Medina del Campo en que murió Isabel la Católica, con “motistas” o partidarios de que fue en el castillo de la Mota, y “antimotistas”, defensores de que fue en un palacio de la plaza Mayor. Pero también las visiones esencialistas encontraron especial acomodo bajo el régimen dictatorial en publicaciones misceláneas como las de tipo falangista, a la sombra de un discurso político cuajado de recursos emocionales diversos.

 

 

- ¿Y qué papel juega la Iglesia?

-Aunque hubiera evidentemente tendencias dominantes en su seno, la Iglesia no era un cuerpo monolítico y podía haber clérigos afines al sistema republicano y al desarrollo de nuevas políticas sociales, como manifiesta el testimonio personal del sacerdote José Manuel Gallegos en un libro al respecto. Como los republicanos conservadores, que precisamente se distinguían a menudo por su religiosidad, los clérigos de izquierda se encontrarían en las horas más críticas en una especie de tierra de nadie, entre dos fuegos, y su destino pudo resultar bastante aleatorio en cualquiera de las dos zonas durante la guerra.

Pero en el ámbito de las publicaciones que yo he manejado estas posiciones no se advierten y lo que se encuentra es un rechazo muy amplio del nuevo sistema político en función principalmente de la orientación laicista emprendida, aunque la interpelación religiosa llegaría a ser central en la oposición a la reforma agraria y en general a otras políticas, sobre todo a raíz de la formación en 1933 de la CEDA, como contemplaba José Ramón Montero. En trabajos de investigación, en revistas como Razón y fe, en libros de texto... la Iglesia manifiesta su disconformidad con la república mediante manifestaciones diversas que oscilan desde la frialdad calculada y la resignación contenida hasta las acusaciones y los anatemas más tempestuosos. En varios ensayos, siguiendo el modelo difundido por Menéndez Pelayo en sus primeras manifestaciones más elementales, se evoca la unión entre la fórmula monárquica y el catolicismo como realidad consustancial y decisiva en una historia gloriosa que habría culminado con la colonización de América. En libros de texto de origen católico que se reeditan, la actualización de la historia puede pasar por incorporar el frío dato de que en abril de 1931 se instaló el régimen republicano y alguna consideración “neutra” más. Pero también aparecen trabajos muy combativos que expresan sin ambages su repulsa por el nuevo régimen a partir de la noción simplificada de que había supuesto un estallido destructor del catolicismo y de otros pilares básicos de la civilización. Un ejemplo muy acabado de ese rechazo lo ofrece el manual de Historia de la Iglesia, para seminaristas, del canónigo valenciano Sanchis Sivera. Se trataba de un texto ya antes publicado con claros planteamientos integristas, bajo una ortodoxia que hacía considerar un peligro el mínimo desvío doctrinal o cualquier medida que hubiera podido alterar la posición de la Iglesia en cualquier época, de modo que la propia crítica de fray Bartolomé de las Casas por el trato dado a los indios o la desaparición de la Inquisición en el siglo XIX eran juzgadas negativamente por él. Al reeditarse este libro en 1934, la inclusión del presente republicano es solo para lamentar todo lo que este nuevo régimen habría significado para la corporación católica y sus concepciones morales, incluyendo medidas como el divorcio y la libertad de cultos. Más lejos, si cabe, llega el sacerdote barcelonés Juan Tusquets al diseñar una estrategia propagandística que, a partir de una línea que venía cultivándose desde el siglo XIX, hacía de la masonería, asociada al judaísmo, el eje de una serie de males en la historia de España que habrían culminado ahora con la proclamación de la República y los daños a la Iglesia, como producto de una misma práctica conspiratoria. Esta campaña proseguiría durante la guerra y alimentaría uno de los leit-motiv más irracionales del primer franquismo en lo ideológico.

 

- Ideológicamente hablando, ¿qué líneas ideológicas han influido más en la “lectura de la historia”, teniendo en cuenta estas dos perspectivas: la de la erudición y la del esencialismo?

-De una forma distinta, con bases diferentes, hallamos el seguimiento de ambas modalidades de “lectura” bajo las distintas ideologías. La vía erudita es muy característica de los autores conservadores que ponen su atención en los hechos y en las vidas de la minoría rectora y guerrera, pero la vemos también muy arraigada entre los autores liberales y en la ascendente historia promovida por las organizaciones obreristas. En las revistas creadas desde las secciones del Centro de Estudios Históricos, vinculado a la krausista Institución Libre de Enseñanza, la erudición llega a alcanzar niveles muy altos en ámbitos como filología y literatura, historia del arte e historia del derecho. Dentro de las organizaciones obreras, el interés en el desarrollo de los movimientos sociales pone en primer plano la necesidad de seguir las fuentes, aunque aquí –sobre todo en función de la valoración de las clases sociales y sus relaciones, especialmente pero no solo a través de los esquemas marxistas– se suelen incorporar planteamientos interpretativos más abstractos.

Los enfoques esencialistas aparecen asimismo bajo todos estos idearios, aunque también sin la misma fuerza ni el mismo contenido. En el conservadurismo y en las variantes que fueron desarrollándose como el carlismo y el falangismo, lo hacen mediante la concepción básica –al margen de matices y excepciones– de una comunidad nacional católica que, a modo de ser vivo y bajo la batuta de una gran autoridad, evoluciona en el tiempo e impregna todas las facetas de la vida social, política y cultural. Bajo estas visiones, si se daba un paso más, quienes no participaran en esa línea básica –por supuesto influjo extranjero y de una minoría interior– formarían la anti-España. A partir de la “fascistización” que conocen las tendencias conservadoras en rechazo de las directrices reformistas y de las tensiones sociales que en sentido contrario originaba la lentitud en particular de la reforma agraria, esta orientación discursiva se veía reforzada.

Para las corrientes liberales, no falta también una concepción culturalista básica que, como la anterior, tiene sus raíces en el siglo XIX, pero pone el acento en una tradición liberal-democrática de origen medieval que se habría resquebrajado con el desarrollo del estado absolutista y la llegada de los Austrias. Entre las organizaciones obreristas, en cambio, predomina un argumento básico que, si bien no se traduce en grandes desarrollos especulativos, no suele faltar como referencia de fondo: el afán de liberación y de superación de la explotación constituye un rasgo básico de la naturaleza humana que se manifiesta en todo tiempo y lugar. La segunda república constituye la etapa en que en España más se desarrolló toda esta variedad de perspectivas por la propia libertad de expresión, de modo que la sublevación de 1936, al cerrar sus posibilidades al segundo y al tercero de esos bloques ideológicos, el liberal y el obrerista, dejó el camino libre solo para el primero, el conservador, sobre todo en las dos primeras décadas de la dictadura.

 

 

- ¿Y cómo son tratados los grandes nombres de la historia de esos que, de veras, marcan el compás de la misma…?

-También aquí todas las ideologías se muestran plenamente dispuestas en la década de 1930 a incorporar y celebrar la labor de individuos concretos, aunque una vez más con criterios distintos y a veces opuestos, incluyendo el silencio total o la llana recriminación ante nombres aclamados por otros. La figura del pedagogo responsabilizado absurdamente de la Semana Trágica de Barcelona y ejecutado, Ferrer Guardia, es, por ejemplo, objeto de las posiciones más encontradas a partir de pautas partidistas distintas, como también lo son especialmente –sin que pueda reducirse a motivaciones ideológicas, pero con gran peso de las mismas– varios de los titulares de la corona, sobre todo los de la etapa imperial, los del siglo XIX y el rey depuesto. Fuenteovejuna, de Lope de Vega, fue estimada ampliamente en la época como expresión del espíritu democrático e incluso revolucionario, pero también encontró una valoración que la convertía prácticamente en una obra plenamente aquiescente con la sociedad estamental y el absolutismo monárquico, sin observar más guiño popular que el propio de las idealizaciones poéticas de la época.

Como te decía antes, durante esta década, la abundancia de biografías ubicadas en toda época y lugar por diversas editoriales y organizaciones refleja el elevado papel que se atribuye a personajes concretos en todos los campos de la actividad humana. Esto se encuentra en línea con esa predisposición tan común entre toda la población a identificar las causas y los logros en todos los campos con determinados nombres sobresalientes no tanto necesariamente en la realidad como más ostensiblemente en la publicística desarrollada, que no siempre vienen a coincidir. Aunque fuera con significados distintos, las nociones elitistas estaban en todas las ideologías, incluso en las de concepciones y aspiraciones más igualitarias, y de ahí ese énfasis continuo, según los casos, en individuos señalados que ejercen funciones de liderazgo, que dirigen a las tropas en el campo de batalla, que exploran nuevos mundos, que descuellan en cualquier ámbito del arte y de la cultura, que defienden valerosos un ideal nacional, que agitan a las masas populares, que representan mejor la santidad o las nuevas ideas religiosas de una época, que encarnan de forma ejemplar el espíritu republicano o son muy fieles al rey, que como mujeres indómitas se ponen al frente de una sublevación o “concilian” sin problemas sus roles de reinas o regentes con los de madres y esposas, etc... En esta década ya tenían mayor o menor arraigo varios deportes competitivos, el toreo, la canción, la actuación dramática y otros espectáculos, pero en estos campos lúdicos la admiración y el seguimiento de figuras, aunque significativos, aparecían bastante circunscritos a la época vivida, sin que se rastrease mucho en el pasado.

Lo cierto es que todos los espacios del debate y de la reivindicación encontraban en individuos concretos del pasado unos precedentes o unas referencias que evocar. El propio dilema entre monarquía y república estimula una copiosa bibliografía centrada en reyes, reinas, regentes, validos, militares, políticos de signos distintos y otras figuras ante las que cada cual se posiciona condicionado por su orientación política. Como al trazar biografías se prefiere hacerlo de insignes y afamadas figuras en la línea de la causa que se defiende, los monárquicos cuentan con el potencial enorme de todos los titulares de la corona en las sucesivas dinastías y de gran parte de sus consejeros, mientras los republicanos apenas pueden ir más allá, si se limitan al territorio español, de los cuatro presidentes que de forma apresurada y difícil se sucedieron en el periodo de diez meses de 1873 que realmente supuso la primera república. Incluso del más estimado de estos cuatro altos cargos, Pi y Margall, se debía arrinconar un ingrediente fundamental, su federalismo, para no contrastar excesivamente con los valores republicanos ahora predominantes. El elenco de nombres “gratos” para los republicanos se ampliaba bastante si se sumaban los héroes de liberalismo primigenio decimonónico y, en general, otras figuras cuya orientación política y social se pudiera poner en la línea de lo que ahora representaba esta causa democrática en la década de 1930.

Pero los factores que hacen rendir culto o aborrecimiento a personajes históricos concretos son muy numerosos y se cruzan entre sí. Tanto desde el nacionalismo centrípeto como desde los nacionalismos centrífugos se rescatan héroes medievales y del Antiguo Régimen y glorias literarias y artísticas. La Iglesia católica mantiene su recurso al santoral y a algunos de sus grandes dignatarios, dos categorías que a menudo se identifican en unos mismos individuos. La reivindicación del papel de la mujer bajo distintos moldes ideológicos hace detenerse en nombres femeninos de distintos campos y épocas. El interés especial en difundir unos u otros valores en la infancia produce las versiones históricas y biográficas más amables y simplificadas en torno a personajes adultos, con algunos enfoques especialmente maniqueístas. Dentro de la izquierda obrera, no sorprende el recurso a nombres eminentes en la corriente socialista y su derivación comunista si se piensa en la importancia dada a un sector o una “vanguardia” que dirigiera los cambios o el proceso revolucionario, pero sorprende más en un movimiento tan igualitarista y alejado de las concepciones elitistas como el anarquismo. Unas y otras corrientes obreristas coincidían ampliamente en los nombres que rescataban de etapas pretéritas, anteriores al siglo XIX, dado el modo común en que juzgaban los movimientos sociales y sus jefes de cualquier contexto y cualidad –incluyendo los más alejados y míticos– como precedentes de los actuales por su común planteamiento liberador. Pero se producían cambios de énfasis y exclusiones diversas a la hora de considerar personajes recientes o próximos, cuando ya cada tendencia obrera había tomado su propio desarrollo, con sus propios líderes y sus propios pensadores, hasta desembocar en tensiones notables entre sí.

 

 

- ¿Interesan más el cómo los actores accionan los hechos que los hechos y/o resultados finales? Es como si te preguntases si la senda para recorrer el camino es más interesante que el destino final…

-Ese rasgo, que en muchas facetas de la actividad individual o colectiva puede tener bastante sentido, incluyendo la posible experiencia personal en esos actores de los hechos, en el caso de la valoración global de los procesos históricos en sí, sobre todo en la medida que comportan unos resultados sociales, es de más problemática aplicación. En una tarea como es la propia labor de la investigación histórica, entendida al margen de cualquier otro elemento simplemente como un proceso más o menos largo de trabajo que conduce a una publicación, sí puede resultar más interesante y estimulante para el propio autor el prolongado y paciente trabajo, con todo el aprendizaje y los retos que conlleva, que la fase final de salida efectiva del texto, aun cuando esa perspectiva final en sí aparezca presente durante todo el proceso. Pero en el caso de la “gran” o la “pequeña historia”, entendiendo por tales aquí los hechos y procesos que tienen unos efectos en el entorno, sean de mayor o de menor alcance, sean a corto o a largo plazo, afecten a las generaciones del momento o a las siguientes, los resultados de las decisiones que se toman y de las que no se toman son siempre relevantes, lo que repercute en el interés que pueden tener las explicaciones y valoraciones que plantea el historiador profesional o cualquier autor que indaga y escribe sobre el pasado. Que no exista una verdad absoluta susceptible de ser percibida de forma común no invalida esta apreciación.

Por otra parte, esta estimación de la importancia de los resultados en la evolución histórica no excluye la que también tiene el proceso en sí, entre otros aspectos porque la propia llegada a un destino y las características finales del mismo aparecen condicionadas por el camino seguido. Además, se pueden generar también otros efectos, formalmente colaterales pero no por ello a veces menos decisivos en términos positivos o adversos. “El fin no justifica los medios” es una frase que revela de forma indirecta la importancia que tienen tanto uno como otro de los términos del dilema, el camino y la llegada, el proceso y los resultados, aunque ello no quiere decir, una vez más, que exista acuerdo entre intereses e ideologías distintos a la hora de sopesar a la vez unos y otros efectos.

 

 

- Creo que tienes claro o me lo parece que hay que leer la historia como desde la pequeña aldea global y de ahí hacia lo total, lo más global, ¿no?

-Hay quienes rechazan los espacios microhistóricos o determinados espacios microhistóricos, que a menudo quedan identificados con el mero amor a la “patria chica” sin más perspectiva que la divisada desde un campanario. Cuando se aborda la biografía de un personaje muy conocido o una gran batalla, o incluso cuando se observa cómo se gestaron determinadas decisiones o negociaciones de ámbito nacional o internacional, también se están observando perspectivas microhistóricas, pero ahí la aceptación mayor deriva de la propia celebridad del personaje, de la batalla, de la iniciativa o del acuerdo, que ya avala y consolida el papel relevante que a estos elementos se les da en “la gran historia”. Pero la microhistoria es más que todo eso, porque supone contemplar los pequeños espacios ajenos a la “gran historia” como escenarios significativos tanto para entender lo que pasa en otras unidades similares como para explicar dinámicas más globales, con sus variantes y sus contradicciones. Es importante, por ello, observar en estos espacios menores lo común y lo diferente, lo frecuente y lo excepcional, lo que recibe y lo que proporciona en sus contextos correspondientes... Cada localidad, cada institución local, cada periódico, cada personaje anónimo... puede ser una gran fuente de información y de comprensión de lo que pasa a nivel general y de las diferencias que se presentan.

Verdaderamente, en mi trabajo este punto de partida en lo microhistórico es primordial no simplemente por la importancia que ofrezco en un capítulo a los textos de historia local, que siempre expresan por encima de sus “veleidades” localistas y sentimentales actitudes ideológicas y culturales más generales, sino también porque el propio examen fundamental de todo el libro son obras concretas contempladas en sus coincidencias y en sus singularidades. Además, la comprensión de estas obras comienza por la consideración de la trayectoria personal de sus autores, aunque aquí entramos en un terreno especialmente pedregoso, tanto por su dificultad material (solo mediante estudios biográficos específicos se puede alcanzar profundidad) como por los riesgos altos que implica trazar conexiones y conclusiones, sobre todo en la medida que la especialización hace de las obras productos altamente estandarizados, elaborados para ser aceptados en contextos determinados, donde cada personalidad se diluye y se transforma. Esto hace que, de cara a la interpretación de un trabajo, cobren más relevancia la ubicación socioprofesional y la formación del autor que otros aspectos de su biografía y de sus características. Aun así, nos seguimos moviendo en “pequeños” espacios de observación.

El acceso a obras no publicadas –que supondrían no solo valorar “lo pequeño”, sino también “lo invisible”– podría haber enriquecido las perspectivas de análisis de este trabajo en la medida que su mala fortuna podía derivar de su menor comunión con las ideologías, las líneas y los gustos establecidos, aunque la mayor libertad de expresión y la efervescencia social y política bajo el sistema republicano ensancharon las oportunidades en este sentido. Durante la guerra, el panorama se estrechó sensiblemente en ambas zonas: en la republicana, aparte de las dificultades materiales para editar, la prioridad propagandística y la gran rivalidad interna introdujeron evidentes cortapisas, si bien no se produjo la uniformización ideológica que en la zona bajo control de los sublevados.

 

- ¿Quién o quiénes, crees, que ha sabido sentar más bien las bases para trasladar de manera más entendible la historia tanto partiendo de la erudición como del esencialismo?

-Tanto la erudición como el esencialismo que podemos designar como “más puros” han sido objeto de críticas profundas, de las que podría ponerte dos ejemplos significativos entre los autores que trato en este trabajo. Uno de los historiadores que clamaba más alto contra la mera erudición era José Deleito, profesor de historia antigua y medieval en la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia. Tanto en su conferencia inaugural del curso universitario en 1918 como en sus clases este profesor hablaba de la búsqueda de información como una labor necesaria, pero insuficiente para crear verdadera ciencia, que exigía interpretación, reflexión y conclusiones significativas. Los meros pesquisidores de noticias, decía con un símil, eran como acarreadores de piedras que no llegaban a construir ningún edificio. Como ejemplo de una crítica elocuente a una visión esencialista, podemos referirnos a la que Manuel Azaña realizó en los años veinte sobre la interpretación de la sublevación comunera en 1520-1521 por parte de Ángel Ganivet en su Ideario Español. Tal crítica, recogida en 1930 en Plumas y palabras, revela una gran discordancia entre la visión elaborada por este ensayista y la que trascendía de las fuentes al no conocer los sucesos más allá de representaciones triviales y partir de unas nociones muy escasas y simplificadas que ponían el acento en voluntades difusas cuyo mismo portador social se ignoraba. Para Manuel Azaña, Ganivet vendría a valerse de conceptos equívocos, analogías falsas y proyecciones sublimes, sin captar ni la magnitud ni el significado social y político del movimiento. Frente a la variedad de aspiraciones contempladas en los documentos generados, frente al tono antiabsolutista manifiesto y frente al carácter burgués de la sublevación, este ensayista, con el foco de atención solo en los caballeros ajusticiados en Villalar y sin valorar su verdadero papel ni el de otros actores, vendría a resaltar básicamente un carácter retrógrado en el movimiento por atribuirle un rechazo a una política exterior, imperial, que en realidad estaba por desarrollarse. Ideas tradicionales y particularismos medievales, según el planteamiento fundamental de fondo del ensayista, se vendrían a oponer a “la idea moderna” que en estos momentos vendría a representar “el proyecto imperial” de Carlos I por el hecho de que el precipitante de la sublevación estuvo en su petición de dinero para su elección y coronación. Todo quedaba reducido a una dinámica de ideales evanescentes contrapuestos que hacía caso omiso de lo fundamental de las demandas, de quiénes las hacían y del curso que tomaron las distintas posiciones sociales.

En definitiva, como subyace tras los planteamientos críticos anteriores, podría decirse que la historia, para elaborarse de la forma más fidedigna y con oportunos procedimientos interpretativos, requiere tanto de la recogida minuciosa de datos como de unos bagajes teóricos que ayuden a dar sentido a la información captada. Como en otras especialidades, ello no elude la existencia de líneas distintas que seguirán generando comunicación interna e incomunicación externa ni de elementos diversos, ajenos al propio interés investigador y a esa pugna de “paradigmas” o solapados a los mismos, que seguirán marcando los pasos seguidos por cada cual, incluyendo la posibilidad del abandono.

Antes de los años treinta, las posibilidades interpretativas ya se habían ido enriqueciendo bastante y bajo el nuevo marco institucional y cultural se ampliaba la oportunidad para seguir unos u otros caminos. En particular, se abrían más las puertas para considerar los nuevos temas, conceptos y esquemas analíticos de nuevas líneas y espacios ‒economía, clases sociales, instituciones, cultura, arte, religiones, vida cotidiana, etc.‒ que, además de conformar verdaderas historias especializadas como antes decíamos, también ofrecían nuevas perspectivas para los temas y formas tradicionales de la historia narrativa y suponían unos pasos importantes de cara a ese objetivo siempre utópico de alcanzar una historia total o integral. En relación con el potencial de cada medio ante estos nuevos derroteros, pueden observarse unas características algo paradójicas. El marco académico ofrecía mejores posibilidades para el uso de procedimientos más refinados en la incorporación de toda esa serie de novedades temáticas y analíticas, pero también inercias y resistencias que demoraban tales procesos de renovación. En los medios extraacadémicos, como los que regían en su mayor parte en la confección de historias locales, la base formativa y las posibilidades técnicas eran menores para rebasar el mero nivel de la erudición, pero la mayor libertad relativa dejaba el camino más expedito para incorporar cuestiones variopintas entre las que figuraban algunas de gran calado posterior general.

En ese otro espacio también en gran medida extraacadémico que era el de las biografías, esas mayores cotas de libertad relativa –aunque también podríamos hablar de mayor referencia del mercado– se manifiestan en las posibilidades diversas de introducir recursos literarios. Esto hace que a menudo, como en las colecciones juveniles de la editorial Araluce sobre personajes masculinos y femeninos y secuencias determinadas, se roce o se siga prácticamente el terreno de la novela histórica.

 

- ¿El mundo o la comunidad intelectual qué papel juegan en todo esto, porque me da que son más bien pragmáticos, salvo excepciones notables?

-Existen conceptos como “intelectual” o “cultura” que son difíciles de definir y resultan polisémicos si pensamos en los distintos usos que se hacen de los mismos. Del concepto “intelectual” se pueden hacer definiciones tanto sociológicas como más propiamente filosóficas que ponen el acento en aspectos distintos. En mi trabajo, asumo los criterios sociológicos con que comúnmente se delimita a este sector en los estudios históricos, básicamente en función de determinados rasgos de los sujetos en cuestión –formación, profesión, investigación, publicaciones, determinadas prácticas y costumbres, facetas ideológicas diferenciadas, etc.–. Pero aquí me gustaría hacer una distinción que en el libro solo puede entreverse de forma difusa o puntual. Bajo mi percepción, el intelectual que podemos llamar “más puro”, dentro de la relatividad del concepto y de la abstracción que supone hablar en estos términos, es precisamente aquel que trasciende –no digo “prescinde”, sino “trasciende”, va más allá– de los intereses materiales y de las obligaciones ordinarias de uno mismo y del entorno para interesarse en una variedad de cuestiones de distinta naturaleza que somete a sus criterios racionales y espirituales, que pueden ser más o menos compartidos. En este sentido, el intelectual no es pragmático en sí mismo, puede serlo en mayor o menor medida y puede combinar facetas de idealismo y de pragmatismo. En la historia aparecen a menudo intelectuales bohemios –entre los autores que observo en este trabajo también los hay o se pueden sospechar– que no son férreamente pragmáticos y viven como pueden, aunque en sus propuestas sociales y políticas puede aflorar un gran realismo.

Otra categoría distinta es la que forman los especialistas de ciencias sociales, equivalentes a los de ciencias naturales: ahí ya estamos hablando de profesionales que también utilizan intensamente la razón en sus análisis, pero siguen más rígidamente unas reglas y cultivan unas líneas sometidas a evolución y a modas, compiten entre sí, se apoyan o se obstaculizan, se vertebran jerárquicamente... como en cualquier otra profesión, aunque cada una sea con sus singularidades (para algunos especialistas que han teorizado sobre la comunidad científica, como Paul Feyerabend y Homa Katouzian, el grado de inhumanidad dentro de estos grupos es mayor que en otras profesiones en función de su propia dinámica interna). En mi opinión, esta figura, que ya tenía un marcado desarrollo en los años treinta, es la que básicamente se reclama en la sociedad actual, en consonancia con el papel decisivo del mercado y la importancia adquirida por la especialización en todas las actividades humanas, incluyendo las demás facetas de la creatividad cultural.

Durante la segunda república, ambas categorías, la del intelectual más “puro” y la del especialista, con las manifestaciones que podemos considerar “intermedias”, alcanzan un gran protagonismo político, en parte ligado al influjo de la Institución Libre de Enseñanza. Dos autores, Bécarud y López Campillo, no relacionaban tanto esa mayor presencia con una confianza inmanente en la cultura como con el hecho de que, por la novedad del sistema, no se contara inicialmente con cuadros políticos organizados apropiados ni en la izquierda ni en la derecha. La búsqueda de prestigio por los partidos y en beneficio del régimen alimentó asimismo el fenómeno, aunque también codiciarían similar imagen los grupos refractarios, pese al anti-intelectualismo característico en la ideología fascista. El político más renombrado e identificado con los valores republicanos, Manuel Azaña, no adquiere ese vínculo y ese protagonismo por estas circunstancias de imagen, dada su implicación directa en el advenimiento del nuevo régimen y su emergencia y celebridad a partir de la propia actividad política que desarrolla, pero es un ejemplo claro de intelectual involucrado en la gestión pública. Si ya antes de 1931 sus intereses materiales no determinan sus direcciones creativas, en su papel político este personaje combina idealismo (si por tal se entiende la fe en transformaciones difíciles que supongan mejoras) y pragmatismo (si se considera el realismo con que afronta las posibilidades y los obstáculos de esos procesos de cambio). Según manifiesta su amigo Rivas Cherif en la biografía que le dedicó, a Manuel Azaña le satisfacía tener una profesión funcionarial que nada tenía que ver con la creación escrita porque, para poder gozar de mayor libertad en sus ensayos, podía eludir así presiones y subordinaciones consustanciales al medio periodístico, al medio académico y al gusto del público. Verdaderamente, aunque su labor creativa no estuvo exenta de dificultades, lo vemos cultivar todo tipo de géneros y temas. Aparte de sus ficciones literarias, en que se podía manifestar como un romántico en ambientes ruinosos y claustrales o aclamando el amor, lo vemos escribir metódicamente lo mismo sobre la política militar en Francia o sobre caciquismo rural que sobre el vendedor de biblias protestantes George Borrow, el novelista Juan Valera o, como ya te mencionaba, la sublevación castellana frente a Carlos I (en este caso, ofreciendo una interpretación como revolución burguesa fallida que difícilmente podía ser acogida en aquellos momentos en el medio académico). Pero, a la vez, cuando adquiere funciones de gestión desde 1931 y participa en el combate electoral, Manuel Azaña es el político más pragmático de la palestra: todo lo mide y lo pondera, observa con detenimiento cada obstáculo, estudia cada paso que da y que dan otros (de todos los segmentos), escucha los criterios de los demás, critica a los intelectuales que en seguimiento de sus teorías aprendidas se alejan de la realidad... Su pragmatismo no suponía en absoluto posibilismo, puesto que no pretendía amoldarse al marco dado sin más, sino transformarlo con distintos grados de intensidad en cada vertiente en función de las condiciones y dificultades que observaba.

 

 

- ¿Los nacionalismos y las diferentes maneras de expresarlo y vivirlo cómo han influido?

-Los nacionalismos que aquí llamamos periféricos por mera ubicación geográfica en el marco peninsular, como en general también las manifestaciones regionalistas, hallan en la historia uno de sus principales campos de fundamentación. Estos nacionalismos de dirección centrífuga frente al de tipo centrípeto aglutinador en torno a la idea de España, pero que son también centrípetos en relación con los límites territoriales que vislumbran como específicos, siguen en historia parecidos caminos a los generales que hemos visto, aunque en cada caso se hace con unos matices y una intensidad. Cataluña ofreció el panorama más diversificado, aunque son tendencias burguesas y pequeño-burguesas las que conforman los cuadros básicos, dada la importancia de la concepción internacionalista y la fuerte vertebración con el resto de España de las corrientes obreristas, con el anarquismo como línea aquí hegemónica con un claro ascendiente sobre otras partes del país. Los distintos caminos históricos que hemos señalado, tradicionales o novedosos, hallan también estímulo bajo estos objetivos identitarios. Aunque el representante más conocido, Ferran Soldevila, incorpora planteamientos esencialistas en cada peldaño de sus líneas interpretativas, un ejemplo más acabado lo ofrece Gay de Montellà al esbozar aquí un espíritu mediterráneo, abierto y creativo, que diferiría del hermético y trágico del interior castellano, si bien, en su conservadurismo, también considera como desnaturalizadores ingredientes contemporáneos como el obrerismo, la urbanización y el influjo de la cultura estadounidense. A la vez que esta concepción de un espíritu nacional y como proyección del mismo, como en la idea germánica del volksgeist, existen toda una serie de elementos institucionales y culturales que reclamaban estudio y difusión. Esta búsqueda de señas de identidad específicas contempla los acontecimientos y personajes del medievo y del Antiguo Régimen, las viejas instituciones, los documentos jurídicos, el desarrollo literario y otros elementos. En zonas como la valenciana se navega por mares parecidos y lo mismo se hace en otras, aunque sea con menos ímpetu.

Esta búsqueda de rasgos identitarios podía desarrollarse enfatizando las diferencias y minimizando o ignorando los rasgos en común, aunque también cabían posiciones regionalistas que incluso podían llegar a ubicar las señas distintivas dentro de las pautas subrayadas para el conjunto español, como denotan algunos ejemplos de orientación conservadora que presento en el trabajo, referidos a Extremadura y País Vasco, que resaltaban el papel específico de estos territorios en la actuación descubridora y colonizadora en América durante el siglo XVI. También en legitimación de la fórmula democrática, sobre todo durante la guerra, las corrientes progresistas podían subrayar similitudes y connivencias entre unos y otros territorios en las tradiciones representativas del medievo y en la lucha social y política en diversas circunstancias.

 

- ¿Entonces podría considerarse que en todos los lugares del Estado la historia leída e interpretada entre la erudición y el compromiso se lleva a cabo de la misma manera?

-Las distintas manifestaciones del trabajo histórico, aisladas o combinadas entre sí, aparecen en las diferentes zonas, aunque con un nivel distinto que no deriva solo del mayor o menor estímulo que puedan suponer esos objetivos identitarios, sino también del potencial demográfico, urbano y económico, con los cuales se relaciona la mayor o menor efervescencia cultural, educativa y editorial. En los espacios más dinámicos también se desarrolló una mayor conciencia social, que había conocido gran impulso tras la revolución rusa, al margen de que se comulgara o no con la experiencia específica allí iniciada, y ello también propició la aparición de publicaciones históricas y de otros tipos con un sentido propagandístico y movilizador que mostró un nuevo rostro durante la guerra. También aquí Cataluña, con la tradición editorial existente y su reestructuración en las nuevas circunstancias bélicas, constituyó un foco fundamental de irradiación.

Otro tipo de historia muy generalizada a lo largo del país ya desde antes, también con variantes ideológicas pero claro predominio conservador, fue la desarrollada en esos trabajos de índole local de los que ya hablábamos. Aunque los niveles de formación previa y adquirida variaban, el autodidactismo característico de estos trabajos explica en gran medida que no se fuera a menudo mucho más allá de la captación dispersa de información, es decir, del procedimiento erudito. Esto aparecía reforzado porque, al ser concebidos estos textos por gran parte de sus autores como manifestación sentimental del amor personal a la “patria chica”, el interés investigador parecía circunscribirse a desempolvar vestigios y pruebas de una grandeza o simplemente de unos posos de la historia. La evolución del topónimo con que se designaba la localidad, las huellas arqueológicas y artísticas, el nacimiento o la residencia de algún personaje de las armas o las letras, el paso de reyes o magnates, la instalación de comunidades religiosas, la proximidad del espacio donde se desarrolló una batalla, o cualquier otro hito de los que jalonan la “gran historia” o la “pequeña historia” que se hace “grande” por la propia circunstancia de que tal acontecimiento transcurrió allí, alimentan esa sensación sentimental de una prosapia colectiva tras la cual no dejan de latir las mismas posibilidades ideológicas que sobre los demás enfoques. Lo común en estos trabajos, bajo ese formato básicamente conservador, es presentar comunidades socialmente integradas, cimentadas por sus sentimientos católicos y solícitas con los titulares de la corona y con otras formas de autoridad establecidas. Pero también aparecen algunos trabajos de inspiración liberal o mayores matices progresistas, como los de Criado Hoyo sobre Montoro, Álvarez Laviada sobre Chinchón hasta el siglo XV y Roca Alcayde sobre Burriana, que van más allá y pueden detectar e incluso explorar pleitos antiseñoriales, problemas sociales diversos y formas recientes de conflictividad política y social. Estos trabajos son también aquellos entre los de carácter local donde más fácilmente se encuentran abordados otros aspectos novedosos, como algunos de índole económica, demográfica y cultural.

 

- ¿Podemos concluir, en vista de todo lo dicho, que no son incompatibles unas y otras vías en la lectura de la historia, en su estudio, reflexión e investigación, y que todas ellas pueden suponer alguna forma de compromiso? ¿Cómo y de qué manera se pueden compatibilizar?

-Una manifestación meridiana del modo en que una y otra vía resultaban compatibles la ofrece el conocido debate, posterior al periodo que abarco en el libro, entre dos autores del exilio, Sánchez Albornoz y Américo Castro, sobre la formación de una esencia española. En este caso, ya desde antes de desarrollar planteamientos de este signo –por otra parte, con raíces en consideraciones anteriores de varios autores–, ambos siguieron prácticas eruditas que les permitieron contemplar múltiples aspectos en tales teorías posteriores. También revelan una creencia en ambos tipos de enfoques los dos autores que te presentaba como críticos, uno ante la erudición “pura” y otro ante el mero esencialismo. Tanto José Deleito como Manuel Azaña, en efecto, parten de la importancia que tiene la recogida de información de las fuentes para tratar de responder a determinados interrogantes y caracterizar con los máximos matices los procesos que analizan y la participación de los distintos actores. Pero, a la vez, ambos aceptan la existencia de determinados climas culturales o espirituales en comunidades más o menos amplias que influyen en los comportamientos, aunque no de forma inseparable y superior a otros factores. En sus propios planteamientos teóricos en clase, José Deleito señalaba que determinados personajes de mayor protagonismo histórico –lo mismo reformadores religiosos que grandes estadistas– venían a representar tendencias muy arraigadas en la sociedad de su época. Manuel Azaña también piensa en pulsiones psicológicas colectivas con distintos grados de arraigo y una evolución en el tiempo, de modo que lo hegemónico en una época podía decaer y dejar paso a otros esquemas de pensamiento fundamentales. De esta manera, frente a las visiones conservadoras que reclamaban una tradición monárquica ligada a la religión católica, él formaba parte de aquellos pensadores liberales de que hablábamos que resaltaban una tradición democratizante manifiesta en la Edad Media que habría sido contenida con el desarrollo del estado absolutista, especialmente bajo la batuta de los Austrias. Si bien no negaba una tradición católica que en determinados momentos había fermentado en España en forma de contribuciones significativas, estimaba que en el momento vivido tal corriente religiosa ya no representaba el mismo papel.

Unos y otros enfoques, los de estos autores críticos y los de aquellos cuyos criterios cuestionan, no constituyen meras perspectivas alternativas sobre el pasado sin contaminación del presente, sino que se explican precisamente en este contexto en que viven y desarrollan su actividad, donde pueden regir distintas fórmulas políticas, se enfrentan intereses de clase y sectoriales, pueden sucederse o no reformas, pueden seguirse unos u otros métodos de superar los conflictos y las muestras de descontento, etc... En varios de los trabajos históricos de tono erudito que he observado en este libro, la aparente ausencia del presente, bajo la mera enumeración de hechos de insignes personajes, aparece tan cargada de un interés ideológico actual como las que lo hacen pregonando expresamente sus objetivos de movilización y seguimiento. La sociedad que esbozan en el pasado los primeros responde a una verdadera contrautopía, donde todos los individuos asimilan la extrema jerarquía, la desigualdad social, la concentración del poder político y la gran presencia de la Iglesia. Incluso las variadas formas de propiedad compartida y colectiva del pasado distinguidas por los liberales en el siglo XIX desaparecen en beneficio de la idea de una propiedad plena de la tierra por los estamentos privilegiados desde siempre. Se trata de una visión legitimadora de la gran propiedad que constituye un argumento tácito contra la reforma agraria que se intentaba aplicar bajo la segunda república e incluso –paradójicamente, si pensamos en quiénes fueron sus beneficiarios principales, miembros de la clase social que ahora sostenía estos planteamientos– contra la desamortización eclesiástica del siglo XIX.

 

             

- Para la realización de este libro has ido a buscar personajes y diferentes lares, lo que le da una vuelta de tuerca más a la lectura de la historia y demás, ¿no?

-Todos los trabajos de historia y con algunos contenidos de historia publicados entre 1931-1939 sobre cualquier periodo, cualquier tema y cualquier personaje formaban parte del caudal potencial de fuentes en este trabajo, incluyendo las traducidas y las realizadas antes de 1931 que ahora fueron reeditadas o editadas por primera vez. También pretendía considerar otros trabajos publicados en etapas anteriores o posteriores para establecer contrastes, enlaces u otros nexos de forma general o puntual. En mi proyecto inicial, contemplaba elaborar unos apartados para la historia factual o narrativa y otros distintos para las biografías, pero ambos campos se combinaban tanto en la época que decidí fundirlos en unos únicos capítulos. Todo el conjunto de trabajos consultado ha constituido el fondo de referencia para varias generalidades y contrastes que establezco en distintos apartados, y una parte de los mismos –seleccionados por su representatividad, por determinadas singularidades o por ambos factores a la vez– son objeto de una observación más detenida. En esta última selección, he cruzado varios criterios específicos: quería que sus autores respondieran a distintas perspectivas ideológicas y tuvieran distintas raíces socioprofesionales, que los personajes observados correspondieran también a distintos perfiles, que aparecieran distintas coordenadas de tiempo y lugar desde la antigüedad hasta el siglo XX, etc..., aunque tanto la disponibilidad de obras como la necesidad de poner unos límites han estrechado el espectro finalmente abarcado con ese nivel de detalle.

En las biografías, mi objetivo central ha sido observar el modo en que los autores, también aquí muy condicionados ideológicamente, analizan las características, la trayectoria y la actuación de cada figura en su contexto. Entre los personajes que son objeto de atención en estas obras auscultadas con más detenimiento desfilan Trajano, Alfonso III de Asturias, María de Molina, los Reyes Católicos, Cisneros, Felipe IV, el conde-duque de Olivares, el general Prim, Pi y Margall y Alfonso XIII. Entre los autores de estas obras figuran nombres de distintas procedencias ideológicas y profesionales como Eloy Gullón, Armando Cotarelo, Mercedes Gaibrois, Silió Cortés, Juan de Contreras, Luys Santa Marina, José Deleito, Gregorio Marañón, Poch Noguer, Francisco Caravaca, Salvador de Madariaga y Ciges Aparicio. De forma más agregada por mi criterio o por el de los propios autores en las obras en cuestión, aparecen también epígrafes diferenciados sobre conjuntos como las reinas medievales de la Corona de Aragón, enfoques sexualistas de la historia, la dinastía de los Borbones y los nombres del siglo XIX evocados como héroes por las distintas tendencias ideológicas, ya liberales como Rafael de Riego, ya carlistas como Ramón Cabrera.

 

- Amigo, ¿qué te ha sido lo más fácil y qué lo más difícil en la realización de este ensayo?

-De alguna forma, lo más fácil y lo más difícil se ha dado en el mismo terreno, el de delimitación y la captación de las fuentes. Por un lado, dado el ancho contorno del tema general, el universo disponible de publicaciones es muy amplio y el acceso resultaba por lo general fácil. Para las obras menos asequibles, podía valerme de distintos buscadores disponibles en internet, de los ricos fondos de la Biblioteca Nacional y del servicio de préstamo interbibliotecario de la Universitat Jaume I. Este elevado potencial global de publicaciones corresponde a variedad de temas, idearios, métodos y autorías, pero en proporciones muy distintas, tanto por razones “en origen”, dado que no de todo ni de todos se publicó igual, como por factores después sobrevenidos, dados los distintos niveles de conservación y disponibilidad de las obras. La selección, la consulta de algunos títulos y la organización de todo el conjunto de estas fuentes “primarias” me ha supuesto, por ello, algunas complicaciones.

Dada la variedad del espectro abarcado en tantos sentidos, también la bibliografía reciente de interés es variada e inabarcable en toda su dimensión. Si en los aspectos biográficos de los autores abordados estas fuentes que llamamos “secundarias” pasaban a ser decisivas, no lo eran menos varios títulos de la historiografía relacionada con los mismos temas. Aunque gran parte de los trabajos de la década de 1930 que he observado corresponden a autores de los que existen algunos o incluso varios estudios, de otros no los hay en igual medida. Un ejemplo significativo lo ofrece Francisco Caravaca, autor de una biografía muy exhaustiva sobre Pi y Margall y de otros trabajos en solitario o con Orts Ramos. Su propia obra dice bastante de este autor, pero apenas he hallado información complementaria que me permitiera conocer mejor su formación y su trayectoria. Al margen de este tipo de dificultades puntuales, la selección y las exclusiones han sido inevitables también por la gran cantidad de publicaciones relacionadas con algunas cuestiones y personajes.

Un problema distinto, consustancial a esta actividad, pero con mayores riesgos al reunir varias épocas de observación, es el del anacronismo al que conduce el presentismo, es decir, la atribución a agentes y a realidades del pasado de rasgos del presente. No hablo de un problema que puede darse o no, sino de un problema que, bajo mi prisma, siempre se da, pero puede hacerlo en mayor o menor medida. Aunque el pasado sea un campo de aprendizaje, no podemos adentrarnos en él desprendiéndonos totalmente de nuestros valores y de nuestros esquemas de percepción, por lo que lo alteramos necesariamente con ellos al tratar de aprehenderlo. Las sucesivas generaciones tienen siempre aspectos en común y otros que las diferencian, pero, si las que conviven no llegan a conocerse totalmente entre sí, a las que nos han precedido solo podemos aproximarnos de forma indirecta por los documentos y huellas que nos han dejado y por lo que cada una ha escrito sobre las anteriores. Tanto la importancia de las premisas con que nos enfrentamos a la realidad como el hecho de que no tenemos esa realidad del pasado ante nosotros, afectan inevitablemente con anacronismos de signos e intensidades distintos las percepciones de cualquier faceta de la historia. A modo de símil muy elemental relacionado las ficciones cinematográficas y televisivas, es posible observar cómo en entramados actuales ubicados en el pasado se introducen modismos o usos lingüísticos que en realidad han cobrado fuerza recientemente, o cómo determinadas prácticas cotidianas de los años cincuenta o sesenta, aún relativamente próximos, solo se pueden descubrir en ficciones realizadas durante esas décadas –incluso en las de tono más artificial– y nunca en ficciones actuales cuyo desarrollo se ubica en tales años.

Aunque no es un anacronismo de ese tipo, existe otro riesgo que también supone una especie de “desajuste cronológico”. La contemplación y la valoración de cualquier proceso o hecho del pasado se hacen a la luz de unos resultados que marcan de forma decisiva, con la ideología, los criterios establecidos sobre los actores individuales o colectivos, sin entrar a veces en muchas sutilezas. Se “juzga” directa o indirectamente a menudo a esos actores por “hechos consumados”, como si ellos conocieran exactamente lo que iba a pasar e incluso sus efectos a largo plazo, y no, a lo sumo y sin que ello deje de ser importante, en función de sus previsiones y de los factores que tuvieron en cuenta y de los que no tuvieron al obrar de una determinada forma.

En el caso del trabajo que yo ahora he realizado, el hecho de someter las distintas obras, pese a la variedad de "estilos", temas, escenarios y personajes, a unos criterios bastante similares de análisis, aunque prime unos u otros aspectos según el caso, me exigía tratar de no perder de vista las peculiaridades tanto del contexto de redacción de los autores como el de los contenidos de cada obra en cuestión. En todo momento, por ejemplo, debía tener presente la importancia crucial que desde 1931 tuvo la iniciativa de la reforma agraria y, por tanto, la tiene para entender muchos aspectos de ese periodo. Por un lado, que hoy la realidad social del mundo rural sea muy distinta y que el papel del sector agrario en la economía española haya variado sustancialmente no debía hacer que minusvalorara un ápice esta cuestión. Por otro, en relación con este mismo aspecto, que los distintos trabajos de los años treinta se refieran a periodos y a temas muy distintos no me debía apartar del interés en observar, dada la trascendencia del debate, el modo como la problemática de la propiedad de la tierra podía impregnar el tratamiento o la evitación de determinados aspectos del pasado y, a la vez, el modo en que ello encajaba verdaderamente con cada realidad y cada contexto contemplados.

En todo caso, por numerosas que puedan ser las precauciones y las cuestiones a tener en cuenta ante estas obras de época, es difícil precisar en cada enfoque seguido ante cada tema histórico la importancia exacta de cada factor motivador en el autor, las sutilezas y el grado con que el discurso vertebrado puede encubrir o deformar la realidad vislumbrada y la medida en que se plantea una defensa consciente de intereses del contexto vivido o se adoptan inercias a partir de ideologías establecidas.

 

- ¿Cómo ha sido ese proceso de documentación, estudio e investigación y metodología para la realización de este libro?

-En enlace con lo que te decía, en este trabajo hay mucha labor de biblioteca y poca de archivo y de hemeroteca. Para disponer de un primer repertorio de obras de esta época, contaba inicialmente con un trabajo de referencia que también me ha servido para hacer una pequeña aproximación bibliométrica inicial, relativa a la distribución de temas y periodos estudiados durante los años republicanos y, a modo de comparación, en los adyacentes anteriores y posteriores. Se trata del catálogo que, a modo de apéndice de una compilación anterior, publicó en 1946 Benito Sánchez Alonso sobre trabajos editados desde 1927 sobre historia de España e Hispanoamérica. Es un repertorio muy exhaustivo que incluye textos de las ideologías “proscritas”, sin duda por constituir una iniciativa dirigida a especialistas y de escasa potencial difusión, pero no figuran todos los títulos publicados y, además, mi interés también contemplaba obras que, sin ser solo o básicamente de historia, incorporaban en mayor o menor medida este tipo de contenidos. Por ello, mi labor de búsqueda se ha extendido a otros inventarios de la época y a catálogos ya recientes de diversas bibliotecas, a la vez que la lectura de unos títulos me ha llevado a otros.

Al margen del plan inicial, han actuado factores que a lo largo de la realización del trabajo han resultado decisivos en su reorientación. Por un lado, como algo común en esta tarea, a la vez que tuve que desechar algunas posibilidades, la lectura de determinados textos me hizo incluir epígrafes nuevos o desarrollarlos más de lo esperado. Por otra parte, la dimensión del trabajo me llevó, en un momento dado, a centrarme en una parte del proyecto y posponer el resto para una fase posterior, lo que implicó una reestructuración de los apartados y un reacomodo de contenidos. Esto explica también que, a lo largo de todo el texto, desde la introducción a las conclusiones, tenga en cuenta de forma general e introduzca puntualmente ideas procedentes de un universo de publicaciones mayor que el específicamente delimitado para este trabajo.

 

- ¿Piensas continuar con esta temática y esta línea de trabajo?

-Como te he indicado, este libro se corresponde con una parte sustancial del proyecto que concebí, pero quedan varios campos por desarrollar, por lo que mantengo la pretensión de seguir con el mismo. Mi interés es considerar otros medios y otros contenidos en el tratamiento de temas históricos en el mismo contexto –en tantos aspectos excepcional, tan revelador de arraigados problemas y de búsquedas de solución– de la segunda república.

 

 

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