Cazarabet conversa con... Alberto R. Torices, autor de “Como un perro en la tumba de un
cruzado” (Trea)
Un libro espléndido y muy entretenido
desde la narrativa de Alberto R Torices en la
colección de narrativa de Editorial Trea.
La historia puede leerse como lo que
es, una especie de fábula…
Lo que nos cuenta la editorial del
libro:
El protagonista de esta fábula, un
joven consentido e irresponsable, ve de pronto interrumpida su vida banal por
un accidente igual-mente absurdo, casi buscado. El despertar le hace
sabedor de todo lo que arrolló en su inconsciencia, un abanico de pérdidas
entre las que se cuenta un amor que no quería llamarse así y un rutilante
aspecto físico arruinado para siempre. También le esperan a los pies de la cama
una muleta y la vieja disyuntiva, por supuesto falsa: aceptar las cosas como
son o evadirse, hasta donde la realidad se lo permita y más allá, pues para eso
está la «locura», es decir, la fantasía y las plásticas palabras, siempre
dispuestas a contarnos el mundo como más nos guste, a dotarnos de una identidad
a la medida de nuestro delirio y a fraguar la realidad paralela en la que nos
apetezca vivir, sin más límites que los de nuestra imaginación y aquellos otros
que establezcan nuestros escrúpulos morales, en caso de tenerlos.
Del mismo modo que Alonso Quijano se desentendió de su aburrida identidad para
adoptar otra mucho más seductora y memorable, e igual que Juan María Brausen concluyó su huida de la realidad en un lugar donde
nunca nadie le detendría (la «mítica» Santa María que él mismo se inventa para
desaparecer), el autodenominado Dáimôn H. Eliot arma
su nueva personalidad juntando despojos y elige su lugar y una nueva
manera de vivir, además del poder omnímodo que le otorgan su soberana imaginación
y un lenguaje que empuña y blande con insolencia.
Como un perro en
la tumba de un cruzado puede ser
vista como una parábola sobre la pérdida de la cordura y/o la fascinación que
ejerce el poder, es decir, el poder de hacer el mal, pero también como un
ejercicio de inmersión en las profundidades no visitadas donde se forma y
deforma nuestro carácter y, si el viejo adagio está en lo cierto, también
nuestro destino.
El autor, Alberto R Torices:
Este autor ha publicado los libros de
cuentos Yo, el monstruo (2002), Los sueños apócrifos (2009) y Trata de
olvidarlas (Trea, 2017), y las novelas cortas Piel
todavía muy blanca (Premio Tierras de León, 2004) y Sacrificio (Premio
Fundación MonteLeón, 2015).
Ha recibido asimismo el Premio de Narración Breve UNED (2009) y el Premio de
Relatos La Puerta de Tannhäuser (2017), entre otros.
Fue miembro del equipo editor de las revistas Otras Voces y The
Children’s Book of American
Birds. Reside en Valdefresno
(León) y se dedica a tareas de preimpresión y diseño
editorial.
Alberto R. Torices
Literatura & Maquetación
http://albertortorices.com/
https://www.facebook.com/alberto.literaturaymaquetacion/
Cazarabet conversa con Alberto R. Torices:
-Amigo, ¿nos
puedes explicar el por qué de esta reflexión que toma forma de libro porque
aunque sea novela de ficción me parece, ante todo una reflexión?
-Quizá sí, una novela sea
antes que nada una manera de reflexionar, o un intento de hacerlo… Pero no
tengo claro cuál puede ser esa reflexión, en este caso. «El narrador quiere
saber, y por eso narra», escribió Belén Gopegui. Sí,
de acuerdo, pero después de haber narrado, ¿qué sabe el narrador, qué ha
descubierto? Probablemente poca cosa, y por eso sigue narrando.
Uno escribe, se supone, por que siente
la necesidad de comunicar o por lo menos de ‘exteriorizar’ algo, ¿verdad…?
Pongamos que sí. La mayor parte de las veces, por no decir todas, lo que uno
quiere comunicar no es una idea sofisticada, redonda y completa, brillante y
original, etcétera; en realidad, no suele ser más que una duda, una queja, un
malestar, un estado de confusión… Un puro no saber, en definitiva, o un puro
querer saber. La comunicación, por otra parte, no siempre se produce, porque
para que esta sea posible (recordemos las viejas lecciones de Lengua) ha de
haber un emisor y un receptor, además de un mensaje y un código compartido, y
con frecuencia, o casi siempre, falta alguno de estos elementos. Por si fuera
poco, cuando sí se produce, cuando ya están todos los ingredientes, el emisor
no sabe que la comunicación se ha producido, porque normalmente el escritor
desconoce al lector, es decir, desconoce ‘la lectura’ de su obra. A lo que se
añade el hecho casi trágico, casi cómico, de que a menudo, cuando se produce la
comunicación, si se produce, el escritor ya está en otra parte, se ha
distanciado tanto del lugar de la emisión como del propio mensaje, y quizá ya
no puede sostener aquella idea que quería comunicar, o ya no tiene aquella
duda, no siente aquel malestar, aquella confusión… No la siente o no le
importa, la gestiona de otra manera. Pasa lo mismo que con las estrellas: vemos
en el cielo puntos luminosos que ya no existen, que se apagaron hace mucho
tiempo. Lo mismo, tal vez, que esas sondas que enviamos al espacio exterior,
quizá cuando alguien las reciba ya no exista nuestra especie. Para mí, como
autor, este desfase es cada vez mayor: cada vez pasa más tiempo entre el
momento en el que escribo algo y el momento en el que se publica y alguien, a
lo mejor, lo lee. O quizá este desfase sea lo de menos, quizá en el fondo se
trate simplemente de aquello de Borges de que «nada es comunicable por el arte
de la escritura». Y sin embargo, lo seguimos intentando, no sin cierto
patetismo y cierta desesperación. ¿Por qué? ¿Por qué nos empeñamos en una forma
de comunicación tan incierta y azarosa, tan imprevisible y a menudo frustrante?
Queremos creer que la escritura ofrece una posibilidad de expresar lo más
íntimo e inasible, lo más desconocido e inquietante, lo inexpresable y, al fin
y al cabo, lo más importante, lo que nos mueve o nos paraliza, lo que nos
entusiasma, asusta, admira, oprime… y no sabemos qué es, o sí sabemos, sí
intuimos, pero no podemos gobernar. Se trata de la remota posibilidad de
comunicar lo incomunicable, una comunicación verbal en la que, paradójicamente,
busca su cauce lo que es imposible expresar con palabras… No se trataría, pues,
de mera reflexión, de pensamiento puro, sino más bien de esa mezcla tan humana,
tan nuestra, de pensamiento y emoción y memoria y fantasía y quién sabe qué,
todo ello (llamémoslo Incertidumbre, para abreviar) ensartado en nuestra
experiencia: nuestra historia, nuestra educación, nuestras vivencias de seres
humanos únicos, nuestras efímeras vidas que nunca, jamás, se repetirán; algo,
en fin, que parte de uno, que nos atraviesa, pero que desborda las manos y el
escritorio, la vida del propio escritor, y que este intenta volcar y ordenar en
su manuscrito, para entenderse y calmarse, y para llegar al otro, si no es
mucho pedir, para religarse a los demás, al mundo y a sí mismo. A este intento
(la escritura como tentativa de gestionar y calmar un malestar, como afán de
transmitirlo, como incomprensible petición de ayuda, como anhelo de plenitud) creo que responde mi novela y toda mi
escritura. Toda la literatura, añadiría. De otro modo, no se entendería que
sigamos leyendo a hombres y mujeres que murieron hace decenas, cientos o miles
de años, es decir, que sigamos comunicándonos con ellos, a pesar de todo,
recibiendo su mensaje y confortándonos con él…
-Sometes a catarsis a todos los personajes,
pero, a la vez, a la trama situacional que rodea una sociedad, ¿lo ves así?
-Quizá sí, todos mis
personajes están buscando o esperando algo que cambie sus vidas; buscan o
esperan la iluminación, la redención, de maneras muy personales, por supuesto,
a menudo de formas muy perversas o retorcidas, tal vez contraproducentes.
Buscan, en definitiva, la salvación, salvar sus vidas, incluso o sobre todo
cuando se empeñan destruirla: hasta en los comportamientos autodestructivos
hay, me parece, un intento desesperado de salvarse, de recuperarse. La lujuria,
la codicia, la ira, la gula… todos los pecados capitales son —podemos verlo
así— intentos, aunque perversos —per-vertidos— e infructuosos, de alcanzar esa
catarsis, esa iluminación y, en última instancia, la salvación de la propia
vida, tan fugaz, tan vulnerable e insuficiente.
-Tantos personajes,
¿es una historia coral o más una historia dentro de otras historias---todo muy
humano---como una muñeca rusa?
-Me agrada que esta
novela pueda ser vista así, como una novela coral o como una sucesión de
historias dentro de otras historias, aunque dudo que mis capacidades como autor
den para tanto. Pero se puede pensar que la capacidad de orquestar varias
líneas argumentales, varias subtramas, y poner en
movimiento a numerosos personajes, es un indicador válido, entre otros, de las
capacidades narrativas de un autor. En este sentido Dos Pasos, con Manhattan Transfer, o Cela, con La colmena, serían —para mí lo son—
ejemplos de maestría consumada. Sé que yo estoy en otra división, por supuesto,
pero me gusta y me importa mucho incorporar a mis novelas esta diversidad de
voces e historias, de figuras que se entrecruzan, que chocan, se atraen y se
repelen, y alteran mutuamente sus trayectorias. Por lo demás, el elenco de
personajes secundarios me parece vital en cualquier historia, una buena galería
de secundarios da la base de lo que sucede en primer plano; da solidez y
profundidad, riqueza de matices, diversidad, verosimilitud…
-¿Te ha costado mucho el manejo y retrato de
ellos y ellas?
-Cuesta mucho todo,
permítame que lo diga, pero esta es uno de las partes más gratas y
estimulantes. Los personajes van apareciendo y perfilándose a medida que uno
escribe y la historia toma cuerpo, o así sucede en mi caso. O no, quizá más
bien suceda que la historia toma cuerpo a medida que lo adquieren los personajes;
cuerpo y detalles, perfiles nítidos, psicologías particulares… En todo caso, es
algo que se va dando a lo largo de la escritura, con las horas, los días, los
meses. Yo en alguna ocasión he intentado hacer un retrato previo de los
personajes, configurarlos detalladamente antes de empezar a escribir una
novela. No es un trabajo inútil, desde luego, pero sí es, hasta que la novela
se pone en marcha, algo un tanto artificioso; es en el cauce de la trama, en la
acción, en la confrontación y, en definitiva, en el fluir real de la novela,
donde los personajes adquieren su personalidad y su vida propias. Es la parte
más gratificante de la escritura, cuando ves —cuando sientes— que tus criaturas
cobran vida y reclaman lo suyo. En realidad, mucho más costoso e ingrato es ese
otro proceso posterior de corregir y corregir y corregir la propia prosa, tan
limitada, tan torpe, tan…
-¿Cuál te ha costado más de manejar…me da que
a los escritores hay personajes como que están a punto de “tomar su propia
iniciativa”…?
-Inevitablemente, tengo
que señalar al protagonista, Manuel/Dáimôn: una
criatura dual, contradictoria y compleja, incompleta, desconocida para sí mismo
y para mí también, en pleno proceso de crisis y transformación hacia algo que
ni él ni yo sabemos. Es un personaje que sale de la oscuridad para entrar en
otra oscuridad mayor. A Dáimôn le mueven anhelos de
futuro y traumas del pasado, esperanzas y resentimientos, emociones intensas y
turbias, fantasías delirantes. Es, además, un personaje con capacidad para trastocar
todo lo que le rodea, para convertir (tanto en la vida «real» como en el
escenario de su fantasía) el mundo entero en un telón de fondo, en el escenario
de su vida protagonista; es capaz, porque tiene fantasía suficiente para ello,
de hacer que todo gire a su alrededor y perturbarlo, corromperlo y destruirlo.
Aunque si nos paramos a pensarlo, quizá eso mismo lo hacemos todos: convertir
el mundo entero, con sus innumerables criaturas y toda su extensión infinita,
en simple y desatendido telón de fondo de nuestras vidas, del protagonista que
es uno.
-Buscar la sintonía entre el momento en que
sitúas la novela, los personajes y la trama de tramas….¿cómo
lo has llevado?
-Hay una relativa complejidad en la organización
del ‘todo’. Subrayo lo de ‘relativa’ porque tampoco es algo que a mí me quite
el sueño, no es mi máxima preocupación, cuando escribo. Mi atención se va ella
sola al desarrollo de las escenas y a bucear en los conflictos de y entre los
personajes. A medida que la novela adquiere cuerpo, volumen, peso… me hago más
consciente, es verdad, de la necesidad de sincronizar y coordinar tiempos,
espacios, ritmos, y evitar posibles desajustes, contradicciones entre lo dicho
y lo dicho allá, burdas incoherencias prácticas. Un error de bulto, un pequeño
error, puede hacer que todo el edificio se desmorone por falta de credibilidad;
hay que cuidar estas cosas, claro, y no siempre es fácil estar atento por igual
al detalle y al conjunto. Hay que hacer muchos viajes de ida y vuelta, examinar
el detalle y distanciarse, acercarse de nuevo, volver a distanciarse para verlo
todo en perspectiva… Esta distancia la da el tiempo, pero también es esencial
la lectura de terceros, antes de publicar: el probador de venenos, figura
imprescindible, que ve inmediata y claramente muchas cosas que el autor es
incapaz de ver, y que debe ser despiadadamente sincero.
-La frustración, y la hipocresía, ¿qué lugar
ocupan en la narrativa?
-En mi narrativa, me
parece, ocupan lugares centrales, particularmente la frustración… Tengo que
decir que no me gusta, la verdad, «analizar» mi escritura, o no me gusta lo que
encuentro cuando la analizo. Pero sí: frustración e hipocresía hay bastante…
-Poder, dominación…y autodestrucción son otros
componentes de este “cóctel narrativo?
-Sí, podría ser una forma
de resumir mi historia. También una forma de resumir la historia de la
humanidad, ¿no…? Recuerdo haber estudiado teorías que señalaban paralelismos
entre la evolución de un individuo, u ontogénesis, y la de la especie a la que
pertenece, o filogénesis: cada individuo resume, en su corta vida, el
desarrollo de toda su línea evolutiva a lo largo de miles o millones de años.
Asimismo, quizá cada una de las pequeñas historias que nos contamos sea un
breve resumen de la historia de nuestra especie, la de la aparición y
desarrollo y desaparición del homo sapiens. Una historia admirable, terrible,
emocionante, frustrante, llena de paradojas, de esperanza y de fracasos.
-Volvamos
con el protagonista que después del accidente quiere adoptar otra identidad,
aunque, no sé, me da que por dentro es como “más de los mismo”…egoísmo, creerse
intocable…por encima del bien y del mal…
-Es duro, amargo, quizá
terrible, esto que voy a decir, pero a mí me parece que las personas no
cambiamos nunca, en lo esencial. Degeneramos, nos estropeamos como resultado de
la experiencia, del paso del tiempo y del roce con las cosas y con los demás,
pero en el fondo, no cambiamos. Lo que le pasa a nuestra piel, a nuestro hígado
o a nuestras neuronas, le pasa al conjunto de nuestra persona, a nuestro
carácter, a nuestra mente, a nuestra alma, si queremos decirlo así. Nos
arrugamos, perdemos eficiencia y belleza, acumulamos insuficiencias, hasta que
se produce el colapso final. No cambiamos, en suma, yo creo que porque nos
resistimos a cambiar, porque no estamos dispuestos a hacer el esfuerzo y el
sacrificio enormes que implica cambiar; pero como seres paradójicos,
ambivalentes, contradictorios e hipócritas que somos, necesitamos hacernos la
ilusión de que cambiamos, de que podemos cambiar, que vamos a cambiar, esta vez
sí, o mañana, la semana o el año que viene, cuando nos curemos de una
enfermedad, cuando tengamos lo que nos falta… Al final, nos las apañamos
siempre para auto engañarnos, para seguir igual después de todo: después de
estudiar, de viajar, de triunfar y fracasar, de amar y ser amados, después de
sufrir y perder, después de envilecernos de mil maneras, de envejecer hasta
convertirnos en una vaga sombra de nosotros mismos… Después de todo, nada
cambia. Nothing’s gonna change my world… Mi personaje
no es una excepción a esta tragipatética norma.
-Quizás me equivoque en las percepciones ,pero
no sé la lectura me recuerda a Narciso---el de la mitología griega y el del
engreimiento--…la importancia, en nuestra educación de “lo clásico” está más
presente y es más importante de lo que nos imaginamos, ¿verdad?....
-Quiero creer que los
clásicos están en mi vida y en mi obra, sí, los que conozco y los que no, los
que he leído y los que todavía no. En el fondo es inevitable: la influencia de
los clásicos se da a todos los niveles, transversal y permanentemente; aunque
no sepas nada de la Grecia antigua, ni de Roma, ni de la vieja Mesopotamia, su
legado te afecta y te configura. Mi personaje es narcisista, por supuesto,
quizá no en una medida mucho mayor que cualquiera de nosotros, pero sí de una
manera claramente enfática, histriónica y gestual. Su narcisismo es
decididamente teatral y no carece de una saludable dosis de ironía, es decir,
de distanciamiento y conciencia de sí mismo.
-También veo
y reconozco “cierta influencia” de Oscar Wilde….me vino enseguida a
la mente El retrato de Dorian Gray…no sé,
¿qué nos puedes reflexionar?
-El retrato… es ya una lectura algo lejana para mí, pero
podría haber influido en esta novela, sí, todo lo que uno lee se queda ahí,
para siempre, y hace su trabajo, irradia su poder a veces muy calladamente. Dorian y Dáimôn son rebeldes
románticos, juveniles e inmaduros, si se quiere, pero lúcidos ante las trampas
y servidumbres que conlleva el paso del tiempo, las que nos acaban atrapando a
todos los adultos. Sus estrategias son insostenibles, infantiles e
infructuosas; pero por un tiempo, al menos, resisten, se rebelan. Todo adulto
es un joven finalmente doblegado y sometido al yugo de la razón práctica, si
puedo decirlo así. Horarios e hipotecas, jefes cabrones y clientes que siempre
tienen la razón, políticos y banqueros y demás chusma sin entrañas… Dorian y Dáimôn se rebelan a todo
eso mientras pueden, todos lo hemos hecho mientras hemos podido, hasta que se
acaba la fiesta, que para muchos dura muy poco o nada.
-Los personajes, todas y todos, buscan
salvarse desde cualquiera de las perspectivas….y esa salvación empieza por
justificar su conducta, como justificarse constantemente, ¿qué nos puedes explicar?
-Todos nos justificamos,
lo hacemos constantemente, patéticamente. Nadie tiene la valentía y la humildad
que hacen falta para admitir un error y pedir perdón, mucho menos la que haría
falta para reparar el daño, para adoptar las medidas que impidan que lo
volvamos a hacer. Si hablamos de «errores» que afectan a toda una vida, propia
o ajena, de errores que implican la ruina o el desperdicio de años o vidas
enteras, es sencillamente inconcebible que nadie lo admita. Quizá sea
«humanamente imposible» asumir una carga tan grande. Lo que hacen mis
personajes y, en mi opinión, lo que hacemos todos, es elaborar un relato que
explique, justifique y dé sentido a sus decisiones, a sus actos, al curso
entero de sus vidas, por erráticas, injustificables o imperdonables que sean.
En ese relato podemos vernos como héroes o como víctimas, pero nunca como
villanos, nunca admitiremos que somos responsables de nada que no podamos
justificar.
-El egocéntrico personaje central parece un
ser humano con muchas camisas y capítulo a capítulo se va despojando de ellas,
verdad…
-Sí, podría verse así, a
mí también me gustaría verlo así: la historia que cuento, el propio acto de
contar, y la entera Literatura Universal de cabo a rabo, como un largo, lento y
costoso proceso de despojamiento, de desprendimiento de las capas y máscaras
con las que engañamos y nos engañamos. Me gustaría mucho creer que es así, pero
a menudo creo justamente todo lo contrario: que esta historia y el propio acto
de contar y toda la Historia Universal de la Literatura, así, con sus pomposas
y ridículas mayúsculas, son un largo e inacabable empeño por ocultarnos, por
seguir engañando y engañándonos.
-Antes
hablaba de frustración y donde hay frustración suele haber tristeza…..el
personaje que “busca” la compañía de Agnes… será lo
que será, pero levanta e invita a un tipo de compasión que viene del asco, pero
que ahí está…
-Me agrada que usted lo
haya percibido así, me agrada y me sobrecoge: una compasión que viene del asco.
Pero sí, viene de ahí. O se mantiene, perdura después de haber pasado por ahí.
Hay un pasaje de la novela en la que el narrador rinde tributo a Agnes, esa mujer que aún ama a los hombres, cuando en los
hombres no queda nada o casi nada amable, nada que se pueda amar. Humillada y
explotada por Makar, por Dáimôn
y por muchos más, aún conserva en su devastado interior un poco de calor, de
pureza, de piedad; si estuviera en su mano, aún salvaría a los hombres, si es
que a los hombres se les pudiera salvar. Es un personaje por el que siento
debilidad, merecería una novela entera, ser protagonista de su propia historia,
y en esto también nos retrata, como gran mujer que la historia deja a la sombra
de hombres mucho más pequeños.
-La calma, aunque parezca mentira por la
velocidad de las primeras páginas, adopta un cuerpo inquebrantable en esta
novela…¿o me lo parece a mí?
-He percibido en mi
escritura una progresiva tendencia a la ralentización que a mí mismo me
exaspera, a veces. Quiero avanzar, quiero ir más rápido, terminar una escena y
pasar a la siguiente, pero el momento en el que estoy me atrapa y me retiene,
me exige demora, detalles, profundizar más… A menudo siento,
al escribir, que en lugar de progresar, me hundo, siento mi propia escritura
como arenas movedizas que me atrapan y me tragan, perdón por el patetismo… Mi
relación con la escritura es, en fin, un tanto agónica, en esto y en todo. Pero
además creo que se ha apoderado de mí una especie de obsesión naturalista por
los pormenores, los gestos, todo eso que la pura acción pasa por alto: de qué
color son unas cortinas, a qué huele una habitación, cómo suenan unos pasos o
la forma que adoptan los dedos al sostener un vaso (un vaso de qué tipo, lleno
de qué…). Esta obsesión, librada a su tendencia natural, me impediría acabar de
contar una historia, o la alargaría cientos, miles de páginas… Me veo obligado
por ello a dar grandes saltos, ya ve usted que el uso de la elipsis es
constante en esta novela: no es una decisión estilística, créame; es el
salvavidas, la cuerda que me saca del pozo en el que acaba convirtiéndose cada
página…
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