La Librería de El Sueño Igualitario

Sin-título-1.jpgCazarabet conversa con...   Antonio Rivera, editor de “Antología del discurso político” (La Catarata)

 

 

 

 

Un magnífico libro, recopilatorio de discursos históricos, que nos llegan gracias al “mimo” y la supervisión de Antonio Riovera.

Lo que nos dice del libro, la editorial Los Libros de La Catarata:

De Zhöu Göngdàn a Galileo, de Burke a Evo Morales, de Lord Byron a Angela Merkel… 130 oradores toman la palabra. Las voces aquí reunidas de políticos profesionales y dirigentes, también ciudadanos, científicos y escritores dan buena cuenta de la variedad retórica y argumental de los discursos políticos y de su influencia cambiante sobre la vida pública. Si en los siglos XIX y XX vive su apogeo gracias a la extensión de la imprenta y la prensa y la aparición de un amplio público lector, en nuestras audiovisuales culturas masivas y mediáticas, la figura del elocuente orador ha sido desplazada por la del eficaz comunicador; el discurso político y la verbalización de argumentos más o menos complejos ha dado paso a nuevas y simplificadas formas de comunicación, basadas en la preeminencia publicitaria de la imagen y del carácter telegráfico e inmediato del mensaje político: así el tuit, el canutazo televisivo o la consigna mediática. Sin ceñirse exclusivamente a nuestra contemporaneidad y a nuestro mundo occidental, su editor, Antonio Rivera, ha compilado una completa y representativa selección de discursos –muchos vertidos por vez primera al castellano–, procedentes de todas las épocas y latitudes, con la voluntad de conformar e ilustrar, al hilo de los grandes temas y acontecimientos, no solo una historia del discurso político, sino “una historia del mundo”. Discursos improvisados o pensados, leídos brillantemente o a duras penas, escritos por sus oradores o por talentosos “negros” y pronunciados ante una multitud organizada o espontánea, ante políticos en un debate parlamentario, ante un juez, ante periodistas frente a una cámara de televisión o un micrófono de radio, en un acto fúnebre o conmemorativo, etc., muestran la heterogeneidad de voces y escenarios que componen esta antología, en la que los interesados en la filosofía, la política, la historia o la evolución del pensamiento encontrarán una fuente inmejorable.

El editor, Antonio Rivera:

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Autor y coautor de diversos libros sobre la historia social y política de España y el País Vasco, en concreto sobre nacionalismo, movimientos sociales e izquierda obrera. Entre sus últimas publicaciones se encuentran Profetas del pasado: las derechas en Álava (con Santi de Pablo; Ikusager, 2014) y Señas de identidad: el País Vasco visto por la izquierda histórica (Biblioteca Nueva, 2008). Asimismo, la edición de Movimientos sociales de la España contemporánea (Abada, 2008), Violencia política. Historia, memoria y víctimas (con C. Carnicero; Maia, 2010), El franquismo en Álava: dictadura y desarrollismo (2009) y Horacio Prieto, mi padre (de César M. Lorenzo; Ikusager, 2015).

Esta entrevista, reciente, está muy bien que nos acompañe:

http://www.eldiario.es/politica/acostumbrando-tipo-conocimiento-epidermico-encima_0_509899237.html

 

Cazarabet conversa con Antonio Rivera:

Historia-Contemporanea-UPV-Antonio-Rivera_EDIIMA20160427_0238_22.jpg-Antonio, amigo. Pensar, escoger y localizar discursos para realizar una antología no es para nada sencillo. ¿Cómo lo has conseguido?

-No lo es, ciertamente, y por varias razones. La primera, que hay que tener una intención bien clara que conduzca la selección y que le otorgue una cierta dimensión de “obra de autor”. De lo contrario, acabas recolectando los discursos clásicos que aparecen en cualquier antología. Es un asunto no sencillo porque ha de ser un objeto tanto instrumental -¿para qué hacer y publicar esa selección?- como susceptible de articular un relato por debajo de los mismos discursos. En mi caso elegí el hacer una historia del mundo a través de los discursos.

Luego está la propia operativa de localizar discursos, conseguir una versión buena –Internet está llena de trampas, de discursos apócrifos que nunca se pronunciaron o de versiones retocadas-, seleccionar los fragmentos suficientes como para no perder el sentido y la tensión de la oración ni tampoco hacerla tediosa por larga, traducir adecuadamente el original al castellano e introducir cada texto con un pequeño apunte que, más que contextualizarlo históricamente, señale el detalle que particularmente me ha interesado para llevarlo a la antología. Entre medio tenemos que informarnos sobre ese contexto histórico, los personajes, las repercusiones del discurso y un largo etcétera que hace que cada uno de esos ciento treinta sean otras tantas incursiones en pedazos de historia. Vamos, una manera formidable de poner a prueba tus conocimientos de historia universal y de rellenar los muchos huecos de ignorancia sobre la misma.

-¿En base a qué factores has realizado esa selección?

-El secreto ha estado en ir del proceso histórico al discurso, y no al revés. Me explico. Seleccioné una cantidad de procesos y hechos históricos que en una sucesión cronológica podrían conducir una lectura de la historia del mundo. Por ejemplo, la guerra como forma de vida en el Medievo, el feudalismo, el absolutismo monárquico, la emergencia del parlamento en la Inglaterra de finales del siglo XVII, la revolución industrial y sus víctimas, el colonialismo, las revoluciones liberales, los nacionalismos decimonónicos, los socialismos, la Inglaterra victoriana, el tobogán hacia la primera gran guerra, la revolución rusa, los fascismos, el New Deal, el estalinismo, la guerra fría, la descolonización y la emergencia del Tercer Mundo, el mayo del 68, la aparición progresiva de la mujer como sujeto social, la “revolución conservadora”, la lucha contra las guerras y un largo etcétera. De cada uno de esos grandes temas busco un personaje, un momento y un discurso que lo pueda ilustrar. Así consigues que tu función de editor no se quede en recopilador, sino que todo el trabajo de selección, recorte y clasificación de los textos adquiera una lógica y te conviertas en autor de una historia; solo que en ella son los otros los que hablan por ti. Las pequeñas entradillas no hacen sino redirigir cada discurso hacia la lógica explicativa de la historia que pretendo mantener en las casi quinientas páginas del libro.

-Abarcas un tiempo cronológico muy ancho y esto le da una riqueza enorme al libro y a lo que creo pretendes. ¿Lo tenías pensado y asumido así desde un principio?

-La editorial (Los Libros de la Catarata) “impuso” unas exigencias comerciales que me vinieron muy bien: tenía que ser universal en territorio y tiempo, tenía que haber americanos porque allí hay también buen mercado, tenía que haber mujeres hablando, tenían que estar los de arriba y los de abajo… Yo luego seguí y traté de que no faltara ningún continente ni ningún tiempo ni ninguna temática. Es algo imposible, pero solo intentándolo se llega a cubrir en buena medida. Sobre esa base lo que tenía delante era una invitación a hacer una historia universal. Luego, lógicamente, la propia naturaleza del discurso y la ignorancia del editor juegan sus bazas: tenemos muchos más registrados de los tiempos recientes que de los antiguos, muchos más de nuestro mundo occidental que de otros, y sé personalmente más cosas de esos tiempos y espacios que, por ejemplo, de la China de los Ming. En resumen, parece una sesuda, erudita y completa historia del mundo, pero en realidad se puede apreciar, por lo que hay y lo que no, en qué temas me manejo y de qué temas es tarea casi imposible localizar un discurso con garantías de que alguna vez se pronunció y de que lo hizo como lo trasladamos aquí. Pero, insisto, con un empeño muy ambicioso se llega a una apariencia muy lograda.

-Yo todavía estoy con la lectura y la disfruto mucho porque hoy leo a estos, mañana a aquellos y vuelvo sobre unos y otros… Es un libro muy ágil y dinámico. Pero, cuéntanos, ¿cómo fue la elaboración del mismo… tan apasionante?

-Sí lo ha sido. Apasionante y divertida, casi más que laboriosa, que también (pero se nota menos cuando lo anteceden las otras dos situaciones). Todavía todo no está en Internet, pero sí muchas cosas. Una vez elegidos los temas a buscar me sumergí en la red y en la biblioteca, dejándome llevar, pero buscando; nada de perderme ni perder el tiempo. La verdad que tropiezas con muchas cosas que ni sabías que existían. Discursos de personajes que son tan buenos o mejores que los que se tienen por característicos de su papel histórico. Margaret Thatcher en el acto fúnebre de su amigo de combate desvela la convicción de aquellos jóvenes por imponer su discurso ultraliberal en un partido conservador ganado entonces para la causa socialdemócrata del reparto relativo de la riqueza capitalista. O Sarkozy poniendo voz al discurso de su “negro”, extraordinario, que convierte en reaccionarios a los herederos del mayo francés y en progresistas a los conservadores como él. Una joya argumental y dialéctica. Muchos, como digo, te los tropiezas en Internet o en las estanterías de los libros. De otros habías oído hablar, alguna vez los habías manejado en clase, tenías alguna noticia, sabías de una frase famosa y tiras del hilo hasta encontrar toda una oración. A veces pierdes los días buscando algo sin éxito y otras veces sale a la primera. Otro tanto digo luego de informarse para poder decir en una docena de líneas introductorias algo sugerente para el lector y que “acomode” el discurso al trazo fuerte explicativo que tú pretendes para toda la obra. Una operación muy costosa, tanto una como otra, pero llena de sorpresas. Además, te das cuenta de que estás aprendiendo como nunca en tu vida. Al final eso genera un entusiasmo que se traslada también al lector y que logra imponerse al hecho objetivo de que, mayormente, las antologías suelen ser bastante planas y tediosas.

-¿No llega uno a agobiarse un poco ante tanta magnitud de discursos, nombres y textos? Porque seguro que querías publicar más de lo que se te permite, ¿no?

-Claro, pero otra vez aparece ahí la sensatez “comercial” de la editorial que te pone límites cabales: tantas páginas para tal día. Cuando te metes en el lío, el agobio desaparece porque tú vas partido a partido, discurso a discurso. Cada uno lo vas haciendo poco a poco y en solitario. Eso no agobia. Pero sí cuando te vas acercando a la centena y te habías marcado de límite unos ciento veinte o ciento treinta. Entonces empiezas a ver que te faltan mujeres, liberales, partidarios del colonialismo, aborígenes hablando, líderes nacionalistas europeos del XIX, algún dirigente de Australasia…; te das cuenta de que tienes casi vacío o abandonado el siglo XVII o que no hay nada de iglesias distintas de la de Roma… Entonces sí que hay agobio, pero estarás conmigo en que es un agobio tan insólito por la razón por la que se produce que hasta provoca algo de divertimento. En ese momento aparece la voz de la editorial –y aquí mi gran musa fue Carmen, al otro lado de la línea, una ayuda formidable- que dice: “Antonio: salimos para la feria del libro. Termina en diez días”. Y entonces el agobio no lo produce tanto personaje histórico hablando sino tu capacidad para resolver en diez días lo que antes habías tardado en componer tres meses.

image002.jpg-Una cosa es leer un discurso y otra poderlo escuchar o ver. Hoy en día hay medios para registrar e inmortalizar una oración “en tres dimensiones”. El lenguaje verbal y el no verbal van de la mano…

-Sí, pero solo tenemos registros audiovisuales del siglo XX para aquí. El discurso de Christabel Pankhurst al salir de la cárcel de mujeres en 1908 es uno de los primeros de los que se conserva audio. Luego ya, desde los años treinta de esa centuria, tenemos también imágenes en movimiento. En estos casos he puesto, a la vez que la fuente, la referencia para escuchar y ver el discurso. Y sí, gana más viéndolo y escuchándolo que solo leyéndolo. Además encuentras cosas divertidas como que esos registros audiovisuales también se recortan y maquillan para que digan lo que se pretende de ellos, igual que se hacía desde siempre con los registros escritos. Es sorprendente lo difícil que es encontrar una versión “oficial” del discurso de Perón en 1945 que le catapulta al poder: sus herederos políticos se aplicaron en hacer desaparecer para la posteridad pasajes incómodos de esa grabación. Luego, claro, no es lo mismo ver y oír la gracia de Obama que la parquedad de la Merkel, aunque su mensaje de navidad televisado, con el que se cierra el libro, sea también formidable.

-Quizás me lo ha parecido y esté equivocada, pero me da como si argumentases que hoy la gente está más por “lo fácil”, por la proclama vacía y directa, y poco más. No sé si estoy muy de acuerdo porque, personalmente, a mí me gusta que me expliquen de manera pormenorizada las cosas, que se sea claro, directo y sincero… Y un discurso debe perseguir esto, llegar a las personas, contarles y explicarles las cosas, y a la vez levantarles por la emoción… ¿Crees que la gente quiere solo una frase o queremos más?

-No, no, estoy contigo. El buen discurso es un relato amplio y profundo que explica cuál es la situación desde la perspectiva de quien habla y qué propone para que esta cambie y mejore. Lo que pasa es que ahora eso no se hace y todo ha sido sustituido por un ritual de pura banalidad: tomas de posición de los partidos, “argumentarios” diarios para que todo el mundo repita como un loro lo que mandan desde algún recóndito lugar donde habita el poder, frases que se pretenden ingeniosas y que se reiteran como hallazgos pero que no dicen nada una vez agotada la ocurrencia, oraciones de veinte segundos preparadas para ser soltadas y que las recoja la tele cuando se ilumina el chivato en un mitin, corte ocurrente en una larga oración que no aporta nada al conjunto de la explicación… Se podría seguir. Pienso que no hay peores políticos que antaño. Lo que ocurre es que, como dijo el clásico, “el medio es el mensaje”. En ese sentido, hay demasiados políticos (de segunda) y demasiados medios de comunicación (necesitados de minutos y centímetros). De esa manera no hay tiempo para lo que tú pides –y yo también: ese discurso pausado, igual hasta largo, riguroso, culto, que me proponga un relato interpretativo de la realidad. ¿Qué medio lo va a reproducir? Ninguno. Luego todo el mundo se somete al canutazo televisivo, a ser el más guay en las variantes de Internet o a comunicar la cosa más grave, ¡desde una presidencia de un gobierno!, mediante un tuit de menos de ciento cuarenta caracteres. El pensamiento complejo desaparece, pero ya sabemos –lo dijo Vattimo- que el “pensamiento débil” es inherente a la sociedad postmoderna. Es lo que tenemos. Por eso este libro es hasta cierto punto “arqueológico”. Pero no desesperemos: un tercio de mi selección de ciento treinta discursos es de personajes que todavía bien, contemporáneos nuestros.

-Dices bien: hay discursos bellos, escritos exquisitamente, tanto de antaño como actuales. Y es que ha habido muy buenos oradores en muchos campos. Pero también es cierto que detrás de algunos de ellos hay “negros” pensando antes que el orador. ¿No es así?

-Sí, la figura actual del “negro” es clave. Antaño el político se fabricaba el discurso en su cabeza. Algunos pronunciaban varios al día. También escribían largos artículos en la prensa. Eran tipos entregados al mensaje en sus diferentes formatos y, sobre todo, a los que cabía en la cabeza una “idea del país”. Pensemos en gentes como Azaña, Bolívar, Churchill… Ahora la política se ha especializado más y casi solo el dirigente máximo tiene esa idea completa de la situación; el resto la tienen parcial, porque solo les dejan jugar en una liga parcial, ya sea en términos territoriales o de coyuntura. Así que el gran jefe tiene a su servicio expertos que le aconsejan y comentan la jugada política a cada momento, le apuntan posibles estrategias, y también le escriben las bases (o el completo) de los discursos. Esos “negros” son intelectuales, bien formados, que tienen la suerte de tener en la cabeza también esa “idea del país”, aunque no están sometidos a la misma presión que sus jefes y por eso piensan de manera más brillante. En realidad se trata de un reparto de papeles. No hay por qué pensar que el dirigente es un papagayo que se limita a repetir lo que otros le han escrito. Hay mucho más que todo eso.

7fe568b672cd033e69ef08913d218bb6072578f7.jpg-No te voy a decir que me escojas autores de discursos, ni tu selección de “los mejores”, pero, mirando el conjunto de la historia, ¿qué período crees que estuvo más necesitado del discurso?, ¿qué momentos fueron más prolíficos en esto de los discursos?

-No creo que haya unos momentos más propicios que otros. Solo han cambiado las circunstancias. Me explico. En las sociedades clásicas el poder estaba muy concentrado y la política era cosa de pocos. Más que discursos había pronunciamientos ante la corte correspondiente. Cuando surge la masa social invadiéndolo todo y adquiriendo poder –piénsese en el sufragio universal- se hace preciso un discurso también de masas, generalista, que atienda al corazón más que a la cabeza, difundido a través de medios de masas como el mitin o los diarios o luego la radio y la televisión. Cambian los medios y el escenario del juego. Siempre se necesita dar una explicación. Los sacerdotes de las religiones se han pasado toda la vida en ello, pero jugando con el privilegio del monopolio de la verdad. La sociedad moderna cuestiona que haya solo una verdad y abre paso a la competencia de propuestas. Es el momento de la política y del discurso como instrumento para convencer a una masa que directa o indirectamente posee el poder. Como ves, la necesidad siempre ha sido la misma; solo han cambiado las condiciones de la sociedad porque el discurso, el público político o el privado, es un instrumento para conseguir algo, colectiva o personalmente.

-¿Cómo ves el discurso hoy en día? A veces asociamos demasiado rápido y fácilmente el discurso con la política, pero hay muchos más campos detrás del discurso, ¿no?

-Claro. Empiezo diciendo que el discurso político no es monopolio del político profesional, sino que muchos otros ciudadanos –intelectuales, artistas, científicos, literatos…- han dicho cosas muy políticas, de gran contenido. Hoy el discurso político está en retroceso, como decía antes, porque la revolución de los medios de comunicación fuerza un tipo de lenguaje más banal, rápido, menos pensado, atendiendo a varias cosas y a ninguna a un tiempo, más de pose que de convicción, más de marca que de profundidad. Más que ideas fuerza hay ideas sueltas. Son malos tiempos para el pensamiento fuerte y magníficos para la ocurrencia. Una realidad acelerada devora a toda velocidad propuestas, ideas y personajes. Todo es de usar y tirar; todo lo que es sólido se desvanece en el aire, como dijo el barbudo. En este mundo, tener cuatro convicciones sólidas, bien fundadas, es esencial para movernos por él con seguridad. Cuando todo es volátil, tú tienes que proporcionarte esa seguridad. Por eso leer a estos personajes puede contribuir a forjar una manera más sólida de pasar por la vida, aunque solo sea por ver cómo algunos dejaron bien sentado que estaban convencidos de que su vida estaba sirviendo para algo.

-Se nos ha ido larga esta conversa, amigo Antonio. Antes de terminar, danos una pista de con qué te metes ahora.

-Hace años que descubrí a un personaje curioso. Se llama Óscar Pérez Solís. Fue el primer español en la Komintern (Internacional Comunista de los tiempos originales de Lenin) y terminó sus días en la Falange y recibiendo el premio “Francisco Franco” a la mejor pieza periodística. Entre medias recorrió en funciones dirigentes todo tipo de ideologías, desde el anarquismo al fascismo, pasando por el socialismo o el catolicismo, además del comunismo. Tengo un par de baldas con todos sus escritos y rastros vitales esperando unos meses por delante sin demasiado ajetreo como para rematar su biografía. No va a ser fácil, pero debiera resolverla ya y dejar en paz al individuo.

 

 

 

 

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Antología del discurso político. Antonio Rivera (ed.)
448 páginas      16 x 24 cms.
23,00 euros
La Catarata



De Zhöu Göngdàn a Galileo, de Burke a Evo Morales, de Lord Byron a Angela Merkel… 130 oradores toman la palabra. Las voces aquí reunidas de políticos profesionales y dirigentes, también ciudadanos, científicos y escritores dan buena cuenta de la variedad retórica y argumental de los discursos políticos y de su influencia cambiante sobre la vida pública. Si en los siglos XIX y XX vive su apogeo gracias a la extensión de la imprenta y la prensa y la aparición de un amplio público lector, en nuestras audiovisuales culturas masivas y mediáticas, la figura del elocuente orador ha sido desplazada por la del eficaz comunicador; el discurso político y la verbalización de argumentos más o menos complejos ha dado paso a nuevas y simplificadas formas de comunicación, basadas en la preeminencia publicitaria de la imagen y del carácter telegráfico e inmediato del mensaje político: así el tuit, el canutazo televisivo o la consigna mediática. Sin ceñirse exclusivamente a nuestra contemporaneidad y a nuestro mundo occidental, su editor, Antonio Rivera, ha compilado una completa y representativa selección de discursos –muchos vertidos por vez primera al castellano–, procedentes de todas las épocas y latitudes, con la voluntad de conformar e ilustrar, al hilo de los grandes temas y acontecimientos, no solo una historia del discurso político, sino “una historia del mundo”. Discursos improvisados o pensados, leídos brillantemente o a duras penas, escritos por sus oradores o por talentosos “negros” y pronunciados ante una multitud organizada o espontánea, ante políticos en un debate parlamentario, ante un juez, ante periodistas frente a una cámara de televisión o un micrófono de radio, en un acto fúnebre o conmemorativo, etc., muestran la heterogeneidad de voces y escenarios que componen esta antología, en la que los interesados en la filosofía, la política, la historia o la evolución del pensamiento encontrarán una fuente inmejorable.

Antonio Rivera
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Autor y coautor de diversos libros sobre la historia social y política de España y el País Vasco, en concreto sobre nacionalismo, movimientos sociales e izquierda obrera. Entre sus últimas publicaciones se encuentran Profetas del pasado: las derechas en Álava (con Santi de Pablo; Ikusager, 2014) y Señas de identidad: el País Vasco visto por la izquierda histórica (Biblioteca Nueva, 2008). Asimismo, la edición de Movimientos sociales de la España contemporánea (Abada, 2008), Violencia política. Historia, memoria y víctimas (con C. Carnicero; Maia, 2010), El franquismo en Álava: dictadura y desarrollismo (2009) y Horacio Prieto, mi padre (de César M. Lorenzo; Ikusager, 2015).


RELACIÓN DE DISCURSOS

 

Zhöu Göngdàn. El mandato del cielo, 17

Tucídides. El único derecho válido es el del poder, 20

Demóstenes. La palabra al servicio de la comunidad, 23

Tácito. Arenga de Calgaco a los pictos, 25

Urbano II. El Señor os designa como heraldos de Cristo, 28

Bertrand de Born. Me agrada el alegre tiempo de Pascua, 32

Peter de la Mare. Los Comunes demandan una auditoría de las cuentas, 34

John Ball. Cuando Adán trabajaba la tierra, ¿quién era entonces caballero?, 36

Constantino XI. Llegó el momento de nuestro triunfo o de nuestra última hora, 38

Fray Antón Montesino. Primer sermón en defensa de los indios, 40

Hernán Cortés. Pocos somos, pero la unión multiplica los ejércitos, 42

Martín Lutero. Mi conciencia está cautiva de la palabra de Dios, 44

Carlos V. Discurso de abdicación, 47

Galileo Galilei. Retractación, 50

Luis XIV. La escena del teatro cambia, 52

Guillermo III. Una monarquía controlada, 53

Patrick Henry. Dadme libertad o dadme muerte, 55

Edmund Burke. La ley y el poder arbitrario son eternos enemigos, 58

George Washington. Dios y Constitución, 62

Antoine Barnave. Ya es hora de terminar la revolución, 65

Claire Lacombe. La ‘sans-culotte’ feminista, 67

Louise-Antoine Saint-Just. No se puede reinar inocentemente, 69

Maximilien Robespierre. Sobre los principios del Gobierno revolucionario, 72

Napoleón Bonaparte. Todos los pueblos envidian vuestro destino, 75

Lord (George Gordon) Byron. En defensa de los luditas, 77

Simón Bolívar. Discurso de Angostura, 81

James Monroe. América para los americanos, 86

Noah Sealth (Si’ahl o Jefe Seattle). Tribus siguen a tribus y naciones a naciones, 89

Karl Marx. El proletariado ejecutará la sentencia de la historia, 94

Camilo Benso Conde de Cavour. Iglesia libre en el Estado libre, 97

John Stuart Mill. Acceso de la mujer al derecho a voto, 99

Abraham Lincoln. El Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, 105

Pedro Egaña. Religión, historia y armadura, 107

Mikhail Bakunin. Marx quedará muy descontento, 109

Emilio Castelar. Abolición (inmediata) de la esclavitud, 114

Benjamin Disraeli. Las esencias de la Inglaterra victoriana, 118

Susan B. Anthony. ¿Son personas las mujeres?, 122

Louise Michel. La bandera negra, 125

Otto Von Bismarck. El socialismo de Estado, 128

Friedrich Engels. El más grande pensador de nuestros días, 131

Joseph Chamberlain. La nueva idea de imperio, 134

Lord Salisbury. Las naciones moribundas, 138

Guillermo II. El discurso de los hunos, 140

Christabel Pankhurst. Si son arrestadas, enviaremos otras más, 142

Emiliano Zapata. La revolución es lo único que puede salvar a la República, 144

Jean Jaurès. La única promesa de una posibilidad de paz, 148

Vladimir I. Lenin. Las tesis de abril, 151

Woodrow Wilson. Catorce puntos para la paz mundial, 154

Adolf Hitler. Derrotaremos a los enemigos de Alemania, 158

Sun Yat Sen. El ‘pan-asianismo’, 161

Bartolomeo Vanzetti. He sufrido más por lo que creo que por lo que soy, 164

José Ortega y Gasset. Rectificación de la República, 167

Franklin D. Roosevelt. La prioridad es poner a la gente a trabajar, 171

Otto Wels. Estamos desarmados, pero no deshonrados, 175

Mustafa Kemal Atatürk. Feliz es aquel que dice ‘Yo soy turco’, 177

Alfred Rosenberg. Sangre y suelo, 179

Indalecio Prieto. Siento a España dentro de mi corazón, 183

Emilio Mola. El golpe de Estado preventivo, 187

Manuel Azaña. Paz, piedad y perdón, 190

Benito Mussolini. A los camisas negras, 195

Philippe Petain. El trabajo nacional, 199

Rabindranath Tagore. La crisis de la civilización, 202

Mahatma Gandhi. Abandonad la India, 206

Eamon de Valera. La Irlanda con la que soñamos, 209

Joseph Goebbels. Lo peor ha quedado atrás, 211

Charles de Gaulle. París liberada, 215

Hirohito. Japón se rinde, 217

Ho Chi Minh. Declaración de independencia de Vietnam, 219

Juan D. Perón. Todo el poder a Perón, 222

Winston Churchill. Una cortina de hierro, 226

Kurt Kauffmann. ¿Sería Kant responsable de Auschwitz?, 230

George C. Marshall. La rehabilitación de Europa, 234

Andrei Jdanov. Los dos campos, 237

Golda Meir. La única retaguardia que tenemos sois vosotros, 240

Jorge Eliécer Gaitán. Oración por la paz, 243

Ben Chifley. La luz en la colina, 246

Joseph McCarthy. Comunistas en el Departamento de Estado, 248

Robert Schuman. Nace la Europa unida, 252

Douglas McArthur. En la guerra no hay sustituto para la victoria, 255

Eva Perón. Vísperas del renunciamiento, 259

Joseph Stalin. La Brigada de Choque del movimiento revolucionario mundial, 262

Albert Einstein. El derecho (o el deber) a no colaborar con el mal, 265

Sukarno. Vamos a crear una nueva Asia y una nueva África, 267

Nikita Kruschev. Denuncia de los crímenes de Stalin, 272

Mao Tse -Tung. Que se abran cien flores y compitan cien escuelas, 277

Harold Mcmillan. Vientos de cambio, 281

Patrice Lumumba. Nuestro país está ahora en manos de sus hijos, 284

John F. Kennedy. La Nueva Frontera de los años sesenta, 288

Juan XXIII. La Iglesia mirará intrépida a lo futuro, 292

Martin Luther King. Yo tengo un sueño hoy, 296

Francisco Franco. Ante los veinticinco años de paz, 300

Ernesto Che Guevara. Discurso en la ONU, 306

Leonid Brézhnev. Leyes comunes de gobierno en la construcción del socialismo, 310

Angela Davis. El imperialismo yanqui nos mata aquí y en Vietnam, 314

Jesús Fernández Naves. Estos muertos son nuestros, 317

Salvador Allende. De nuevo se abrirán las grandes alamedas, 319

Yasir Arafat. No dejen que caiga de mi mano la rama de olivo, 321

Adolfo Suárez. Perder el miedo al miedo, 325

Ayatollah Ruhollah Jomeini. No podemos tener dos gobiernos en el país, 328

Julius K. Nyerere. La OCDE del Tercer Mundo, 331

Felipe González. Hay que ser socialistas antes que marxistas, 335

Oscar Arnulfo Romero. En nombre de Dios, cese la represión, 338

Ronald W. Reagan. El Gobierno es el problema, 339

Deng Xiaoping. Abrir en toda la línea nuevas perspectivas para la modernización, 344

Gabriel García Márquez. La soledad de América Latina, 347

Raúl R. Alfonsín. Se acabó la dictadura militar, 350

Richard Von Weizsäcker. Quien cierra sus ojos al pasado se vuelve ciego ante el presente, 353

Mijail Gorbachov. Fin de la ‘guerra fría’ y nuevo orden mundial, 358

Slobodan Milosevic. El anuncio de la tragedia yugoslava, 362

Fidel Castro. ¿Qué significa periodo especial en tiempo de paz?, 365

Octavio Paz. La búsqueda del presente, 370

José Antonio Ardanza. El conflicto vasco es un conflicto entre vascos, 375

Silvio Berlusconi. Por mi país, 378

Luis Donaldo Colosio. La única continuidad que propongo es la del cambio, 382

Noël Hitimana. Que la desgracia caiga sobre ellos, 386

Nelson Mandela. Una nación irisada, en paz consigo misma y con el mundo, 388

Margaret Thatcher. La libertad y el Gobierno limitado, 391

Umberto Bossi. Una nación imaginaria, 396

Elie Wiesel. Los peligros de la indiferencia, 399

Comandanta Esther. Soy indígena y soy mujer, y eso es lo único que importa ahora, 403

Osama Bin Laden. Nuestra nación islámica ha estado probando lo mismo, 407

José Luis Rodríguez Zapatero. Un país más decente, 409

Evo Morales. Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre, 411

Nicolas Sarkozy. Contra Mayo del 68 (y sus herederos), 415

Al Gore. La tierra tiene una fiebre, 419

Barack Obama. ‘Yes, we can!’, 423

Kevin Rudd. Perdón a los aborígenes australianos, 428

Naomi Klein. Superar la sobrecarga, 433

Vladimir Putin. ¿Nuevas reglas de juego o juego sin reglas?, 439

Angela Merkel. Nuestra cohesión, 443




Del discurso al ‘canutazo

Antonio Rivera

 

Los discursos políticos no los han hecho solo los políticos; hay pronunciamien­tos orales hechos por ciudadanos, científicos, artistas, literatos o simplemente testigos de algo capaces de proyectar toda la emoción, de profundizar en una gran reflexión o de concluir consecuencias mucho más políticas que las que proporciona la política profesional. Con todo, sí, la mayoría de discursos políti­cos los han pronunciado políticos.

La importancia del discurso ha venido asociada a circunstancias como el tipo de cultura de las sociedades, el desarrollo de determinadas tecnologías de la comunicación o la influencia cambiante del grupo al que se dirige, ya sean eli­tes poderosas o multitudes determinantes. Las sociedades tradicionales eran de cultura oral, no escrita y mucho menos audiovisual, como la nuestra. En ellas, la palabra era el instrumento de transmisión de la información. Por eso, el dis­curso del poderoso o del pensador (o del sacerdote) estaba a la orden del día. Sin embargo, la lejanía en el tiempo y los pocos recursos técnicos que existían para retener la literalidad de las oraciones públicas hace que sean escasos los que han llegado hasta nosotros, y en su totalidad indirectos, recreados con incierta veracidad por quienes los llevaron al papel.

Sin embargo, cuando la extensión de tecnologías como la imprenta y la prensa, y de habilidades como la lectura, permitió que mucha gente pudiera conocer lo que se había dicho en algún lugar, el discurso vivió su momento dorado. Los siglos XIX y XX, nuestra contemporaneidad, son por eso el tiempo del discurso, y en concreto del discurso político. Los medios escritos reproducían lo que se decía en las tribunas parlamentarias, en las concentraciones de multitudes, en las salas de juicios o en los pronunciamientos graves en ocasiones difíciles. Además, tercera circunstancia, en el ecuador de nuestra contemporaneidad emergió la masa humana como factor determinante. El número de sujetos empujó en direcciones diversas y hubo que contar con él, por fuerza o por respeto a una ley más avanzada y generosa. Ese hecho condicionó las formas de la política.

La masa se mueve y es movida por la pasión más que por la lógica y la razón. Por eso el discurso vibrante, tendente a buscar la víscera más que el cerebro, se convirtió en un mecanismo de gran importancia para alcanzar el poder, sostenerse en el mismo o simplemente combatirlo. Donde antaño se estilaba el discurso culto y erudito, plagado de referencias, historiado, dotado de un hilo argumental fuerte, interminable (porque normalmente se pronunciaba ante personas sosegadas que escuchaban sentadas), comenzó a extenderse el pasional, sostenido en palabras dotadas de evocadora semántica para la concurrencia —esos trinomios de Libertad- Igualdad-Fraternidad, Dios-Patria-Rey, Sí-se-puede…—, dicotómico en su argumentación, sencillo en su digestión; a veces siguieron siendo prolongados, aunque se recibieran de pie.

El punto final, de momento, de la vida del discurso y de su eficacia viene determinado por dos circunstancias: nuestra cultura masiva y nuestros sofisticados medios de comunicación. Añadiría incluso una tercera: el tipo de conocimiento superficial, múltiple y simultáneo que caracteriza el siglo XXI por mor de las dos primeras. Es el tiempo, entonces, del canutazo, esa declaración sintética —veinte segundos, como un anuncio televisivo— que recoge, no el argumento, sino la consigna para la ocasión, la toma de posición, el mantra partidario de la jornada. Un sistema exageradamente competitivo de mensajes de todo tipo contribuye a depreciar el esfuerzo por crear razonamientos complejos. Todo cabe en ciento cuarenta caracteres o en el tiempo de una efímera declaración pública, a la que seguirá otra y otra más, un despliegue caótico de noticias, tantas como mensajes publicitarios de todo tipo de productos y servicios. De un discurso pronunciado ante un auditorio reclamado para escuchar solo quedará un grueso titular o esos veinte segundos de vídeo. Razón por la cual la mayoría de los discursos políticos se supeditan hoy a esa exigencia del medio (que constituye y determina el mensaje, como dijo MacLuhan hace ya decenios). Las nuestras son democracias mediáticas en las que no queda claro cuál de los dos términos es el sustantivo y cuál el adjetivo; en todo caso, se complementan y condicionan simbióticamente.

Por eso, Castelar o Churchill o Saint-Just no podrían dedicarse hoy a su vocación política; o deberían hacerlo de manera distinta a como lo hicieron. Con todo, todavía se puede escuchar o leer un buen discurso –Internet está plagada de ellos: el soporte de la evanescencia intelectual es también el de los argumentos de peso. Conservadores como Reagan, Thatcher o Sarkozy y liberales como Barack Obama han pronunciado discursos —a veces cuidadosamente redactados por brillantes “negros”— de gran belleza, sensibilidad, ingenio, hilo argumental, contundencia y densidad expositiva, e incluso habilidad para denostar con elegancia a sus competidores y aparecer como elección inevitable ante su audiencia. Pero de la mayoría de ellos acaba llegando al gran público solo una frase reiterada —que incluso no pertenece al referido discurso o que es totalmente apócrifa— o un sonsonete celebrado y musical del tipo “Yes, we can!”.

En un pasado todavía no muy lejano, los ciudadanos eran capaces de permanecer ante una radio o un aparato de televisión y escuchar pacientes las reflexiones del enfermo presidente Roosevelt o las inacabables salutaciones de Navidad de Franco. Por supuesto, la atención no necesitaba reclamo si el instante era de gravedad por una amenaza bélica o por una crisis profunda de la normalidad política (o por un incidente natural y su respuesta). Los dirigentes populistas (y los autoritarios) han recurrido al discurso con insistencia y con la ventaja que da el monopolio de la palabra, ya sea en plazas, ya desde los medios de comunicación clásicos o modernos; en la mayoría de los casos estos engrosan la lista de oradores pertinaces. Pero remontándonos un poco más en el tiempo, antes del corte de la segunda gran guerra, constituía un hábito que los grandes discursos políticos (y de políticos) ocuparan planas y planas de diarios o que se recogieran en publicaciones específicas que tenían sus lectores. Castelar o Cánovas podían prolongarse hasta la extenuación en sus oraciones en los ateneos o en la tribuna del Parlamento, seguros de que todo su saber no se iba a perder en un tercio de minuto, sino que quedaría para la posteridad en la publicación correspondiente, muchas veces corregida y pulida formalmente después.

Los grandes tribunos pasados y presentes tienen buenos libros compilatorios de sus mejores discursos. Igualmente, todos los países y lenguas tienen sus listas de los “mejores cien” de su historia, que publican de la misma manera que esta Antología del discurso político que el lector tiene ahora en sus manos. Aunque ya no tenemos un público masivo dispuesto a solazarse con una buena lectura de algo que se pensó por escrito (las más de las veces) y que se escuchó oralmente y en público, aunque todo lo que pase de veinte segundos de recepción ya amenaza con ser una tarea heroica, aunque el pensamiento complejo (que lo hay, y mucho, en muchos discursos) ya no esté de moda, hay todavía ciudadanos capaces de apreciar la virtud de la palabra y la magia de un argumento tan bien pensado como dicho.

Incluso podría acudirse a una razón instrumental: un buen discurso, más allá de su belleza formal, literaria, informa extraordinariamente sobre el individuo que lo pronuncia y su intención, así como sobre el tiempo y lugar en que se produce, y sobre el tipo de propuestas que se formulan en él y el destino de las mismas. Los interesados en la filosofía, la política, la historia o la evolución del pensamiento encuentran en los discursos una fuente inmejorable. Luego queda que cada selección de los “cien mejores” (o algo parecido) sea acertada. Ahí entra en juego el olfato y mirada del editor, dos sentidos que todavía no habían sido reclamados aquí.

Sin duda que en todas las antologías son todos los que están, por mucho que no puedan estar todos los que son. El criterio en esta que presentamos ha sido rastrear la historia del discurso desde que tenemos noticia del primero de ellos. Lógicamente, abundan los más cercanos a nosotros en el tiempo por aquello de la existencia de recursos técnicos para recogerlos, pero también sobre todo porque la contemporaneidad se soporta fundamentalmente en la competencia de diversos argumentos y no en el monopolio de una verdad. En consecuencia, la contemporaneidad, como ningún otro tiempo anterior, se ha pasado el día vendiendo su producto en la plaza ante públicos cada vez más numerosos y capacitados intelectual y legalmente. La política (y la razón) competitiva es propia de nuestras sociedades, y el discurso, en el formato que sea, es su medio por excelencia. Del mismo modo, la ignorancia de este editor es mayor conforme más distante es la cultura de la que participa. Por esa razón hay más discursos seleccionados de nuestro mundo occidental, aunque se ha hecho un esfuerzo por no dejar demasiado huérfano ningún lugar del planeta.

El procedimiento de localización en este caso no ha ido del discurso al tema, sino al revés. Se trata también de conformar e ilustrar una “historia del mundo”. Es decir, identificar las temáticas fundamentales para después localizar un discurso que las represente con energía y seso (o al menos con gravedad e intención, más allá de su fondo y resultado). Interesa traer a colación el absolutismo monárquico y se reclama y busca alguna oración pública del magnífico representante de esa tendencia que fue Luis XIV, no al revés (el Rey Sol no tenía ni facultades ni posibilidades para participar del “top one hundred” de oradores).

La mayoría de los discursos son muy largos incluso para un libro. Quiero decir que con pocos se completa una monografía. Es cierto que solo con una lectura al completo se puede apreciar toda su brillantez (si la tiene), pero para eso están las selecciones correspondientes a una sola persona. Al tratarse de una antología general, como en este caso, es preferible recortar partes de los mismos para poder incluir un número significativo, hacer un buen recorrido por la historia y seleccionar los pasajes más evocativos, interesantes o informativos. Si el editor lo hace mejor o peor es otro asunto.

Otra característica de esta antología es que solo se ha elegido un discurso por cada personaje. Hay oradores brillantísimos que, como los buenos cantantes, no tienen un discurso o una canción mala. Son tan brillantes que han aportado, incluso, testimonio y argumentos a diferentes momentos y problemas cruciales del trozo de historia que les tocó vivir. Churchill fue capaz de hablar con tanto tino de la amenaza nazi y de lo que prometía a sus conciudadanos al enfrentarse a la misma como de la nueva confrontación bipolar que iba a suceder al fin de la guerra mundial o de la necesidad del viejo continente de conformar algún tipo de unión para no acabar emparedado entre aquellas dos nuevas grandes potencias. Kennedy solo gobernó tres años, pero tuvo tiempo para estar en diferentes momentos estelares (o al menos sumamente peligrosos) de la humanidad: la crisis de los misiles en Cuba o el bloqueo de Berlín. Además, prometió una “nueva frontera” a los americanos. De cada una de esas excepcionales ocasiones y temáticas (y de otras más que protagonizó) se guardan magníficas intervenciones orales. Otra vez la selección de los mejores se compondría con muchos discursos de solo unos pocos oradores, y aquí se ha querido abrir el campo y conocer la panoplia de voces más amplia posible. Incluso incluyendo discursos un poco caóticos, como ese de la toma de posesión de Evo Morales, cuando se le complicó la chanchulla (“chuleta”) de temas que llevaba preparada y él mismo se dio cuenta de que se perdía. Lo singular de su experiencia —un indígena llegando con los votos al ejecutivo de su república— lo salva y le permite entrar en esta antología.

A veces, también, echamos mano de cierta generosidad para traer aquí algunos discursos que no se sabe muy bien si se pronunciaron, ni ante quién o si eran únicamente oraciones con autoría que se repetían en plazas o en la intimidad; el Medioevo es el reino de esas narraciones que resisten porque se repiten popularmente más que porque nos hayan llegado fielmente escritas. De la multitud de versiones que tienen los discursos célebres antiguos mejor no hablar demasiado; al final se acaba eligiendo aquella que parece más plausible a la hora de reproducir lo que se podía estar diciendo entonces. Aunque incluso discursos más recientes —el de un jefe indio norteamericano en el ecuador del XIX, pero lo mismo el de Perón un siglo después— son pasto de “decoradores” que introducen en ellos temáticas que no existían en el tiempo del protagonista o que sustraen palabras realmente dichas que podrían usarse o interpretarse con desventaja después. La conciencia histórica de la modernidad ha hecho del pasado y del futuro idénticos tiempos imprevisibles y cambiantes. Como dice Rüdiger Safranski, uno y otro, “vistos desde el presente, son el gran espacio de lo posible”. Ahí sí que el soporte audiovisual parecería en principio proporcionar más garantías de autenticidad que las reconstrucciones literarias de la antigüedad clásica. Pues no: volviendo a Perón, su famoso discurso de acceso al poder puede contemplarse hoy en Youtube con todo tipo de amputaciones y manipulaciones; y seguro que no es solo el suyo. En otros casos, la interpretación cambiante en el tiempo da lugar a entretenidos debates filológico-históricos sobre la semántica de las palabras (el significado de la honorabilidad de las doncellas que reclamaba Eamon de Valera para su Irlanda soñada es un buen ejemplo de ello).

Discursos, por último, de múltiple factura. De conocerla, la hemos hecho constar en los delantales introductorios de cada uno de ellos. Algunos se improvisaron, otros se llevaban pensados, otros se leyeron penosamente, los hay hechos por oradores que podían dar más de un discurso por jornada y los hay escritos por brillantes intelectuales agazapados (“negros”) que son declamados con mejor o peor capacidad por sus puntuales dueños de la palabra. Algunos son declaraciones leídas o pronunciadas sin tanta elaboración ante una multitud organizada o espontánea, ante una cámara legislativa, ante periodistas, ante una cámara de televisión o un micrófono de radio, ante un juez, recogiendo un galardón, en la disputa de un congreso, en un acto fúnebre o de recuerdo… No son iguales todos los escenarios y momentos, y por eso es conveniente decir algo al respecto.

Esta Antología del discurso político que edita Los Libros de la Catarata reúne ciento treinta de ellos, indiscutiblemente valiosos por su calidad literaria, su importancia como anuncio de alguna novedad, la repercusión que tuvieron, el instante que representan, la habilidad discursiva que demuestran o el aroma (y argumentos) de un tiempo perdido e ignoto que nos trasladan. Algunos, unos pocos, son los inevitables, esos que no pueden faltar en ninguna antología (Bolívar, Wilson, Luther King…), pero otros muchos constituyen novedad –muchos se publican por vez primera en castellano- y componen una muestra atractiva, sugerente y expresiva de lo que ha sido nuestra historia y de los que son todavía los temas de nuestro tiempo.







Louise-Antoine Saint-Just

No se puede reinar inocentemente

13 de noviembre de 1792, Convención Nacional, París

El discurso es auténticamente revolucionario. Cuando se trata de juzgar al rey, Saint-Just invoca una lógica diferente que deje atrás la que había legitimado el po­der del monarca. El rey no puede ser juzgado como un ciudadano… porque nunca lo fue. Su destino no era otro que seguir reinando, si no se impugna esa legitimidad, o morir, si se aplica la nueva revolucionaria ahora emergente, que contempla al mo­narca, en su condición intrínseca, como un enemigo del pueblo, como un extranjero al que no se puede aplicar la norma de la ciudad sino la fuerza exterminadora que se emplea contra los traidores, ajenos y enemigos de esta. El lenguaje es brutal, pero coherente con la naturaleza revolucionaria del momento si, como plantea en su alternativa Saint-Just, se quiere fundar y fundamentar una revolución.

Me comprometo, ciudadanos, a demostrar que el rey puede ser juzgado; que la opinión de Morrison de preservar la inviolabilidad y la del comité, que quiere que se le juzgue como a un ciudadano, son igualmente falsas, y que el rey debe ser juzgado sobre unas bases que no sostienen ni una cosa ni la otra.

[…] El único objetivo de la comisión fue persuadiros de que el rey debía ser juzgado como un simple ciudadano, y yo os digo que lo debe ser como un ene­migo, que debemos combatirlo más que juzgarlo, y que, no teniendo nada en el contrato que le una a los franceses, las formas de proceder no son parte de la ley civil sino del derecho de gentes.

[…] Sorprenderá un día que en el siglo XVIII se fuera menos avanzado que en los tiempos de César: allá el tirano fue muerto en pleno Senado, sin otras for­malidades que veintitrés puñaladas y sin otra ley que la de Roma. Y hoy se le hace respetuosamente un proceso al asesino del pueblo, detenido en delito flagrante.

Los mismos hombres que van a juzgar a Luis tienen una república que fun­dar: aquellos que atribuyen alguna importancia a la justicia del castigo a un rey nunca fundarán una república. Entre nosotros, la finura de espíritus y de carac­teres es un gran obstáculo para la libertad. […] Ciudadanos, si el pueblo romano, después de seiscientos años de virtud y odio contra los reyes, si Gran Bretaña, muerto Cromwell, vio renacer a los reyes, a pesar de su energía, ¿qué no debe­rán temer entre nosotros los buenos ciudadanos amigos de la libertad, viendo temblar el hacha en nuestras manos y a un pueblo en el primer día de su libertad respetando la memoria de sus cadenas? ¿Qué república queréis establecer en medio de nuestras batallas individuales y nuestras debilidades comunes?

[…] El pacto es un contrato entre los ciudadanos y no con el Gobierno: no se debe nada a un contrato cuando uno no está obligado por él. En consecuencia, Luis, que no estaba obligado, no puede ser juzgado civilmente. Este contrato era tan opresivo que obligaba solo a los ciudadanos y no al rey. Un contrato de este tipo era necesariamente nulo, porque nada es legítimo si no tiene la sanción de la moral y de la naturaleza. […] Para mí, no hay término medio: este hombre debe reinar o morir.

[…] ¡Juzgar a un rey como a un ciudadano! Juzgar es aplicar la ley. Una ley es una relación con la justicia: ¿qué relación de justicia existe entre la humanidad y los reyes?, ¿qué tienen en común Luis y el pueblo francés? […] La acusación que se le debe hacer a un rey no es por los crímenes de su administración sino por el hecho mismo de ser rey, porque nada en el mundo puede justificar esta usurpación del poder popular; y bajo cualquier ilusión o convención bajo la que queda cubierta la monarquía, ella es, en sí misma, un eterno crimen contra el que todo hombre tiene el derecho de armarse y alzarse. […] No se puede reinar inocentemente: es demasiado evidente. Todo rey es un rebelde y un usurpador. […] Estas son las consideraciones que un pueblo generoso y republicano no debe olvidar ante el juicio a un rey.

[…] Yo no perdería nunca de vista que el espíritu con el que juzgamos al rey será el mismo que con el que estableceremos la república. La teoría de vuestro juicio será la de vuestras magistraturas, y la medida de vuestra filosofía, en este juicio, será también la medida de vuestra libertad en la Constitución.

Repito que no se puede juzgar a un rey de acuerdo con las leyes del país o más bien las leyes de la ciudad. El ponente os lo ha dicho, pero esa idea murió demasiado pronto en su alma y perdió su fruto. No había nada en las leyes de Numa para juzgar a Tarquino; nada en las leyes de Inglaterra para juzgar a Car­los I: fueron juzgados según el derecho de gentes; empujando a la fuerza con la fuerza; empujando a un extraño, a un enemigo. Esto es lo que legitima estas novedades y no las formalidades vacías, que no tienen más principio que el con­sentimiento del ciudadano, por el contrato.

[…] Todo lo que os he dicho trata de probar que Luis XVI debería ser juz­gado como un extranjero enemigo. Añado que no es necesario que su condena a muerte sea sometida a la sanción del pueblo porque el pueblo puede impo­ner las leyes por su voluntad, ya que esas leyes importan a su felicidad, pero el mismo pueblo no puede borrar el crimen de tiranía. El derecho de los hombres contra la tiranía es personal y no es un acto de soberanía obligar a un solo ciu­dadano a perdonarle.

[…] Este es un bárbaro, un prisionero de guerra extranjero. […] Es el ase­sino de la Bastilla, de Nancy, del Marte, Tournai, Tullerías. ¿Qué otro enemigo extranjero nos hizo más daño? Debe ser juzgado inmediatamente. […] Buscan­do el revuelo de la piedad compraremos pronto las lágrimas y haremos todo lo suficiente para corrompernos a nosotros mismos. Pueblo, si el rey es absuelto, no seremos dignos de tu confianza y se nos podrá acusar de traición.

 

Fuente: Web Louis-Antoine Saint-Just (www.antoine-saint-just.fr/textes.html). J. Mavidal y E. Lau­rent (eds.), Archives parlamentaires de 1787 a 1860, primera serie (1787 a 1799), tomo LIII (27 de octubre de 1792 a 30 de noviembre de 1792), París, Paul Dupont, 1898, p. 391.


 






 

Rabindranath Tagore

La crisis de la civilización

7 de mayo (o 14 abril) de 1941, Santiniketan (Calcuta, Bengala Occidental)

El último discurso de este renacentista contemporáneo —filósofo, escritor, poeta, músico—, en pleno fragor de la segunda gran guerra, con todas las es­tructuras en crisis, expresa a un tiempo la desilusión por la historia y el presente, a la vez que un intento desesperado y postrero por seguir creyendo en la condi­ción humana. Repasa su ya larga vida y recuerda el impacto juvenil que le causó la civilización inglesa —y europea— y cómo esta devino en simple explotación colonial, ajena a los sufrimientos provocados a millones de compatriotas. Es por eso que para finales del XIX ya se mostró beligerante con la realidad del despo­tismo británico. Por eso también se lamenta de la crisis de la civilización, porque tanta brillantez y progreso del hombre blanco se saldaba en simple, inmoral y brutal dominación. De poco valía, pues, la grandeza de sus grandes pensadores y literatos; el ansia de poder de sus gobiernos y compañías comerciales primaba sobre ellos. Frente a esa realidad, Tagore contempla expectante la novedad so­viética —en estos instantes amigada aún con los nazis—, el despertar de otros pueblos asiáticos al desasirse de la tutela occidental y hasta la creciente hege­monía regional de Japón, disimulando con ambigüedad la amenaza expansiva de ese país (faltaban unos meses para Pearl Harbor). En ese sentido, la oración del maestro tiene más de condolencia por una vida y dos o tres generaciones perdidas que de atinada lectura de la realidad. Debido a su estado de salud, este discurso de Tagore fue leído por Kshitimohan Sen y luego su texto sufrió también los habituales retoques que proporcionan versiones diferentes del mismo.

Hoy cumplo ochenta años. Al contemplar el largo recorrido que dejo atrás y ver con perspectiva clara la historia, estoy impresionado con el cambio que se ha producido tanto en mi propia actitud como en la psicología de mis compatrio­tas; un cambio que alberga la causa de una profunda tragedia. Nuestra relación con el mundo fue con los ingleses que conocimos en aquellos primeros años. Fue principalmente a través de su vigorosa literatura como formamos nuestras ideas sobre aquellos recién llegados a nuestras cos­tas indias. En aquellos días, el tipo de conocimiento que se nos ofrecía no era abundante ni diverso… […] Los días y las noches se llenaron con las declama­ciones de Burke, las intricadas oraciones de Macaulay, discusiones centradas en el teatro de Shakespeare o la poesía de Byron y, ante todo, con el liberalismo magnánimo de la política inglesa del siglo XIX.

En aquel momento, aunque se estaban llevando a cabo intentos para lograr nuestra independencia nacional, no habíamos perdido la fe en la generosidad de la raza inglesa. Esta creencia estaba tan profundamente arraigada en los sentimientos de nuestros líderes que albergaban la esperanza de que el vencedor, por voluntad propia, allanara el camino de la libertad para los vencidos. La creencia se basada en que Inglaterra, en ese momento, ofrecía refugio a todo aquel que tuviera que escapar de la persecución en su propio país. Los ingleses dieron la bienvenida sin reservas a los mártires políticos que habían sufrido por el honor de su pueblo.

Me impactó esta prueba de generosa humanidad en el carácter de los ingle­ses y, por ello, los coloqué en el pedestal de mi mayor respeto. Esta generosidad en su carácter nacional aún no se había viciado por el orgullo imperial.

[…] Resulta complicado encontrar un término bengalí equivalente a la pa­labra inglesa civilization. A esa fase de la civilización con la que estábamos fami­liarizados en este país, Manu [el primer ser humano en la tradición hinduista] la llamó “Sadachar” (literalmente, “conducta apropiada”); esto es, la conducta prescrita por la tradición de la raza. […] En mi infancia, la actitud hacia la parte culta y educada de Bengala, rebosante de saber inglés, estaba cargada de un sen­timiento de rebelión contra esas rigideces sociales.

[…] En lugar de estos códigos de conducta aceptamos el ideal de “civiliza­ción” tal y como se representaba en el periodo inglés. […] Nacido en ese am­biente, animado por nuestra intuitiva inclinación hacia la literatura, puse a los ingleses en el trono de mi corazón. Así se sucedieron los primeros capítulos de mi vida. Entonces llegó el punto de inflexión, acompañado de un doloroso sen­timiento de desilusión, cuando comencé a darme cuenta de lo fácilmente que aquellos que aceptaron las grandes verdades de la civilización las negaban con impunidad cuando implicaban asuntos de egoísmo nacional.

Entonces me vi forzado a alejarme del mero deleite de la literatura. Al conocer la realidad, la visión de la extrema pobreza de las masas indias desgarró mi corazón. Sacado de mis sueños bruscamente, comencé a darme cuenta de que seguramente en ningún Estado moderno había semejante desesperada escasez de los recursos más básicos de la existencia. Y aun así, fue este el país cuyos recursos habían ali­mentado la riqueza y magnificencia de los ingleses durante tanto tiempo.

[…] He tenido el privilegio de ser testigo, estando en Moscú, de la inagotable energía con la que Rusia ha intentado combatir la enfermedad y el analfabetismo, y ha logrado acabar con la ignorancia y la pobreza, borrando la humillación del rostro de este vasto continente. Su civilización está libre de todas las malintencionadas distinciones entre una clase y otra, entre un culto y otro. El rápido y asombroso progreso que ha logrado me hace feliz y me pone celoso a partes iguales.

Un aspecto de la Administración soviética que me agradó particularmente fue que no permitía conflictos entre diferentes religiones ni ponía a una comunidad en contra de otra mediante una desequilibrada distribución de favores. Eso es lo que yo considero una Administración verdaderamente civilizada que atiende, de manera imparcial, los intereses comunes de la gente. […] Cuando miro hacia mi propio país y veo a gente intelectual y muy evolucionada yendo a la deriva, no puedo evitar comparar ambos sistemas de gobierno —uno basado en la cooperación, el otro en la explotación— que han hecho posibles realidades tan opuestas.

También he visto a Irán, que recientemente ha despertado a la conciencia nacional liberándose de las mortíferas presiones de dos potencias europeas. […] El reino vecino de Afganistán, aunque queda mucho trabajo que hacer en el desarrollo social y la educación, tiene suerte de poder mirar hacia un progreso infinito; ninguna de las potencias europeas que se jactan de su civilización ha logrado oprimir o destruir sus posibilidades.

Así, mientras estos otros países avanzan, India, asfixiada por el peso muerto de la Administración inglesa, yace inmóvil en su completa indefensión. Otra mag­nífica y antigua civilización, de cuya reciente trágica historia los ingleses no pueden negar su responsabilidad, es China. Mirando por su lucro, los ingleses drogaron a su gente con el opio y luego se apropiaron de una parte de su territorio. Cuando el mundo estaba a punto de borrar de su memoria esta atrocidad, fuimos desgracia­damente sorprendidos por otro acontecimiento: Japón estaba devorando en si­lencio el norte de China, y esta destrucción injustificada estaba siendo ignorada como un incidente menor por la veterana diplomacia inglesa.

También hemos sido testigos, de lejos, de cómo los hombres de Estado in­gleses han permitido la destrucción de la república española, mientras que otros compatriotas suyos se dejaban la vida por España. Aunque los ingleses no han sido conscientes de su responsabilidad en China y en el Lejano Oriente, en sus territo­rios más próximos no dudaron en sacrificarse por la causa de la libertad.

Esos actos de heroísmo me devolvieron el auténtico espíritu inglés, en el que en aquellos tempranos días había depositado mi entera confianza, y han hecho que me pregunte cómo pudo la ambición imperialista producir una transforma­ción tan repugnante en el carácter de una raza tan grandiosa. Este es el trágico rela­to de la pérdida gradual de mi fe en la civilización de las naciones europeas.

En India, la desgracia de ser gobernados por una raza extranjera queda pa­tente a diario, no solo por la atroz desatención de necesidades tan básicas como los alimentos, la ropa, la educación o las instalaciones médicas, sino por la ma­nera en que sus gentes se han dividido. La pena es que la culpa es nuestra. Tan abominable situación de nuestra gente nunca hubiera sido posible sin la cola­boración de altos cargos indios.

Uno no puede creer que los indios sean inferiores a los japoneses en ca­pacidad intelectual. La diferencia entre estos dos pueblos orientales es que mientras India se encuentra a merced de los ingleses, Japón se ha liberado del dominio extranjero.

[…] El espíritu violento que permanecía dormido en la psicología de los occidentales se ha animado a sí mismo y profana el espíritu del Hombre. Al­gún día, las ruedas del destino obligarán a los ingleses a renunciar al Imperio indio. Pero, ¿qué clase de India dejarán detrás, qué inhóspita miseria? Cuando el riachuelo de la administración de sus siglos se seque finalmente, ¡qué rastro de fango e inmundicia dejarán tras ellos! Hubo un tiempo en el que creía que los manantiales de la civilización emanarían del corazón de Europa, pero hoy, a punto de abandonar el mundo, esa fe se ha extinguido por completo.

Al echar un vistazo a mi alrededor, alcanzo las desmoronadas ruinas de una orgullosa civilización esparcidas como un montón de futilidad. Y aun así, no co­meteré el grave pecado de perder la fe en el hombre. Antes de eso, miraría hacia un nuevo capítulo en su historia, cuando haya pasado el cataclismo y la atmós­fera luzca con el espíritu del servicio y el sacrificio. Tal vez ese amanecer venga de este horizonte, del Este del que sale el sol. Llegará el día en que el hombre invicto desande su camino de conquista, a pesar de todas las barreras, y recobre su patrimonio perdido.

Hoy somos testigos de los peligros que acompañan a la insolencia del po­der; algún día será confirmada toda la verdad que los sabios han proclamado: “El hombre prospera a base de injusticia, obtiene lo que le parece deseable, conquista a sus enemigos, pero perece en la raíz”.

 

Fuente: Sisir Kumar Das, The English Writings of Rabindranath Tagore, Nueva Delhi, Sahitya Aka­demi, 2004, vol. 3, pp. 722-726. Rudrangshu Mukherjee, Great Speeches of Modern India, Gurgaon (Haryana, India), Random House India, 2007. Rabindranath Tagore, “Lectures, addresses”, The English Writings of Rabindranath Tagore, vol. 7, Mohit Kumar Ray (comp.), Nueva Delhi, Atlantic Publishers & Dist, 2007, pp. 980 y ss. (http://innereye.eu/obhiblog/2011/07

/crisisofcivilisation/).


 


R
ichard Von Weizsäcker

Quien cierra sus ojos al pasado se vuelve

ciego ante el presente

8 de mayo de 1985, Parlamento alemán, Berlín

Oficial hasta el final de la guerra, condecorado en ella en diversas ocasiones e hijo de un dirigente nazi condenado en Núremberg, el discurso del presidente democristiano Weizsäcker sorprendió a todos por la rotundidad con que defen­dió la obligación de los alemanes de encarar su pasado y su responsabilidad como pueblo, cuando otras corrientes pretendían difuminar ese recuerdo. Se ha escrito si no resultó ser “un discurso histórico que pronto pasó a la histo­ria”. Sin embargo, la cercana en el tiempo reunificación alemana solo pudo ser aceptada sobre la base de ese reconocimiento por parte de todos los alema­nes. Años después lo ratificaría el actual presidente Joachim Gauck: “No hay identidad alemana sin memoria de Auschwitz”. Que esto se asuma hoy así, en parte se debe a aquel discurso conmemorativo que oficialmente se pronunció en el 40º aniversario del fin de la guerra en Europa, pero también “de la tiranía nacionalsocialista”.

Muchas personas conmemoran hoy el día en que la segunda guerra mundial ter­minó en Europa. Conforme a su suerte, cada pueblo experimenta sentimientos particulares. Victoria o derrota, liberación de la injusticia y de la dominación extranjera o paso a un nuevo estado de dependencia, división, nuevas alianzas, desplazamientos masivos…

En lo que a nosotros concierne, a los alemanes, también debemos cele­brar este día y las razones las debemos encontrar nosotros mismos. […] Lo que necesitamos y lo que nos es dado es el poder de ver la verdad misma, sin em­bellecer o sin considerarla parcialmente. Para nosotros, el 8 de mayo es sobre todo un día en el que recordamos el sufrimiento que tuvieron que soportar los hombres. Es también un día de reflexión sobre nuestra historia. Cuanto más abordamos este día con franqueza, mayor es nuestra libertad para asumir las consecuencias.

Para nosotros, los alemanes, el 8 de mayo no es un día de fiesta. Los que vivieron ese día en toda su lucidez recuerdan momentos muy personales y, por tanto, muy diferentes entre sí. Ese día algunos regresaron a casa, otros perdie­ron su patria. Ese día algunos fueron liberados, otros hechos prisioneros. Mu­chos simplemente comprobaron que las noches de bombardeo y miedo llegaban a su final y que salían vivos de ellas. Otros sentían gran dolor ante la derrota total de su patria. Algunos alemanes estaban llenos de amargura ante las ilusiones destruidas, otros llenos de gratitud por el nuevo comienzo que se les daba.

[…] Sin embargo, el sentimiento emergió poco a poco, el que sentimos hoy y que nos hace decir que el 8 de mayo fue un día de liberación. Este día nos libe­ramos del sistema de la tiranía nacionalsocialista, soportado sobre el desprecio del hombre.

Nadie olvidará en nombre de esa liberación los terribles sufrimientos que, el 8 de mayo, no hicieron sino comenzar o seguir para muchas víctimas. Sin em­bargo, debemos evitar el ver el final de la guerra como la causa del éxodo, de la expulsión y de la privación de la libertad. Esta causa se encuentra mucho más en el comienzo de la guerra y en el comienzo de esta tiranía que llevó a la guerra. No tenemos derecho a disociar el 8 de mayo de 1945 del 30 de enero de 1933.

[…] Evocamos en particular la memoria de los seis millones de judíos ase­sinados en campos de concentración alemanes. Evocamos la memoria de todos los pueblos víctimas de la guerra, especialmente de los innumerables ciudada­nos soviéticos y polacos que murieron. Nosotros, los alemanes, evocamos en el duelo la memoria de nuestros compatriotas muertos como soldados durante los ataques aéreos en su patria, en cautividad o víctimas de la expulsión. Evocamos la memoria de los gitanos asesinados, los homosexuales muertos, los alienados y dementes asesinados, de todos los que murieron por su convicción religiosa o política. Evocamos la memoria de los rehenes ejecutados. Pensamos en las víctimas de la resistencia en todos los estados ocupados por nuestro Ejército. Como alemanes, honramos la memoria de las víctimas de la resistencia alema­na, civil, militar o religiosa, la de los medios obreros y sindicales, la resistencia comunista. Evocamos la memoria de todos aquellos que, sin oponer resistencia activa, aceptaron morir antes que desobedecer a su conciencia.

[…] Son las mujeres quienes llevaron la parte más pesada de la carga in­fligida a los seres humanos. La historia universal olvida fácilmente sus sufri­mientos, su renuncia y su fuerza silenciosa. Temblaban y trabajaron, para llevar y proteger la vida humana. Lloraron la muerte de sus padres y de sus hijos, de sus maridos, hermanos y amigos muertos en la batalla. En los años más oscuros impidieron que se apagara la luz de la esperanza de la humanidad. Al final de la guerra fueron las primeras en ponerse manos a la obra, a pesar de la falta de perspectivas de futuro…

[…] La dominación y la tiranía se habían originado en el odio inmenso que ex­presaba Hitler hacia nuestros compatriotas judíos. Hitler nunca ocultó este odio en público; al contrario, hizo de todo nuestro pueblo el instrumento de ese odio. […] Es cierto que hay pocos estados que durante su historia no se hayan involucrado en crímenes de guerra. Pero el genocidio judío sigue siendo único en la historia.

[…] La ejecución de este crimen fue obra de unos pocos solamente. La opi­nión pública se mantuvo alejada. Sin embargo, cada alemán pudo ser testigo de los sufrimientos impuestos a los ciudadanos judíos, víctimas primero de una fría indiferencia, después de la intolerancia larvada y, finalmente, de un odio declarado. ¿Cómo no sospechar nada ante los incendios de sinagogas, el saqueo, la imposición de la estrella judía, la privación de derechos y las violaciones con­tinuas contra la dignidad humana? Quien abrió los oídos y los ojos, quien quiso informarse, no podía dejar de ver los trenes de la deportación. Tal vez la ima­ginación humana no era capaz de concebir la naturaleza y la magnitud de este exterminio. De hecho, además de estos crímenes, mucha gente, que pertenecía también a mi generación, jóvenes y no concernidos en la organización o en la ejecución de estos hechos, trataron de negarse a ver lo que estaba sucediendo.

[…] Todo un pueblo no puede ser culpable o inocente. La culpa, como la inocencia, no es colectiva; es personal. La culpa humana puede ser puesta al día o puede permanecer oculta. Hay pecados que los hombres se han confesado a sí mismos y otros que se han negado. Que cada cual que vivió esa época en toda su lucidez se pregunte hoy en su fuero interno hasta qué punto estuvo involucrado en ello.

[…] Todos nosotros, culpables o no, jóvenes o viejos, tenemos que acep­tar el pasado. Todos estamos preocupados por sus consecuencias y todos somos responsables. Jóvenes o viejos debemos y podemos ayudar a los demás a com­prender, porque ello es esencial para mantener la memoria. No se trata de su­perar el pasado, es imposible. Cambiar el pasado a posteriori o hacer como si no existiera es imposible. Aquel que cierra los ojos al pasado no ve el presente. El que se niega a recordar la barbarie se expone a nuevos riesgos de infección.

El pueblo judío se recuerda y se recordará siempre. Lo que nosotros busca­mos, como hombres, es la reconciliación. Precisamente por esta razón es preci­so que comprendamos que no puede haber reconciliación sin recuerdo.

[…] El 8 de mayo constituye una profunda ruptura histórica, no solo en la historia de Alemania, sino también en la europea. La guerra civil europea ter­minaba y el viejo mundo europeo se había derrumbado. “Europa estaba agotada a fuerza de luchar” (M. Stürmer). El encuentro de soldados americanos y so­viéticos en las orillas del Elba constituyó un símbolo del fin provisional de una época europea.

[…] No podemos conmemorar el 8 de mayo sin ser conscientes de lo que debió costar a nuestros antaño enemigos aceptar la reconciliación. ¿Podemos ponernos en el lugar de las familias de las víctimas del gueto de Varsovia o de la masacre de Lídice? ¿Cuánto costó a un ciudadano de Rotterdam o de Londres ayudar a reconstruir nuestro país cuando de aquí venían las bombas que, poco antes, caían sobre sus ciudades? Para que ello fuera así tuvo que ser grande la confianza en que los alemanes no volverían a intentar de nuevo superar una de­rrota mediante la fuerza.

[…] No fue una “hora cero”, sino una oportunidad que nos fue dada para comenzar de nuevo. Tomamos esa oportunidad mientras pudimos.

En lugar de la esclavitud hemos asentado la libertad democrática. Cuatro años después del final de la guerra, en 1949, el mismo 8 de mayo, un día como hoy, el Consejo Parlamentario adoptó nuestra vigente Ley Fundamental. Situándonos más allá de las diferencias entre partidos, los demócratas de ese Consejo Parlamentario dieron su respuesta a la guerra y a la opresión en el artículo 1 de nuestra Constitu­ción: “El pueblo alemán reconoce al hombre unos derechos inviolables e inaliena­bles como fundamento de toda comunidad, de la paz y de la justicia en el mundo”. Ese es el sentido del 8 de mayo que hoy tenemos que recordar.

[…] Cuarenta años después del final de la guerra el pueblo alemán sigue dividido. […] Los alemanes somos un pueblo y una nación. Tenemos el senti­miento de pertenecer a un mismo pueblo y a una misma nación porque hemos vivido la misma historia. Y el 8 de mayo de 1945 también lo hemos vivido como el destino común de nuestro pueblo, que nos une. Tenemos un sentido de per­tenencia a la misma comunidad en nuestro deseo de paz. […] Confiamos en que el 8 de mayo no será la última fecha de nuestra historia que constituya un nexo común para todos los alemanes.

Muchos jóvenes se han preguntado y nos han preguntado por qué cuarenta años después del final de la guerra se habían desatado tan vivos debates sobre el pasado. ¿Por qué tenemos debates más vivos hoy que veinticinco o treinta años después de la guerra? ¿Cuál es la necesidad inherente de tales discusiones?

Estos periodos de cuarenta años siempre suponen una ruptura decisiva. Se reflejan en la conciencia de las gentes porque significan el final de un periodo oscuro, con la confianza en un nuevo y próspero futuro, pero también con el riesgo del olvido y la advertencia contra las consecuencias de tal olvido.

Con nosotros, una nueva generación ha asumido sus responsabilidades políticas. Los jóvenes no son responsables de lo que ocurrió en el momento de que hablamos. Pero ellos son los responsables de lo que llegará a ser esa época en la historia.

Lo que debemos a los jóvenes, nosotros los mayores, no es ver cumplidos los sueños, sino la franqueza. Les debemos ayudar a comprender por qué es de importancia vital guardar bien vivo el recuerdo. Les queremos ayudar a abordar la verdad histórica, sin parcialidad, sin huir hacia doctrinas utópicas de salva­ción, pero también sin presunción moral. Nuestra historia nos ha permitido conocer lo que el hombre era capaz de hacer. Es por eso que no debemos imagi­nar que como seres humanos podamos ser diferentes y mejores. No hay perfec­ción moral adquirida definitivamente: ¡por ninguna persona y por ningún país! Hemos aprendido que como seres humanos estamos amenazados como seres humanos. Pero tenemos la fuerza para superar las amenazas donde quiera que estas surjan.

Uno de los métodos de Hitler fue siempre atizar prejuicios, rencores y odios. Esto es lo que pido a los jóvenes: no os dejéis conducir por sentimientos de hostilidad o de odio contra otros seres humanos, ya sea en contra de los ru­sos o los americanos, contra los judíos o los turcos, contra los alternativos o los conservadores, contra los negros o los blancos. Aprended a convivir en lugar de enfrentaros los unos a los otros.

También nosotros, los políticos elegidos democráticamente, tenemos que actuar en consecuencia y dar ejemplo.

Alabemos la libertad. Trabajemos por la paz. Respetemos la ley. Guiémonos por nuestros criterios internos de justicia. En este 8 de mayo, miremos a la cara a la verdad tanto como nos sea posible.

 

Fuente: Oficina del presidente alemán (www.bundespraesident.de/).

 

 

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