La
Librería de El Sueño Igualitario
Cazarabet conversa con... Mikel Toral,
editor de “La calle es nuestra. La
transición en el País Vasco (1973-1982)” (autoedición)
Aquello
que nos cuentan los que están detrás de este libro:
Escribe Mikel Toral:
Siguiendo las inéditas fotos de Mikel Alonso y los precisos y depurados
textos del historiador Gaizka Fernández Soldevilla hacemos un rápido recorrido por la década (1973-1982) que
cambió radicalmente la historia de España y la de Euskadi. Y, sinceramente, creo
que para bien. Muchos de los que con más ahínco empujábamos en la calle
–combatividad, lo llamábamos–soñábamos con ir más lejos, con aquella ruptura
democrática. Nosotros también queríamos tomar el cielo por asalto.
Escribe Raúl López Romo sobre la transición:
“La Transición no fue sólo un escenario de recambio
institucional. Fue un proceso fundamentalmente político, sacudido por fuertes
dinámicas sociales y culturales. Hubo una transición de una dictadura a
una democracia, un paso de un ‘Caudillo por la gracia de Dios’ a una monarquía
parlamentaria y un salto de un régimen centralista a un Estado de las
autonomías. Pero hubo mucho más”.
Escribe Antonio Rivera:
Aquellos años intensos del tardofranquismo y la Transición nos
resultan extraordinariamente cercanos. Quizás porque fueron los años de nuestra
frenética, saludable y combativa juventud. Quizás porque entonces teníamos
sueños que no cabían en ninguna historia.
En todo caso, seguro, porque forman parte esencial de nuestras
biografías y memorias, y las tenemos por eso todavía presentes. Pero son
también hechos y procesos que, acumulativamente y al margen de nuestros deseos,
conforman la historia general de un país. Y esta segunda dimensión solo es
explicable con rigor, adustamente, con arreglo a la historia y no a la memoria,
ni al recuerdo fácil, ni a la convicción extendida.
Cada cosa en su sitio. Y, además, si han pasado cuarenta años de aquello es que
ya no somos unos niños, más necesitados de recuerdos amables que de explicaciones razonables. Pero, ¡qué noche la de aquel
día! Nunca desde entonces hemos tenido, de uno en uno y en colectivo, tantos
deseos y fuerzas para cambiarlo todo.
Interesante:
Cazarabet
conversa con Mikel Toral:
-¿Qué diferencias adviertes entre el período de transición en el País Vasco
y la que tiene lugar en el resto de España?
-En general, respecto a la lucha en la calle, no hay grandes diferencias
con los otros grandes núcleos de la lucha antifranquista: Cataluña, Madrid,
Asturias… Obviamente, la existencia de ETA marca la gran diferencia. Si
entramos en matices, el propio Gaizka [Fernández Soldevilla]
remarca en el libro la mayor influencia de la extrema izquierda, que le
disputaba el liderazgo al propio PCE, cuestión impensable en el resto de
España.
-Estudiáis e
investigáis el período de transición de 1973 a 1982. ¿Por qué os centráis en
este período de tiempo?
-En mi caso, reivindico el valor de la
lucha de masas para conseguir cambios democráticos. La democracia heredera del
78, de baja calidad para muchos, les debe un reconocimiento a los que
sacrificaron sus vidas por conquistarla. El libro “La calle es nuestra” es
nuestro pequeño homenaje a tanta gente anónima que contribuyó a acelerar el
final de la dictadura y a la restauración democrática. Las 135 fotografías de
Mikel Alonso así lo atestiguan. Otra cosa es lo que se haya hecho después con
ese punto de partida de cambio.
-¿Desde qué colectivos
ciudadanos se trabajó más hacia la democracia plena en el País Vasco?
-Salvo algunos sectores vinculados a la
doctrina social de la Iglesia, quien mantuvo la llama de la resistencia
democrática fue la clase obrera. Es innegable reconocer el liderazgo de las
organizaciones obreras, fundamentalmente CCOO, en la lucha por la democracia
plena. Su experiencia sirvió a otros colectivos, como el estudiantil, que dio
mucha visibilidad al descontento social que generaba la dictadura en su último
tramo. Pero quien ponía en jaque al sistema era una dura huelga general de la
construcción, por ejemplo, y no una de estudiantes. Aunque todo sumaba y abría
espacios para la democracia.
En el caso de Euskadi fue importante el
movimiento ciudadano, que aprovechando los resquicios legales del franquismo
sirvió para abrir un nuevo frente de lucha. Pero a mi modo de ver su mayor
contribución fue servir de escuela de participación democrática para mucha
gente de los barrios populares y, algo
que no se ha reconocido lo suficiente, su función de plataforma para la lucha
de liberación de la mujer. El mérito se lo ha llevado el movimiento feminista
clásico, y es justo, si hablamos de generar conciencia feminista y poner en la
agenda los derechos de la mujer. Pero el movimiento ciudadano empoderó a miles
de mujeres y les hizo tomar conciencia de su situación y papel en la sociedad.
-Políticamente
hablando ¿Cómo se fueron formando los grupos políticos en los años finales de
la dictadura y primeros pasos de la transición y de la democracia?
-Si pienso en primera persona, hubo
mucha ilusión, mucho esfuerzo, mucho sacrificio para una generación de jóvenes
que ni siquiera pudimos votar en las primeras elecciones democráticas del 77;
la mayoría de edad era a los 21. No pudimos votar pero participamos en la
construcción de las organizaciones democráticas que habían empujado al régimen
a poner las urnas de la democracia. Nosotros en esos momentos solo intuíamos
que estábamos viviendo un momento único, histórico. Y lo vivimos con pasión y
satisfacción. Fue un máster acelerado sobre la vida.
-Nos esforzamos en adaptar los
partidos a la realidad, pero la realidad nos pasó por encima. Si nos fijamos
bien, todos los partidos que fueron la vanguardia de la lucha antifranquista
desaparecen en pocos años, incluido el PCE…
-Parte de los males del actual sistema
de partidos se incuban en el periodo de la transición. En el ámbito de la
izquierda el paso de organizaciones clandestinas a estructuras legales se hace
en un tiempo record y el precio a pagar es la calidad democrática de esas
estructuras. Sí la clandestinidad podía “justificar” el centralismo democrático
(mucho centralismo y poca democracia) de las organizaciones de corte leninista
(la mayoría) la legalidad democrática lo invalidaba. Sin embargo, las inercias
leninistas pesaban demasiado. Los “aparatos” surgían con vocación de
perpetuarse.
La realidad fue que, pasada la euforia
de los primeros congresos en la legalidad, a pesar de que la vocación explicita
era que las ideas fluyesen de abajo hacia arriba y viceversa, las organizaciones se construyeron
de arriba abajo, y no necesariamente por
la maldad de sus dirigentes. Era inevitable, el eterno dilema entre efectividad
organizativa y participación
democrática. Todo ello unido a la tradicional querencia de la izquierda por la
fragmentación y el sectarismo. La película de La vida de Brian es una magnífica
crítica a esa tendencia general, que no es solo española, como puede verse.
Y claro, para que íbamos
a buscar la confluencia en un gran partido de izquierdas. Cada una de las
siglas de la extrema izquierda (PTE, ORT, LCR, MC…) se reclamaba el verdadero
partido de la clase obrera. Lo mismo pasaba en el ámbito sindical y, ya
puestos, en cualquiera de los incipientes movimientos sociales: feminismo,
ecologismo…
El PCE, que era el partido con mayor
implantación, hacia un llamamiento a que todos
se unieran en torno a él. Refiriéndose a los partidos a su izquierda ya dijo
despectivamente Carrillo: “Prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de
león”. Casi como hoy en día.
-Y
los ciudadanos, que a nivel personal querían participar en “derribar la
dictadura” y participar en la transición para conquista una “democracia plena”,
¿cómo lo pudieron hacer, cómo lo hacían? Me supongo que no debía de ser nada
fácil en aquellos días….
-Del 70 al 75 el régimen recrudece la
represión; son numerosos los estados de excepción y la represión es
generalizada. Por eso eran grandes las dificultades para unirse a la lucha
antifranquista.
A partir del año 75 la incorporación a
la lucha antifranquista fue vertiginosa, sobre todo entre los jóvenes. La
extensa sopa de letras de las organizaciones antifranquistas era muy activa en
la captación de militantes, aun en un ambiente todavía de extrema
clandestinidad. Las organizaciones sindicales habían pasado de un cerrado
hermetismo a una clara apertura. Los que querían participar sin encuadrarse
partidariamente tenían las múltiples opciones de los llamados organismos de
masas sectoriales: organizaciones estudiantiles, vecinales, culturales…
Eso no quiere decir que comprometerse en
la lucha antifranquista fuese una fiesta. Detenciones, encarcelamientos,
torturas, despidos, apaleamientos, heridos y hasta muertos eran el pan de cada
día. La represión era intensa y extensa, pero el régimen a finales del 75
estaba desbordado. En uno de los estados de excepción la represión fue tan
indiscriminada que tuvieron que habilitar la plaza de toros de Bilbao para
llevar a los detenidos; la comisaria de Indautxu
estaba saturada. En los barrios obreros se abrían las viviendas a cualquiera
que huía de una carga policial.
A finales del 76 y comienzos del 77 los
partidos, sobre todo el PCE, hacen una política de salida de la clandestinidad
para forzar su legalización. Esto facilita la adhesión de muchos ciudadanos a
los partidos antifranquistas. Se vislumbra la democracia y se le pierde el
respeto a la dictadura. Creo que Sartorius dijo
aquello de que “Franco murió en la cama, pero la dictadura se derrocó en la
calle”.
Por otra parte, las constantes
convocatorias de huelgas y luchas del 76 al 78 facilitan la participación al
menos puntual de una amplia base social.
-Porque en la calle, a nivel de acera, hormigón y adoquín, la cosa no
debía de estar nada, nada fácil… ¿Cómo era la calle y “el ambiente entre las
gentes”?
-Yo puedo hablar de mi experiencia en el
ecosistema de un barrio cien por cien obrero, como era
Otxarkoaga, en Bilbao. Allí la conciencia de clase
era muy alta, nuestros padres eran trabajadores de las grandes empresas
industriales de la época (Etxebarria, WB, la Naval,
Altos Hornos, la histórica fábrica de Bandas y muchos obreros de la
construcción y de pequeñas empresas). El ambiente era muy propicio al
compromiso político antifascista. Nuestros padres participaban activamente en
las luchas obreras y nuestras madres, amas de casa, se incorporaron activamente
al movimiento vecinal. La AFO (Asociación de Familias de Otxarkoaga)
fue junto con la Asociación de Familias de Rekalde una de las más activas en la
lucha ciudadana.
En pocos años el testigo de la
resistencia antifranquista pasa de manos de los sectores más progresistas de la
Iglesia (JOC, HOAC ) a los jóvenes partidos
revolucionarios como la ORT y el MC.
A finales del 75 el ambiente era de
efervescencia, había muchas ganas, la gente miraba con simpatía a los jóvenes
que hacían las pintadas, regaban las calles de panfletos, convocaban
interminables asambleas, charlas, semanas culturales…
En un barrio como Otxarkoaga,
donde existía una delegación de la Guardia de Franco, ocho casetas de
vigilantes de Falange y un cuartel de la guardia civil, el régimen había
perdido el control de la calle casi antes de morir el dictador.
-Es de
suponer que ya debía de respirarse cierto desasosiego, tal como ETA iba
incrementando su escalada represiva…
-En la Transición todavía se veía a ETA
como un aliado en la lucha antifranquista. Algunos no compartíamos sus métodos;
desde nuestra ideología nos parecía aventurerismo y ya lo caracterizábamos de
terrorismo, individualismo pequeño burgués frente a la lucha de masas,
etcétera. Es conocido el rechazo al atentado de Carrero por el PCE y la ORT,
mas por la obstrucción a las movilizaciones del Proceso 1001 que por la condena
del tiranicidio.
Dada la gran ferocidad con la que se
despidió el régimen fascista (fusilamientos, asesinatos indiscriminados...),
los atentados de ETA no se cuestionaba desde un punto de vista ético sino
táctico, y esta valoración estaba sentando las bases para la comprensión y la
legitimidad que buscaban para desencadenar su ofensiva sangrienta, precisamente
cuando comenzaba la democracia en España.
El debate en los organismos unitarios
era constante. Para nosotros, los atentados de ETA eran una intromisión en la
lucha de masas; para ellos, ETA marcaba el camino y se enfrentaba al régimen
con las armas apropiadas.
En cierta ocasión en un debate en la
Universidad de Deusto un conocido sacerdote franciscano, persona respetadísima
por su bondad y espíritu solidario, al enterarse de la desarticulación del
aparato de propaganda de nuestro partido, nos dijo condescendientemente que la
lucha pacífica a base de carteles, pintadas y panfletos no era eficaz para
enfrentarse al régimen; lo dicho, según ellos lo apropiado era responderles con
sus mismas armas. Así estaban las cosas.
En plena dictadura, mientras la
influencia solo se medía en la capacidad de movilización en la calle, la
izquierda radical pudo competir con la izquierda abertzale; era mucho más
fuerte que esta. Paradójicamente, cuando la democracia incorporó lo
institucional al terreno de juego, la influencia de ETA se multiplicó
exponencialmente. Cuanto más sangrienta era su actuación más influencia
institucional y social adquiría.
- ¿Creéis que las bases que tomaron la calle quedaron satisfechas con la
Constitución? ¿En qué punto, quizás, no hubo tanta satisfacción o incluso
decepción durante el proceso y en el proceso de transición?
-Obviamente la Constitución del 78 no
reflejó las propuestas de máximos de los que más empujaron en la calle. Nada de
extrañar porque los resultados de las urnas del 15 de junio del 77 ya nos
habían puesto en antecedentes: ningún diputado para la izquierda del PCE y una
veintena escasa para el propio PCE.
La Constitución del 78 es el paradigma
del llamado “consenso”. La calle había cumplido su papel; ahora era el turno de
los despachos. Y allí no estábamos nosotros. Y como dice [Antonio] Rivera en el
prólogo del libro, “no estábamos solos”, y PSOE, UCD, AP, CD, PNV… representaban
la voluntad electoral de millones de españoles, aunque no hubieran dado la cara
para derribar a la dictadura.
Para la extrema izquierda la
Constitución fue una decepción y en esa medida pidieron el voto negativo. Casi
todos, salvo la ORT, en un incomprendido ejercicio de responsabilidad, que
pidió un sí a la Constitución para seguir avanzando en la construcción de una
democracia que nacía frágil y amenazada, como se comprobó en el 23-F. Visto en
perspectiva creo que fue una decisión acertada.
-Factores como
la Central Nuclear de Lemóniz o el euskera, ¿qué
papel “jugaron” en esto del proceso de transición?
-El libro de Raúl López Romo, “Euskadi
en duelo. La central nuclear de Lemóniz como símbolo
de la transición vasca”, explica con claridad el papel de la lucha contra el
intento de construir esa central nuclear y el papel
usurpador de ETA, intentando subordinar a un amplio movimiento de masas a su
estrategia terrorista. En el prólogo del libro se hace esa pregunta a los que
defendieron que gracias a ETA se paralizó Lemóniz:
“¿Fue licito, ético, sustituir la palabra y la acción democrática para imponer
a la sociedad una decisión con la única fuerza de su capacidad de destrucción y
la muerte de cinco personas?”.
El euskera en la transición vasca juega
un papel esencial en la construcción del imaginario simbólico del nacionalismo.
La defensa del euskera como la lengua propia, la “auténtica”, de los vascos,
sienta las bases del constructor identitario en torno
al cual se iba a construir en democracia el sistema educativo, el cultural y de
empleo público de la Comunidad Autónoma Vasca. Dada su evidente persecución
anterior, toda la oposición antifranquista asumió una cerrada defensa para su
recuperación. Todo lo euskérico se revestía de un
halo de prestigio y legitimidad incuestionable, llevando el tema a extremos
absurdos. Era más guay llamarse Andoni que Antonio, acababa una manifestación y
cantábamos el Eusko Gudariak
[himno del “Soldado Vasco”] sin entender su significado, etcétera. Creo que no
supimos defender la pluralidad cultural del País Vasco, pecamos de ingenuidad y
actuamos acomplejados hasta tal punto que la justa reivindicación de los euskaldunes al derecho a estudiar en su lengua materna se
la negamos luego a nuestros hijos en democracia a estudiar en lo que quisieran.
-El Estatuto
de Gernika, me imagino y supongo, marcó un antes y un después
-“Libertad, amnistía y estatuto de
autonomía” eran las consignas centrales y ampliamente respaldadas de la
Transición. Para la gran mayoría de nosotros el Estatuto era la consecuencia
lógica de la restauración de la democracia, aunque creo que en aquellos
momentos el Estatuto no era una prioridad de la izquierda.
Obviamente los nacionalistas moderados
lo tenían más claro que nadie: el Estatuto de Gernika sentaba las bases de sus
aspiraciones… y de su poder posterior. Para los no nacionalistas era el
compromiso, el punto de encuentro intermedio entre la independencia de los más
radicales y el Estado centralista del franquismo.
Después, todos, nacionalistas y no,
comprobamos en la práctica que era un buen instrumento para el desarrollo de
País. Atrás iban quedando la cuestión Navarra y otras.
-No podemos,
creo, hablar de qué asesinatos fueron o “sentaron más precedente” en los tiempos
de la transición, pero siempre ha habido asesinatos, atentados, secuestros y
extorsiones que “han marcado”, por lo que sea, más que otros. ¿Por qué?, ¿qué
nos puedes comentar?
-A mi modo de ver, aunque no sea justo,
porque todos los crímenes políticos debieran habernos interpelado por igual, sí
hubo sucesos sangrientos que marcaron más que otros el devenir de la historia.
En el libro “La calle es nuestra” el texto de Gaizka
Fernández Soldevilla recoge los más significativos:
el atentado de Carrero, los fusilamientos de Txiki y Otaegi y los tres del FRAP, los asesinatos del 3 de marzo
en Vitoria, la matanza de Atocha, el asesinato del periodista Portell, el de Arregi torturado,
el del ingeniero Ryan, etcétera.
El atentado de Carrero altera los planes
de recomposición del régimen, aunque desde mi punto de vista sus consecuencias
sobre la Transición están sobrevaloradas.
Los fusilamientos de 27 de
setiembre del 75 es uno de los grandes errores del régimen: su crueldad pone en
evidencia su catadura fascista a nivel interno e internacional. En Euskadi los
apoyos a la dictadura descienden al mínimo imaginable.
El asesinato del 3 de marzo en Vitoria
no solo genera la mayor huelga general de la historia vasca, sino que acelera
la unificación de las dos plataformas antifranquistas hasta dar lugar a la
popularmente conocida como “Platajunta”.
Y, por supuesto, ya es historia, la
matanza de Atocha, que supone una gran demostración de fuerza de la oposición
democrática y es determinante para la legalización del PCE y para constatar –lo
hace Suárez- que no se podía hacer una transición a una democracia limitada
como había pretendido Arias Navarro.
El asesinato de Portell
supone la primera manifestación contra ETA, aunque tardarían muchos años para
que fuesen masivas.
La muerte por torturas del militante de
ETA Joxe Arregi da oxígeno
y legitimidad para una década a la organización terrorista.
Todos estos sucesos sangrientos no solo
marcaron sino que durante mucho tiempo dieron lugar a consecuencias políticas
de gran alcance.
- ¿Cómo se
vivió el golpe de Estado, el 23-F, en Euskadi?
-La tarde de invierno del 23-F del 81
heló la vida ciudadana, la gente se refugió en sus casas, las calles quedaron
desiertas, el recuerdo aun cercano de la crueldad de la dictadura representada
por sus brazos armados más temidos, el ejército y la guardia civil, atemorizó a
ciudadanos y representantes. Inmovilizó el País Vasco. Supongo que en una
situación similar a la española.
La tímida alegría de una democracia recién
conquistada se venía abajo. El miedo era generalizado. Y como mucho,
recurriendo a los tics de la clandestinidad recién abandonada, destruimos
pruebas de nuestro pasado antifascista -¡santa ingenuidad!- y los más fichados
durmieron fuera de casa.
En mi caso, y no parece que fue muy
generalizado, montamos reuniones de coordinación con veteranos militantes, en
muchos casos ya retirados, para ver qué respuesta dar si triunfaba el golpe de
Estado.
- ¿Y las
elecciones generales del 82 en las que el socialismo se hacía con la mayoría
absoluta para gobernar?
-Algunos no nos dejamos seducir por el
voto útil. Sin embargo, celebramos con alegría la llegada de un gobierno de
izquierdas. Para algunos de los que veníamos de la lucha antifranquista desde
una década antes (1973-1982), comenzó el tiempo de regresar a la “vida civil” y
como mucho seguir participando en organizaciones sociales. La política tan
domestica de los partidos “burgueses” no nos atraía demasiado, nos iba más la
épica revolucionaria. Pero ya había pasado nuestro tiempo…
21892
La calle es nuestra.
La transición en el País Vasco (1973-1982). Mikel Toral (ed.). Textos de Gaizka
Fernández Soldevilla. Fotos del archivo de Mikel
Alonso. Colaboran Antonio Rivera y Santiago Burutxaga
242 páginas
20,00 euros
Mikel Toral
Se denomina Transición al
proceso que llevó a España de la dictadura franquista a conformar una democracia
parlamentaria homologable con las del resto de Europa occidental. Se la ha
considerado una de las mejores etapas de nuestra historia reciente tanto por su
carácter relativamente pacífico como por haberse sustentado en grandes
consensos entre quienes hasta poco antes se habían considerado enemigos, las
fuerzas políticas provenientes del régimen y del antifranquismo,
que luego la población ratificó en las urnas de forma masiva. Incluso se ha
llegado a plantear que se trataba de un patrón exportable a otras latitudes
(por ejemplo, América Latina y Europa del Este, tras la caída de la URSS).
Esta visión casi idílica, la de una inmaculada Transición, lleva cierto tiempo
siendo cuestionada desde algunos ámbitos intelectuales y políticos. Un buen
ejemplo es la corriente historiográfica que defiende que los auténticos
artífices de la democratización fueron los movimientos sociales, especialmente
el obrero, los cuales habrían impedido con sus protestas la perpetuación de la
dictadura. No obstante, la traición y las falsas promesas de los partidos de
izquierdas y el temor provocado por los “poderes fácticos” (Ejército y FCSE)
habrían provocado la desmovilización de los de “abajo”, impidiendo la ruptura
total con el pasado. Desde esa perspectiva, la Transición habría derivado en
una simple reforma institucional cimentada en los pactos en la sombra entre las
nuevas y las viejas élites, que se repartieron el poder y los privilegios.
Nunca se habrían tenido en cuenta los deseos revolucionarios de la población.
Planteamientos similares de rechazo no solo al procedimiento empleado sino
también a sus resultados, es decir, a la actual democracia, pueden detectarse
en el discurso de algunas formaciones políticas.
Tanto la idealización como la demonización de la Transición responden a una
visión parcial, cuando no militante, de la historia, pues ponen el acento en un
elemento concreto, ignorando el cuadro general. No es que haya que buscar un
punto intermedio entre ambas interpretaciones, pero sí es necesario huir de
simplificaciones y asumir que la Transición fue un período convulso, complejo,
cuando no contradictorio, y con un alto grado de improvisación. En el proceso
entraron en juego muy diferentes actores, tanto desde “arriba” como desde
“abajo”, que tenían intereses contrapuestos y que acabaron cediendo en una
parte de sus pretensiones, aunque algunos se negaron en redondo. Además, la
correlación de fuerzas no fue estable, sino que se modificó con el paso del
tiempo. El protagonismo del cambio fue compartido por algunas personalidades,
los partidos, los movimientos sociales, los sindicatos, las patronales, la
Iglesia, las FCSE, el Ejército, etc. En el País Vasco hay que añadir variables
como la extrema izquierda, la pujanza del nacionalismo o, en otro plano, el
terrorismo de ETA, que provocó otro de respuesta, así como numerosos excesos
policiales. Ahora bien, el papel principal del proceso de democratización
correspondió siempre a la ciudadanía, que lo ejerció tanto en la calle, que
volvió a ser suya, como en las sucesivas citas con las urnas a las que fue
convocada.
Este libro tiene un doble objetivo. Por un lado, subraya la contribución a la
democracia de los hombres y mujeres anónimos que participaron en los
movimientos sociales, las movilizaciones, los sindicatos, los partidos
políticos, etc. Es decir, se procura rescatar la historia de quienes
aprendieron y defendieron la democracia practicándola, al ejercer de ciudadanos
en el más amplio sentido de la palabra. Por otra parte, se pretende hacer una
contribución desde el País Vasco al debate abierto acerca del alcance y los
límites de la Transición. Los autores lo hacemos, además, combinando el
lenguaje de la fotografía y el de la narración histórica, el orden cronológico
y el temático, para dar una imagen multifacética de los principales hitos que
jalonaron la Transición en Euskadi.
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