La
Librería de El Sueño Igualitario
La
ficción democrática, un buen
libro desde una más que recomendable editorial, LA LINTERNA SORDA.
Con el prólogo y la coordinación de Rafael Cid, La Linterna Sorda, nos hace
llegar un libro que le aprieta las tuercas a esta democracia que nos está
tocando vivir, se trata de LA FICCIÓN DEMOCRÁTICA. Un libro que recoge textos
de plumas sublimes en el ideal libertario y partiendo desde la raíz, son Albert
Libertad, Sébastien Faure y
Ricardo Mella que componen un puzle de artículos pensados para poner dudas allá
donde el pensamiento único solo ve claros, aunque, evidentemente, no los haya.
Así, La Linterna Sorda y el prologuista y coordinador Ricardo Cid, nos acercan
a los siguientes textos que a muchos los despertarán de un sueño narcotizante y, a otros, no mete más en la lucha( pensamos
desde EL SUEÑO IGUALITARIO que es como debe ser…) . Los artículos son EL REBAÑO
ELECTORAL, EL CRIMINAL, EL SINDICATO O LA MUERTE, A LOS RESIGNADOS, A LA
CONQUISTA DE LA FELICIDAD, LA POBREDUMBRE PARLAMENTARIA, LA LEY DEL NÚMERO.
Apostar por libros como éste que, hoy por hoy ,
ponen en jaque a la democracia tal como nos la hacen vivir y que rescatan
textos de pensadores que pensaban de verdad y en libertad…tiene mucho
valor…suelen ser pequeñas islas dentro de mares convulsos de grandes grupos y
corporaciones editoriales que van fagocitando a los pequeños que trabajan con
el material más difícil, el que se margina desde ( a menudo) el sector
educacional….por eso conviene hoy más
que nunca narcotizar, también al colectivo educativo….pero he aquí editores valientes,
que además tienen gusto tanto por el contenido como por el continente….son
pocos, pero valientes y a ellos, desde este rincón que es el boletín EL SUEÑO
IGUALITARIO y su extensión LA LIBRERÍA DE CAZARABET, siempre les mimaremos con
especial cariño.
14354
La ficción democrática. Albert Libertad, Sébatien Faure, Ricardo Mella. Prólogo de Rafael Cid
112 páginas 15 x 20 cms.
13,00 euros
La Linterna Sorda
‘LA FICCIÓN DEMOCRÁTICA’, con Albert Libertad, Sébastien
Faure y Ricardo Mella, escasa e injustamente
difundido el primero y más conocidos aunque poco estudiados los otros dos,
están buena parte de las claves para entender la banalidad del mal de un
sistema fundado sobre mitos, ritos, sucedáneos, tabús, supersticiones y
cuentos, para esclavizar a las personas.
Leer a la altura del primer tercio del siglo XXI lo que tres descreídos de la
democracia convencional, anarquistas notorios, escribieron al inicio del siglo
XX, y comprobar su esencial vigencia y rigor, no puede más que llenarnos de
asombro político y gozo intelectual. Los autores fueron pertinaces insumisos
frente a la legalidad, el Estado, la Iglesia y cuantas instituciones sirven y
han servido para mantener el guiñol democrático que legitima el infortunio del
pueblo soberano. Con sus críticas resaltaron las lacras del sistema y el
principio de autoridad, la constitución de mayorías electorales artificiales,
el peligro del uniformismo nacional, la indigencia
del llamado interés general, el conformismo castrante como doma social, la deslocalización
del sujeto soberano, el problema de las minorías y sus derechos inalienables,
el enmascaramiento como Estado Providencia de lo que sólo es una voraz sociedad
de asalariados y consumidores, la tolerancia de la política de puertas
giratorias que hace del Parlamento la cámara de resonancia del mundo de los
negocios y de la corrupción…
Este libro intenta repensar la democracia directa y participativa en las
sociedades complejas del capitalismo global.
Albert
Libertad
"Te
quejas de la policía, del Ejército, de la justicia, de los cuarteles, de las
prisiones, de las administraciones, de las leyes, de los ministros, del
Gobierno,
de los financieros, de los especuladores, de los funcionarios, de los patronos,
de los sacerdotes, de los propietarios, de los salarios, del paro, del
Parlamento,
de los impuestos, de los aduaneros, de los rentistas, del precio de los
alimentos,
de las rentas y los alquileres, de las largas jornadas en el taller y en la
fábrica, de la magra pitanza, de las privaciones sin número y del montón
infinito
de iniquidades sociales.
Te quejas; pero quieres que se mantenga el sistema en el que vegetas. A
veces te rebelas, pero siempre para volver al lugar donde estabas".
Sèbastien
Faure
"Más
animal que los animales, más oveja que las ovejas, el elector elige su
carnicero
y escoge su burgués. Hicieron falta muchas revoluciones para conquistar
este derecho”.
Cuantas más promesas haga el candidato, más probabilidad hay de obtener
un mandato: las personas están hechas de tal modo que, cuanto más se
les prometa, más confianza adquieren. Todo candidato promete. Pone sus manos
en el corazón, eleva los ojos al cielo, como si así quisiera atestiguar la
sinceridad
de sus convicciones; declarará que está dispuesto a sacrificarse por el
bien público y que, por esta misión, no retrocederá ante ningún esfuerzo.
¡Y la jugada está hecha!
Consiste en despojar al ciudadano de su soberanía, simulando conservarla.
La jugada consiste en suprimir la soberanía que, en principio, está en los de
abajo, para instalarla, de hecho, en lo alto, en los de arriba".
Ricardo
Mella
“La lucha es dura y
es larga. Luchemos. Es menester que vivamos de nosotros mismos,
que cada uno
encuentre en sí mismo la razón de su vida, de su fuerza, de su acción.
Las ideas iluminan;
los hechos emancipan”.
Repensando
la demoacracia
Rafael Cid
El texto que viene a continuación,
“Repensando la demoacracia”, se escribió como prólogo
al libro que bajo el título “La ficción democrática” acaba de publicar la editorial
La Linterna Sorda rescatando textos de Ricardo Mella, Sebastian
Faure y Albert Libertad en torno a la problemática
electoral.
En él se busca resaltar el carácter anticipatorio de los señuelos que esconden las
prácticas electorales clásicas de arriba-abajo como contraparte política del
vaivén del libre mercado, haciendo de la supuesta dialéctica
representantes/representados un trasunto del operativo oferta/demanda que rige
el mundo de los negocios, privatizando en ambos casos la política y la economía
realmente existentes. También a través de estas líneas se intenta llamar la
atención sobre la vigencia de dichas reflexiones, escritas hace casi un siglo
en condiciones históricamente muy distintas a las que dominan en la crisis
actual, y explorar las perspectivas de autodeterminación que la mutación social
en curso ofrece. Como colofón, alienta la necesidad de repensar el oximoron de la democracia capitalista desde la perspectiva
de la demo-acracia, porque cuando todos gobiernan (demo-cracia)
nadie manda (acracia).
Repensando la demoacracia
Hablar del gobierno y del consentimiento de los gobernados
no solo plantea un interesante debate entre representantes y representados. Con
sus límites y complicidades. En teoría el sistema se basa en la soberanía del
pueblo. Lo que es tanto como decir que el problema de la organización social
sobre bases justas (aquella mención clásica de “entre libres e iguales”) está
directamente relacionado con eso que conocemos genéricamente como “democracia”.
El menos malo de las formas de gobierno conocidas. El gobierno del pueblo, por
el pueblo y para el pueblo. De ahí que cuando nos encontramos ante un formato
de democracia que utiliza el veredicto de la mayorías para legitimarse nos veamos
obligados a preguntarnos hasta qué punto las masas tienen razón, cómo se
construyen las decisiones de los que son los más y de qué manera pueden
regularse los colectivos que ceban esas mayorías para cumplir la función de
gobernar.
En resumidas cuentas, y desde la perspectiva de las
sociedades complejas del capitalismo global, la cuestión reside en saber sí el
modelo parlamentario, en cuanto “diana” de la actividad política, cumple con
los requisitos mínimos para satisfacer las necesidades de los seres humanos en
comunidad. Para indagar en esa caja negra del sistema, que es la clave de
bóveda de las reflexiones que integran este libro, hay que asumir una cierta
distancia escénica. El rigor en el análisis del fenómeno del “parlamentarismo”
y de su percepción ciudadana exige perspectiva: huir tanto del presentismo, vicio que lleva a interpretar el pasado con
las diotrías del interpelante, como del no menos
dañino quietismo, manía persecutoria propia de quienes deifican el statu quo
como el fin de la historia.
El propio término “parlamentarismo”, desviado hoy de su raíz
para vestir otro paradigma sobrevenido, nos da alguna pista de lo que
pretendemos. El Parlamento, claro está, no es ya el cónclave abierto donde el
pueblo reunido en asamblea discute libremente, al margen de cuál sea la
condición de los asistentes. El Parlamento es la institución (ojo al concepto
prevalente) más representativa de la democracia. El troquel donde reside el
poder legislativo, alfaguara normativo que semaforiza
la realidad social para hacer posible el armónico ejercicio de la convivencia.
Tal es al menos la doctrina oficial. La profecía autocumplida
por todos los agentes del sistema. Se pretende que esas cuatro paredes
contienen las esencias de la sedicente democracia.
Lo que sucede es que esta es una visión de parte que se
compadece mal con los hechos que dicta la experiencia. Y mucho menos con la
lógica democrática inserta en la sentencia de Protágoras
“hacer del hombre la medida de todas las cosas”. Lo que nos lleva a distinguir
dos grandes fases en la historicidad de la democracia. Una, la original
cronológica, que podríamos denominar “democracia analítica”. Y otra, la de
nuestro tiempo, “la democracia digital”.
En un principio fue el verbo. Por eso en el periodo de la
democracia analítica, la que reposaba casi exclusivamente sobre las innatas
facultades del hombre, la democracia era eminentemente oral. Una democracia
humanamente imperfecta (la Premio Nobel de Medicina Rita Levi-Montalcini
lo emponderó en su famoso libro Elogio de la
imperfección). Pero estaba al alcance de todos y de todas que pudieran y
supieran expresarse (isegoría). Autoconvocados
en asamblea (isonomía), la ecclesia
griega de la época de Pericles o Clístenes,
parlamentaba sobre lo divino y lo humano. Participación, deliberación y
decisión veraz (parrhesia) eran los peldaños sobre
los que se edificaba la hasta ahora más genuina, por directa, democracia
conocida. En ella no había numerus clausus. Todos los ciudadanos (una condición
restringida, ciertamente) podían intervenir en la vida pública. No era la
cantidad lo que la definía, sino la calidad. Los valores, la ética, la
dignidad, la búsqueda de la justicia, el ansia de libertad y el culto y
disfrute de los dones de la naturaleza. La virtú, en
suma, era lo que la identificaba.
De abajo arriba. Sin privilegios de entrada ni sinecuras de
salida. Derechos y deberes sin solución de continuidad, como reseñaría siglos
después El Manifiesto Comunista en su búsqueda incesante de respuestas a la
cuestión social (“no más derechos sin deberes ni deberes sin derechos”).
Público y privado en un mismo plano. Con capacidad para gobernar y ser
gobernado, sin división del trabajo político, uno para todos y todos para uno.
Aquella era una democracia de proximidad que tenía en la “polis” su epicentro.
Un espacio vital en el que sus pobladores se reconocían en un proceso continuo
de autogobierno. La autonomía frente a la delegativa heteronomía que rige en los sistemas actuales. La acción
directa del individuo en sociedad, sin mediadores, intermediarios o
interpretes, el “zoon politikon”.
La autoinstitución de la sociedad por la sociedad
misma. O en palabras de Hanna Arendt
“la democracia como el régimen que permite al hombre revelar su ser a través de
la acción y la palabra”.
Aquella democracia analítica, esculpida como educación para
la ciudadanía, una Paideia, no necesitaba mitos para
justificarse. Sencilla en cuanto a recursos materiales y tecnológicos, próspera
en cuanto a desarrollo humano, estructuras como el Parlamento, los Partidos o
el Estado en su perímetro vital eran totalmente impensables, prótesis
superfluas. El compromiso político de los habitantes de la polis era de este
mundo. No estaban colonizados mentalmente por el más allá. Hecho que contrasta
con el halo místico y las supercherías con que nuestras muy pragmáticas
sociedades capitalistas necesitan cubrirse para legitimarse. La clave de esa
singular superioridad ha sido radiografíada con
maestría por Cornelius Castoriadis: “no habiendo nada
que esperar de una vida después de la muerte, ni de un Dios benévolo y atento,
el hombre se encuentra en libertad de obrar y pensar en este mundo”.
Luego vino la democracia digital. Un mundo de datos,
registros, mercancías, grandes espacios para los mercados, masas en ebullición
constante y el sentimiento de la propiedad privada frente a la más sencilla
posesión imperando sobre todas las cosas. La gran transformación que el
capitalismo introdujo fue el babélico reino de la cantidad (pesos, medidas,
monedas e individuos aislados). Y con él la estratificación social, el
principio de autoridad, el desbordamiento de la persona por el solipsismo, la
usurpación de lo público-común por lo estatal, la división de poderes, el especialismo productivo, las jerarquías coactivas, los
privilegios y el solapamiento de la sociedad civil por la trabazón política. La
vida sojuzgada por las sombras de la caverna platónica. A un lado estaba el
artefacto Estado con su pandémica burocracia, los
Partidos clientelares, la Nación como depositaria de la soberanía, el
Parlamento ventrílocuo y las Elecciones como rutinario mecanismo de expresión
de la voluntad popular. Un tinglado de barreras elevadas a la categoría de
instituciones para diseñar un modelo demoscópico placebo titulado democracia
representativa con el que hacer realidad la dominación y explotación de los más
por los menos, de arriba abajo. La golosina del sufragio, como sucedáneo de la
auténtica participación, y la entronización de los “líderes políticos”
posibilitaron una larga etapa de servidumbre voluntaria, inaugurada con la
prédica de que la magnitud de las sociedades a escala del capitalismo avanzado
hacían inviable la “vieja democracia”. En realidad, tras un problema de
densidad de tráfico, tanta verbalización ocultaba una mutación de la calidad por
la cantidad, con toda la involución ética que eso conlleva.
Ahí está precisamente el mérito irrefutable y la gran
aportación a la democracia sin adjetivos (directa por supuesto) del Movimiento
15M, surgido en España al rescoldo de la indignación ciudadana contra la crisis
humanitaria desatada por el golpe de los mercados financieros. Su no
resignación ha desmentido en la práctica ese axioma paranormal de la
imposibilidad de acción política eficaz al margen de los canales establecidos.
Al pronunciarse frente al sistema y los poderes fácticos, “los indignados”
demostraban la falacia sobre la que el Poder había cimentado el consentimiento
político y el consentimiento de la producción utilizando el recurrente señuelo
del Estado. A través de su lucha se ha recuperado en su integridad “el derecho
a decidir”, propio de los modelos autogestionarios (que es tanto como decir
simplemente democráticos), contra la fantasmagórica “libertad de elegir”,
característica de la sociedad de consumo (político y económico). Aquel
silogismo mecánico que presumía un consenso idílico entre capitalismo y
democracia, teorizado por los mentores del neoliberalismo, y hoy hecho añicos
por la bárbara realidad, insinuaba en su esquematismo el tipo de democracia
baldía que agrada al capitalismo de última generación.
Porque lo que llamamos “sistema” es una realidad
profundamente antidemocrática por infrahumana. De doble hélice, con
concentración económica y concentración política. Capaz de compatibilizar el
capitalismo de Estado (modelo del Oeste) con el socialismo de Estado (modelo
del Este), como demuestra el feroz sincretismo de la China actual, un Estado
ballena que parasita lo peor de cada experiencia. Esa “patología de la
racionalidad humana”, como denunciaron en su día los filósofos de la Escuela de
Frankfurt con su teoría crítica, exige como condición sine qua nom que la opinión pública sea la opinión publicada y que
el pueblo devenga en masa enfeudada al troquel que demande el statu quo, vulgar
razón de Estado. La “monstruosidad ideológica” del Estado capitalista-comunista
(orweliano) más grande del planeta habla a las claras
del error conceptual que anidaba en la prédica marxista de la superación de los
contrarios como un duelo entre tesis y antítesis que concluiría en una síntesis
integradora. Lejos de ello, parece más cierto que como sostienen Theodor V. Adorno y Max Horkheimer
lo que rige en la interacción social es la “dialéctica negativa”, un vaivén que
marca la huella de la “democracia” como un sustrato indefinido, una revolución
permanente.
Pero volvamos a la democracia digital realmente existente.
Esa que gusta de combinar en las fachadas de sus Parlamentos o Asambleas la
efigie de los antiguos templos helénicos, como imagen de marca, con el uso y
abuso de la “ley del número” tan sagazmente escrutada por Albert Libertad y
Ricardo Mella en sus escritos. Más que una demo-cracia
es una demos-copía. Porque se afirma sobre una suerte
de convencionalismos que tomando como base el sufragio (censitario, masculino o
universal, tanto da) somete todo el proceso de decisión política a una metódica
jibarización del sujeto político legítimo, con el
objetivo fundamental de que el titular de la soberanía, el votante que haya
superado la criba de la ley electoral, sea finalmente suplantado por su representante.
El original convertido en rehén de la copia. El representado subsumido en un
alter ego sobre el que apenas tiene control. Un elenco de políticos
profesionales, encumbrados de su entorno original, con fueros, privilegios y
espíritu de cuerpo propio, sometidos al mandato del partido al que pertenecen,
que solo podrán ser evaluados por el elector cuando el representante concluya
su contrato, y vuelta a empezar. Un viaje de ida y vuelta a ninguna parte, obra
maestra de la prestidigitación política, por la cual la mayoría se transforma
en minoría y el inicial flujo abajo-arriba se invierte con la excusa de
realizar la política que desea la mayoría y que precisamente por ser mayoría no
puede acometer directamente.
El transbordo sin equipaje desde esa primera democracia
directa hasta la actual democracia simuladamente representativa, es lo que Benjamin Constant bautizó como
“la libertad de los antiguos” y “la libertad de los modernos”, después de que
Thomas Hobbes ofrecería en el Leviatán el argumentario perfecto para hacer del concepto
“representación” (una mera construcción intelectual) el arco de bóveda del
nuevo sistema. Un especie de incunable ideológico que revela con toda su
crudeza la estirpe escatológica del modelo de “democracia representativa”, toda
vez que el filósofo inglés utilizó la imagen del Papa, como vicario de Cristo
en la tierra, para fundamentar su idea de Estado contractual como superación
civilizatoria del estado de naturaleza. A esa antigualla, defendía con toda
clase de argucias y presunciones por los cruzados de la democracia
representativa solo basta añadir la lanzadera de los medios de comunicación de
masas como “extensiones del hombre” (Marsall Mc. Luhan) y el agobio por la
falta de tiempo que dotan los tiempos modernos, para tener un fiel retrato de
eso que llaman democracia y no lo es.
Justamente la penuria de tiempo tiene mucho que ver con la
consolidación de la democracia de ficción y la podredumbre parlamentaria. La
política bien entendida es una ocupación que exige vigilia permanente, como
sucedía en los larguísimos debates que tenían lugar en la ecclesia
durante el periodo de vigencia de la democracia de los antiguos. Un pretexto
que, junto el de la pretendida necesidad de saberes políticos ad hoc, se ha
confabulado para consagrar la vía parlamentaria de representantes cooptados por
las cúpulas de los partidos como la menos mala de las formas de gestión social
posibles. Cuando los sociólogos Moisei Ostrogorsky y Robert Michells
evidenciaron el inevitable carácter oligárquico de las organizaciones de masas,
no estaban sino señalando de dónde procedía esa fatal tendencia de los partidos
políticos a configurarse como formaciones dolosamente antidemocráticas.
Cuando los nuevos movimientos antisistema
usan eslóganes como “vamos despacio porque vamos lejos”, están certificando una
de las principales constantes existenciales de cualquier intento de
transformación social con garantía de sostenibilidad. La revolución es un
proceso evolutivo que desmaya si las personas que la pilotan no lo metabolizan
culturalmente con una nueva conciencia. De ahí que en un sector del pensamiento
político neocons exista cierta tendencia a
capitalizar las modernas técnicas de información y comunicación ( los TIC) como
imputs de un nuevo horizonte para la servidumbre
voluntaria. Es que los expertos M.C.Taylor y E. Saarinen denominam “mediatriz”, y
Heriberto Cairo, en su estudio sobre Democracia digital, cataloga como “un
lugar-evento cibernético en el que el anonimato, el aislamiento y la asincronía se convierten en las marcas características de
la actividad política pública”. Lo que es tanto como propiciar otro gran salto
cuantitativo desde el formato de democracia representativa a un principio
activo asentado en la capacidad asimilitativa de las
redes, de carácter plebiscitario, donde el espacio público deja paso a un
espacio ensimismado (un no lugar:ni público ni
privado), irreflexivo, instantáneo, irresponsable, amnésico, encriptado y bajo
la tutela patrimonial de las corporaciones privadas y el panóptico del Estado.
Por todo ello, leer a la altura del primer tercio del siglo
XXI lo que dos descreídos de la democracia covencional,
anarquistas notorios, escribieron a comienzos del siglo XX, y comprobar su
esencial vigencia y rigor, no puede más que llenarnos de asombro político y
gozo intelectual. Albert Libertad y Ricardo Mella, ambos pertinaces insumisos
frente la legalidad, el Estado, la Iglesia y cuantas instituciones sirven y han
servido para mantener el guiñol democrático que legitima el infortunio del
pueblo soberano, resaltando con sus críticas las lacras del sistema (y por
tanto instando malgre lui a
su radical reforma) es algo que no casa con el rol tradicional que define a los
anarquistas como seres antisociales, siempre prestos a encabezar el piquete de
demolición sin paliativos. No, lo cierto es que la única dinamita que
reivindican los trabajos que se incluyen a continuación es la dinamita
cerebral.
Es más, en sus premonitarias
reflexiones se analizan trazas de esa mentalidad impostada que hunde sus raices en la antropologia para
estudiar lo que Jean Braudillard llamó “la génesis
ideológica de las necesidades”, y que el capitalismo coronó “con un sistema de
equivalencia entre cosas de órdenes diferentes”, como sostiene este mismo
autor. Un éxito que, como aquella legendaria pax
romana, lleva plomo en sus alas. Puesto que al establecer que “aquellos bienes
para los cuales no hay demanda, no tienen utilidad, es decir, no son riqueza!”
(K. William Kapp) se subvierten códigos esenciales de
la condición humana. Razón por la cual ese sistema se vale de instituciones
como el Estado y el Mercado, a las que reviste de un carácter científico que,
sin embargo, su misma función desmiente. La crítica libertaria ha hecho notar
la suprema inconguencia que supone la imposición de
un modelo que restringe la autonomía de los individuos reales para depositarla
en un ente artificial como el Estado, mientras simultáneamente confiere toda la
capacidad de autorregulacción a otro producto
inanimado como el Mercado. Personas físicas y personas jurídica con sus
atributos cruzados. De ahí el doble y pertinaz activismo anticapitalista y antiestatal del anarquismo, lo que supone su hecho
diferencial.
La refutación integral del Estado es una exclusividad del
anarquismo. Todas las demás concepciones políticas e ideológicas, casi sin
excepción, se configuran como alternativa apoyándose en el poder del Estado.
Hasta tal punto, que en ocasiones este funciona como una especie de tejido
conjunto entre opciones enfrentadas, y quizás por eso nunca radicalmente
opuestas. Por ello, ante la crisis financiera que ha llevado al
desmantelamiento del Estado de Bienestar en Occidente vía desregulación
(derogación normativa), la izquierda ha basado su contraofensiva en reclamar
más y nuevas regulaciones. Todos, por tanto, tienen como referente al Estado.
Tanto los que se definen contrarios al proteccionismo estatal y la cosa
pública, que echan mano del Estado para repercutir la crisis sobre los
gobernados, como aquellos que, por su parte, ambicionan más Estado como
herramienta para batir al contrario (en teoría).Históricamente capitalismo,
comunismo, fascismo y nazismo (nacionalsocilsimo) han
basado su estrategia en el dominio del Estado.
Pero al margen de este maremagnum
que cosifica a derecha e izquierda en la realidad de sus actos, el hecho
diferencial de ese antiestatismo beligerante actúa
como un bumerán contra el anarquismo, proyectando un interesado negacionismo existencial. Como ocurre con las mujeres, el
anarquismo tiene pasado pero no historia. Aunque en el caso de las mujeres se
trate de una apabullante mayoría social y las credenciales del anarquismo
demuestren un activismo inmemorial. En un universo político genéricamente
estatista, como ocurre con las mujeres en un contexto esencialmente machista,
el anarquismo “no tiene quien le escriba”. Una invisibilidad forzada a la que
contribuye la equiparación convencional de anarquía con caos, en lo que parece
una especie de revancha ideológica del hegemonismo estatal. Sin embargo, esto
nunca ha alimentado el víctimismo entre sus
seguidores, sino potenciado su indignación.
Por cierto, el mismo intento de sacar de la historía al anarquismo se refleja en la escasa atención que
la comunidad académica ha dedicado a la democracia directa (la “acción directa”
anarquista) con el tópico de que en la sociedad de masas no son posibles politicas vis a vis, de democracia de proximidad.
Posiblemente la entronización de la democracia representatva
como la única eficiente tenga también algo que ver con el hecho de que aquella
primera democracia original fuera esencialmente oral, no dejó rastros escritos,
y al igual que ocurre con el anarquismo y su antiestatismo,
se pretende de ella que tiene pasado pero no historia. Este apunte sobre la
dimensión antiestal del anarquismo caería en eñl conformismo si no reconociera un gran hándicap en su
discurso igualitario en todo lo referido al “consentimiento” del patriarcado,
uno de los signos de sojuzgamiento del Estado.
En La ficción democrática, de Albert Libertad, y La ley del
número, de Ricardo Mella, escasa e injustamente mente difundido el primero y
más conocido aunque igualmente poco estudiado el segundo, están buena parte de
las claves para entender la banalidad del mal de un sistema fundado sobre
mitos, ritos, sucedáneos, rutinas, tabús, supersticiones, atavismos y cuentos
para esclavizar al hombre. Aspectos como omniscencia
de ley frente a la regulación que dicta la costumbre experimentada; el trágala
de los hombres providenciales; la constitución de mayorías electorales
artificiales; el peligro del uniformismo nacional; la
indigencia del llamado interés general; el conformismo castrante como doma
social; la deslocalización del sujeto soberano; el enmascaramiento como Estado
Providencia de lo que sólo es una voraz sociedad de asalariados y consumidores;
la tolerancia de la política de puertas giratorias que hace del Parlamento la
cámara de resonancia del mundo de los negocios; la irracionalidad del principio
de autoridad elevado a rango político; el problema de las minorias
y sus derechos inalienables; la razón ética como guía de convivencia mediante
la libre asociación y otros de parecida envergadura tienen en esas páginas
cumplida y libertaria respuesta
Y por si persiste algún incrédulo, afín al canón que pretende endosar al anarquismo en el limbo del
nihilismo o bajo la estúpida careta de la utopía ensoñadora, ahí van las
palabras con que Mella cierra su texto: “Tal es el sistema en que somos somos realmente anarquistas”. Una expresión que recuerda a
la que Pierre Joseph Proudhon insertó en su obra
póstuma La capacidad política de la clase obrera, escrita en 1864, para resumir
la que había perseguido al escribirla: “No juzguen el libro por su extensión;
hubiera podido reducirlo a cuarenta páginas. No encontrarán en él más que una
idea: la Idea de la nueva democracia”
Posiblemente todo el empeño que moviliza el pensamiento
anarquista y la historia del movimiento libertario se resume en esta otra Idea:
repensar la Demo-Acracia.
Madrid, 2 de marzo 2013
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