La
Librería de El Sueño Igualitario
Un libro de Pau Casanellas desde La Catarata, Editorial que analiza al franquismo
ante la práctica armada 1968-1977.
Cuando la dictadura languidece en la cama, muriendo y apretando el
gatillo.
Franco murió en la cama y hasta el último momento aplicó el escarmiento
y la muerte, la pena de muerte. Esto es un hecho. El dictador murió y con él la
dictadura tal como la había concebido y, de algún modo, con el murió, también
la muerte o el asesinato de Estado. En este libro, de La Catarata Editorial,
nos acercamos a cómo la dictadura, con Franco evidentemente, se fue muriendo,
pero matando muy a su manera…Pau Casanellas, el
autor, nos acerca a ello de manera muy explícita, sin irse por las ramas y de
manera clara para que lo podamos entender. Un libro, como todo lo que hace La
Catarata, de compromiso con aquello que de verdad pasó y pasa.
Lo que nos aporta la editorial sobre el libro:
Si una imagen queda
desmentida a lo largo de estas páginas, esa es la de un franquismo amable en su
tramo final. Lejos de liberalizarse, la dictadura se cerró en sus últimos
compases sobre sí misma, en un retorno a las esencias que se explica
fundamentalmente por el intento de cortar de raíz la cada vez más amplia
contestación social a que debía hacer frente. En este libro se analiza una de
las vertientes de esa deriva represiva, la política llevada a cabo ante la
práctica armada en el periodo de crisis del régimen, comprendido entre finales
de los años sesenta —momento en el que se produjeron las primeras muertes a
manos de ETA— y las elecciones parlamentarias de junio de 1977. Se intenta
retratar, por lo tanto, la respuesta de la dictadura —incluido el periodo del
franquismo sin Franco— a las organizaciones y grupos políticos que tomaron las
armas, y lo hace prestando especial atención a tres ámbitos: el policial y de
los servicios secretos, el referido al desarrollo legislativo y al terreno
judicial y, finalmente, a las propuestas formuladas desde la esfera política.
El autor, Pau Casanellas:
Historiador. Actualmente trabaja como investigador posdoctoral en el
Instituto de História Contemporânea
(IHC) de la Universidade Nova de Lisboa (UNL).
Asimismo, es miembro del Centre d’Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica
(CEFID), de la Universitat Autònoma
de Barcelona (UAB). Su interés se ha centrado especialmente en los años sesenta
y setenta del siglo XX, periodo que ha abordado tanto desde la perspectiva de
las políticas de orden público como desde la vertiente de la movilización
social, la cultura revolucionaria y la práctica armada.
Cazarabet conversa con Pau Casanellas.
-Pau, para
que nuestros lectores puedan hacerse una idea: ¿cómo fue la práctica armada en
tiempos del franquismo? ¿Por qué grupos era llevada a cabo y bajo qué
pretextos?
Si nos limitamos a los últimos años del régimen, que es el período del
que habla el libro, hay que tener en cuenta que, a nivel teórico, varios grupos
y organizaciones defendían la necesidad de la violencia para culminar sus
aspiraciones revolucionarias. Esto no era una característica específica del
contexto español, sino de muchos otros países. En lo que se refiere al mundo
occidental, en la década de los sesenta arraigó una cultura revolucionaria
inspirada en los múltiples procesos de descolonización, emancipación nacional y
lucha antidictatorial de los años precedentes (en
especial, las revoluciones china, cubana, argelina y vietnamita), así como por
la aparición de comunismos disidentes ante el deshielo en la Unión Soviética y
el alejamiento del marxismo por parte de la socialdemocracia. Igualmente, las
experiencias guerrilleras en América Latina supusieron un referente en el que
muchos se inspiraron. Bajo el franquismo, además, la opción de las armas se
legitimaba en la existencia de una dictadura. No casualmente, la práctica
armada arraigó paralelamente al incremento de la represión que se produjo desde
finales de los años sesenta.
En cuanto a los que hicieron el salto de la defensa teórica de la
violencia a su ejercicio, destaca Euskadi ta Askatasuna (ETA) y sus ramificaciones sucesivas: ETA(V),
ETA-m, ETA-pm y, ya en 1977, los comados Berezi. Desde el marxismo-leninismo y el maoísmo, tanto el
Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) como los Grupos de
Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) tuvieron cierta
importancia, especialmente a partir de 1975. Y, aunque con un impacto público
menor, todavía otros grupos y organizaciones apostaron por la vía de las armas.
Desde los postulados de la autonomía obrera, cabe destacar al Movimiento
Ibérico de Liberación – Grupos Autónomos de Combate (MIL-GAC) y a los grupos
autónomos (algunos de estos últimos, bautizados por la policía como Organització de Lluita Armada
[OLLA]). Desde una perspectiva independentista, hay que mencionar también al
Front d’Alliberament Català
(FAC), al Exèrcit Popular Català
(EPOCA) y a la Unión do Povo Galego
(UPG).
Habría que añadir, por último, que más allá de ese abanico de siglas,
otras organizaciones se financiaron en algún momento u otro a través de asaltos
bancarios, además de practicar una violencia —digamos— más epidérmica, de
destrozos y enfrentamientos con la policía.
-En tu
investigación ¿has podido dilucidar si estos grupos en algún momento
colaboraron o pensaron en llevar a cabo acciones conjuntas, o era tanta la
distancia entre su idiosincrasia que eso era imposible?
Solamente hubo colaboraciones en casos puntuales, cuando la perspectiva
ideológica así lo propició. Fue el caso, por ejemplo, del MIL-GAC y de la OLLA,
grupos que realizaron varias acciones conjuntamente. También se produjeron
apoyos puntuales del independentismo revolucionario catalán a ETA. Y a nivel
internacional, ETA se benefició de sus relaciones con otras organizaciones para
la compra de armamento.
-La lucha
armada, dejando de lado la lucha del maquis, llegó muy entrada la década de los
60, casi unos treinta años después de la instauración e implantación de la
dictadura. ¿Por qué crees que tardó tanto?, ¿de qué dependieron estos “tempos”?
Lo primero que hay que decir es que siempre a lo largo de los cuarenta
años de franquismo hubo quienes estuvieron dispuestos a combatirlo con las
armas. Ciertamente, tras la práctica desaparición del maquis a partir de
finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, hubo unas décadas en las
que las acciones armadas contra el régimen fueron esporádicas. Pero no
inexistentes. De hecho, no es hasta 1965 cuando es abatido el último
guerrillero de la posguerra que quedaba en activo: José Castro Veiga, llamado O
Piloto. Igualmente, cabe destacar las acciones llevadas a cabo por el
Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación (DRIL) en los años sesenta.
(Entre ellas, la colocación de una bomba en la estación de tren de Amara, en
San Sebastián, en junio de 1960, acción que provocó la muerte a una niña de 22
meses, Begoña Urroz. Aunque algunos sectores
políticos y medios de comunicación han considerado que ésta fue la primeva
víctima de ETA, en realidad la acción se inscribió en una cadena de atentados a
cargo del DRIL.)
En la mengua casi total del maquis pesaron mucho tanto la implacable
represión desplegada por la dictadura como su progresiva consolidación en el
ámbito internacional, apoyada fundamentalmente por los Estados Unidos. La
reactivación de la práctica armada se dio en un contexto muy distinto,
caracterizado por el creciente cuestionamiento de Franco en el mundo occidental
y, sobre todo, por el auge de la movilización social y, en general, de las
muestras de disentimiento político con el régimen. El arraigo de la lucha
armada entre finales de los sesenta y principios de los setenta llegó tras el
despegue de ese ciclo contestatario, y bajo la influencia de las corrientes
revolucionarias a las que antes hacía referencia.
-¿Crees
que el propio régimen propició de alguna manera la aparición de la “lucha
armada”?
Fue un factor añadido. Respecto al País Vasco, Gurutz
Jáuregui ha señalado que la represión franquista hacía verosímil la
caracterización de la situación que se vivía como la de un país colonizado. Ésa
era la interpretación de ETA, pero no era exclusiva de la organización armada abertzale. Jean-Paul Sartre, por
ejemplo, se adhirió a esa visión, que daba más legitimidad a la lucha armada.
Aunque las diferencias entre el País Vasco bajo el franquismo y un país
colonizado eran significativas, el contexto represivo impuesto por el régimen
sí favoreció el arraigo de ese tipo de formulaciones.
-¿Se
autolesionaba y se autoatacaba el régimen franquista,
aun sin querer, haciendo frente a la lucha armada?
Se trata de una cuestión interesante. En un primer momento, a finales de
los sesenta, el régimen intentó combatir a ETA especialmente desde el flanco
judicial (sin perjuicio de la represión policial, que en 1968-1969, tras las
dos primeras acciones mortales de ETA, experimentó un salto adelante). En
agosto de 1968 fue aprobado el Decreto ley sobre represión del bandidaje y
terrorismo, que volvió a dar un protagonismo central a la jurisdicción militar
en el conocimiento de causas políticas. Y dos militantes de ETA, Iñaki Sarasketa y Andoni Arrizabalaga,
fueron condenados a muerte en consejos de guerra en 1968 y 1969. Pero las
protestas que esas condenas suscitaron en el País Vasco impelieron a la
dictadura a conmutar ambas penas capitales. El mismo patrón, aunque enormemente
amplificado, se repitió en diciembre de 1970, a raíz del proceso de Burgos.
Tras la ola de movilizaciones contra el juicio que recorrió tanto la geografía
española como la internacional, el franquismo no sólo conmutó las penas de
muerte inicialmente dictadas contra seis militantes de ETA, sino que además
rectificó parcialmente el peso que había dado a la justicia de guerra: así, en
1971 aprobó una reforma legislativa que limitaba parcialmente los ámbitos de
actuación y la dureza de la jurisdicción militar. Sin embargo, a partir de
entonces el régimen recrudeció todavía más sus prácticas policiales, de manera
que pareció que se prefería matar a los militantes de ETA antes que llevarlos a
juicio. Con el paso del tiempo, esa vía se vería también lastrada por el
rechazo que suscitaban las operaciones policiales, que, fruto del auge general
de la contestación —no únicamente de la práctica armada—, cada vez fueron más
amplias e indiscriminadas, pese a la voluntad en sentido contrario de las
autoridades. Así, pues, tanto las altas penas dictadas como la amplitud y
brutalidad policiales contribuyeron a la deslegitimación de la dictadura.
-¿La consigna de “eliminar al enemigo” tenía
más cuerpo en el bando de quien “regentaba el poder” más que en los grupos
armados que lucharon contra la dictadura?
Ésta fue, en la práctica, la consigna que imperó en los años de guerra y
en la inmediata posguerra entre los sublevados contra la República: la de
terminar con el orden liberal. El “Nuevo Estado” franquista no solamente se
erigió como un dique de contención ante proyectos políticos emancipadores
—función que ejerció a la perfección—, sino que, además, tomó la dimensión de
una auténtica revolución antidemocrática de aniquilamiento de cualquier
vestigio liberal. Consecuentemente, todos los que no expresaran la esencia de
la nación, todos los “desafectos”, debían ser sometidos al castigo y la
reeducación —en prisiones, campos de concentración o batallones de
trabajadores—, o bien físicamente eliminados. Tal política arrojó un saldo de
alrededor de 150.000 fusilados hasta mediados de los años cuarenta, un tercio
de ellos cuando ya la guerra había terminado. El único proyecto de
“aniquilación del enemigo” que existió en los años del franquismo fue éste.
Aunque no pueda compararse ni de lejos con la brutalidad represiva de
guerra y posguerra, desde finales de los años sesenta la represión volvió al primer
plano. Entre ese momento y las elecciones de junio de 1977, alrededor de un
centenar de personas (de las que solamente 30 eran militantes de organizaciones
armadas) perdieron la vida víctimas de la represión legal, policial o
parapolicial. A lo largo del período, esa violencia institucional fue in crescendo, hasta llegar al clímax de
1975, simbolizado por el estado de excepción decretado en abril de ese año en Gipuzkoa y Bizkaia —seguramente
el más duro de los que se vivieron a lo largo de la dictadura—, por el Decreto
ley sobre prevención del terrorismo, del mes de agosto, y por los fusilamientos
del mes de septiembre de tres militantes del FRAP y dos de ETA. Lejos de
constituir una demostración de fuerza, estos últimos “zarpazos” del dictador
eran la prueba de la pérdida de legitimidad social del régimen. Perdido el
consenso, Franco, moribundo, se refugiaba en el “zarpazo”. Cabe destacar,
asimismo, el alto número de muertes que hubo tras la muerte del dictador, en
los años 1976-1977, fruto principalmente de la violencia policial y
parapolicial contra manifestantes, lo que se explica por la voluntad de cortar
de raíz la amplia ola de movilizaciones que se produjo en aquellos momentos,
especialmente durante el primer semestre de 1976.
En cuanto a los atentados mortales realizados por las organizaciones
armadas que combatieron a la dictadura, sea cual sea la opinión que nos
merezcan, no puede hablarse de una voluntad de “eliminar al enemigo”. En la
mayoría de los casos, esas acciones eran planteadas como una forma de lucha
contra la represión. Si entre finales de los sesenta y 1977 las personas que
murieron a causa de la represión estatal fueron alrededor de un centenar, en el
mismo período pueden certificarse 81 víctimas mortales de grupos u organizaciones
armados.
-Haces
referencia a represión, violencia y “zarpazos” de la dictadura: ¿cómo fueron
estos últimos zarpazos de los que hablas, fueron particularmente violentos por
cómo se condujeron los procesos ante “la justicia”, si es que podemos hablar de
justicia?
Los procesos militares del verano de 1975 —previos a los cinco
fusilamientos del mes de septiembre— son especialmente ilustrativos del poco
respeto de la dictadura por las propias garantías legales que teóricamente
reconocía. Hubo cuatro juicios: el primero, contra Garmendia y Otaegi, el 28 de agosto; luego se celebran dos juicios
contra militantes del FRAP, el 11-12 y 17 de septiembre, respectivamente, y por
último, el 19 de septiembre, es juzgado Txiki. A
todos los procesados les atribuyen muertes de agentes policiales ocurridas
antes de la aprobación del Decreto ley sobre prevención del terrorismo, pero
los dos últimos juicios son simultáneamente convertidos en sumarísimos —trámite
que limitaba todavía más las posibilidades de defensa— en aplicación
retroactiva de esa norma.
Más allá de los juicios y los fusilamientos, el contenido del Decreto
ley sobre prevención del terrorismo es especialmente relevador de los problemas
a los que debía hacer frente la dictadura a esas alturas: la equiparación que
la norma hacía entre prácticamente cualquier muestra de disensión política y la
práctica armada nos indica que al régimen no le preocupaba únicamente ese
último fenómeno, sino también —y de forma principal— la contestación social.
Legalmente, ello significaba volver a una situación análoga a la instaurada por
el Decreto ley sobre represión del bandidaje y terrorismo, de agosto de 1968
(contexto legal modificado, como ya vimos, tras el proceso de Burgos). De
hecho, el principal objetivo del decreto ley no era combatir a las
organizaciones armadas, sino blindarse ante las previsibles movilizaciones
contra las futuras condenas a militantes de ETA y el FRAP. Con todo, las
protestas desplegadas tanto antes como después de los fusilamientos del 27 de
septiembre demostraron que ni tan siquiera así le era posible al régimen
acallar la contestación.
-Pau,
acércanos a cómo era un proceso judicial, en aquellos tiempos, contra
componentes de la lucha armada.
En lo sustancial, los procesos contra militantes armados no diferían de
los llevados a cabo contra cualquier otro militante de la oposición. Sin
embargo, los primeros sí tenían mayores probabilidades de ser juzgados en
consejo de guerra (y no por parte del Tribunal de Orden Público, que constituía
una jurisdicción especial pero dentro del fuero ordinario). Ello suponía una
merma de las garantías legales teóricamente reconocidas, aunque cualquier
juicio contra integrantes de la oposición era ante todo una farsa, una
escenificación. También las penas a las que debían hacer frente los miembros de
organizaciones armadas eran por lo general superiores a las impuestas a los
militantes antifranquistas en general. En caso de juzgarse la muerte de una
persona, pendía sobre el acusado la amenaza de la imposición de la pena de muerte,
como efectivamente sucedió, además de en los casos que ya hemos visto, en el
del militante del MIL-GAC Salvador Puig Antich.
La particularidad que tuvieron algunos juicios militares contra
militantes armados fue la que les otorgaron los integrantes de ETA procesados,
que desde finales de los años sesenta decidieron apostar por la “ruptura” de
los procesos. Puesto que éstos eran una ficción jurídica, la única manera de
defenderse de una manera efectiva era utilizando el consejo de guerra como
escenario político para denunciar a la dictadura y difundir los propios
postulados políticos. La ruptura del juicio era utilizada, pues, como una
espoleta para suscitar la movilización en la calle. Se trataba de una opción
que ya habían adoptado los integrantes de varias organizaciones en contextos
dictatoriales o de dominación colonial. Seguramente la más conocida de esas
experiencias fue la de los militantes del Frente de Liberación Nacional
argelino, sintetizada por uno de sus abogados, el francés Jacques Vergès, en el libro Estrategia
judicial en los procesos políticos (publicado por primera vez en francés en
1968 y, en castellano, en 1970).
-La
consigna “acabar con ETA” fue como “un gafe” para el régimen, además heredado
por la transición…
Ciertamente, el franquismo no pudo “acabar con ETA”, como tampoco
pudieron hacerlo los dos gobiernos del franquismo sin Franco (noviembre de 1975
– junio de 1977). Según aseguraba en privado el ministro de la Gobernación del
primero de esos gabinetes, Manuel Fraga Iribarne, “el mejor terrorista es el
que está muerto”. Su sucesor en el cargo en el ejecutivo Suárez, formado en
julio de 1976, Rodolfo Martín Villa, aseguraba a su vez que “si no acabamos
nosotros con ETA, ETA acabará con nosotros”. Pocas cosas cambiaron, respecto a
la política ante la práctica armada, durante ese período que va entre la muerte
de Franco y las elecciones de 1977. Así, por ejemplo, la actuación de comandos
parapoliciales tuvo entonces uno de sus momentos de máximo esplendor, bajo la
protección —e incluso el impulso— de las fuerzas policiales y de los servicios
secretos (connivencia destacada por la propia documentación policial, así como
por la diplomacia francesa, fuentes documentales hasta ahora inéditas que el
libro saca a la luz).
Bien es verdad que desde finales de 1976 hubo un acercamiento por parte
del Gobierno a las dos organizaciones armadas abertzale entonces existentes: ETA-m y ETA-pm. Pero, como ha
reconocido el miembro de los servicios secretos que dirigió la operación, Ángel
Ugarte, la perspectiva que se persiguió en todo momento fue la de “dividir” y
“debilitar” a ETA para garantizar que la campaña electoral fuera mínimamente
tranquila, no la de entrar en un proceso negociador. Para más inri, hombres
especialmente significados en el ejercicio de brutalidades represivas, como
José Sainz o Roberto Conesa, fueron encumbrados por
el Gobierno a puestos policiales de gran importancia en los días previos a las
elecciones del 15 de junio de 1977. Además, tanto Conesa
como su mano derecha, Antonio González Pacheco, Billy el Niño, fueron condecorados justo antes de los comicios. El
amplio voto cosechado por la Unión de Centro Democrático y el mantenimiento de
Martín Villa al frente de Interior no contribuyeron a que la orientación de la
política ante las organizaciones armadas cambiara en exceso a partir de
entonces, si bien el país sí experimentó un cambio político de gran
importancia: el paso de una dictadura a una democracia parlamentaria.
(Fotografías de Juan Alonso)
16402
Morir matando. El
franquismo ante la práctica armada, 1968-1977. Pau Casanellas
320 páginas 13,5 x 21 cms.
19,00 euros
La Catarata
Si una imagen queda desmentida
a lo largo de estas páginas, esa es la de un franquismo amable en su tramo
final. Lejos de liberalizarse, la dictadura se cerró en sus últimos compases
sobre sí misma, en un retorno a las esencias que se explica fundamentalmente
por el intento de cortar de raíz la cada vez más amplia contestación social a
que debía hacer frente. En este libro se analiza una de las vertientes de esa
deriva represiva, la política llevada a cabo ante la práctica armada en el
periodo de crisis del régimen, comprendido entre finales de los años sesenta
—momento en el que se produjeron las primeras muertes a manos de ETA— y las
elecciones parlamentarias de junio de 1977. Se intenta retratar, por lo tanto,
la respuesta de la dictadura —incluido el periodo del franquismo sin Franco— a
las organizaciones y grupos políticos que tomaron las armas, y lo hace
prestando especial atención a tres ámbitos: el policial y de los servicios
secretos, el referido al desarrollo legislativo y al terreno judicial y,
finalmente, a las propuestas formuladas desde la esfera política.
Historiador. Actualmente trabaja
como investigador posdoctoral en el Instituto de História
Contemporânea (IHC) de la Universidade
Nova de Lisboa (UNL). Asimismo, es miembro del Centre d’Estudis
sobre les Èpoques Franquista i Democràtica
(CEFID), de la Universitat Autònoma
de Barcelona (UAB). Su interés se ha centrado especialmente en los años sesenta
y setenta del siglo XX, periodo que ha abordado tanto desde la perspectiva de
las políticas de orden público como desde la vertiente de la movilización
social, la cultura revolucionaria y la práctica armada.
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